segunda-feira, agosto 27, 2007

Carta abierta a Ernst von Weber, autor de Las cámaras de tortura de la ciencia

Bayreuther Blätter, octubre de 1879. Wagneriana, nº2. 1978
Carta abierta a Ernst von Weber, autor de Las cámaras de tortura de la ciencia
Por Richard Wagner

Apreciado Señor: Me cree Vd. capaz de poder ayudarle, con mi palabra, en la campaña tan enérgica que Vd. ha emprendido recientemente contra la vivisección, y parece, a este respecto, tomar en consideración el número bastante considerable de amigos cuyo gusto por mi arte me ha proporcionado. Aunque su edificante ejemplo me incita vivamente a intentar responder a su deseo, es sin embargo menos la confianza que posee en mi poder lo que me decide a imitarle, que un vago sentimiento de necesidad de estudiar, incluso en este campo tan alejado en apariencia de aquello que interesa a los artistas, el carácter de la influencia artística que muchas personas me han atribuido hasta la fecha.
Ya que una vez más encontramos, en el caso, actual, el espectro de la “ciencia” que se ha convertido, en nuestra época materialista, desde la mesa de disección hasta las fábricas de fusiles, en el demonio del utilitarismo, juzgado únicamente digno de afecto por parte del Estado, creo que, interviniendo en la cuestión actual, constituye ya una ventaja para mí el hecho de que tantas voces graves y bien autorizadas se hayan elevado en su favor, denunciando al buen sentido las aserciones erróneas, cuando no mentirosas, de nuestros adversarios.
Por otra parte, ciertamente, se ha otorgado un lugar tan importante al puro sentimiento” en la discusión de este asunto, que hemos proporcionado excelentes ocasiones a los burlones y chistosos con mala idea, que casi son los únicos que se ocupan de nuestros discursos , de defender los intereses de la “ciencia”. A mi entender, sin embargo, se está discutiendo aquí la cuestión más grave de la humanidad, de suerte que las convicciones más profundas no podrán adquirirse más que después de un examen verdaderamente serio de este “sentimiento” del que tanta burla se ha hecho. Intentaré de buen grado seguir este camino, en la medida que mis débiles facultades me lo permitan.
Lo que me ha frenado hasta el presente a entrar en una de estas asociaciones protectoras de animales que existen, es que todos los llamamientos y todas las instrucciones que les veía publicar se basaban casi exclusivamente en el principio utilitario. Y es que, sin duda, lo que en primer lugar importa a los filántropos que se han dedicado hasta el presente a la protección de animales es probar al pueblo su utilidad para así obtener un mejor trato. Pues los resultados de nuestra civilización actual no nos permiten invocar otros motivos más que la búsqueda de un beneficio en las acciones humanas del ciudadano. En este preciso momento podemos

comprobar hasta qué punto somos todavía extraños a un motivo exclusivamente noble de tratar bien a los animales, y qué poca cosa se ha podido obtener realmente de la práctica corriente: los representantes de la línea de conducta adoptada hasta el momento por las sociedades protectoras contra la barbarie más inhumana seguida contra los animales, la que se ejerce en nuestras salas de vivisección autorizadas por el Estado, no sabrían emitir ni un solo argumento concluyente desde que se hace valer, para defenderla, la utilidad de esta barbarie. Quedamos casi totalmente limitados a discutir exclusivamente esta utilidad; y si se hubiese llegado a poder demostrarla con absoluta certidumbre, sería precisamente la sociedad protectora de animales quien, siguiendo su línea de conducta acostumbrada, habría favorecido la cueldad más indigna de la humanidad contra sus propios protegidos.
Por consiguiente, para conservar nuestros sentimientos de simpatía con respecto a los animales, contamos, como única ayuda, con llegar a hacer reconocer oficialmente la inutilidad de esta tortura científica de los animales; esperemos que podamos conseguirlo. Aun cuando nuestros esfuerzos hubiesen obtenido un éxito completo en este aspecto, no se habría logrado nada definitivo y bueno para la humanidad en tanto la tortura de los animales sea abolida únicamente en razón de su inutilidad, lo que habremos conseguido es desfigurar y matar casualmente la idea que dio lugar a nuestras sociedades protectoras de animales.
Aquellos que, para evitar los sufrimientos prolongados a voluntad de un animal, necesitan otro motivo distinto del de la pura piedad, no podrán nunca sentirse verdaderamente inclinados a reprimir los malos tratos a animales por parte del prójimo. Quien quiera que se haya rebelado a la vista del martirio de un animal, no ha sido arrastrado a ello más que por un sentimiento de piedad; quienquiera que se une a otros para proteger a los animales, no lo hace más que movido por la piedad; piedad totalmente desinteresada e inaccesible a todo cálculo de utilidad o inutilidad. Pero el hecho de que, a la cabeza de todos nuestros llamamientos y avisos dirigidos al pueblo, no nos atrevamos a colocar esta piedad como el único móvil discutible que nos mueve, eso sí que demuestra la maldición de nuestra civilización y la confirmación de que las religiones de nuestras iglesias oficiales se han quedado sin Dios. Ha sido necesaria en nuestro tiempo, la enseñanza de un filósofo
i que combate de la forma más despiadada todo lo que hay de falso y malsano, para demostrar que la “piedad” fundada en la naturaleza más íntima de la voluntad humana, es la única base verdadera de toda moral. Se han burlado de él; el Senado de una Academia de Ciencias ha llegado incluso a colocarle con indignación en el Índice; pues la virtud, desde el momento en que no se halla prescrita por la revelación, no sabría tomar su fundamento más que en las meditaciones de la razón. La piedad, considerada del punto de vista de la lógica, fue incluso tachada de egoísta por excelencia; se ha pretendido que la piedad no se vería motivada más que por la visión de un sufrimiento extraño que en realidad no causa dolor a nosotros mismos, pero no por el sufrimiento extraño en sí, el cual intentaríamos reprimir con el fin únicamente de suprimir su efecto doloroso sobre nosotros mismos. ¡Qué ingeniosos hemos llegado a ser con el fin de defendemos, hundidos en el fango del más vil de los egoísmos, contra los remordimientos motivados por sentimientos comunes a todos los hombres! También se ha despreciado la piedad con el pretexto de que se la ha encontrado frecuentemente hasta en los hombres más groseros, como mínimo de instinto vital; con esa excusa, se ha llegado a confundir la piedad con la pena que los testigos de todo infortunio público o doméstico experimentan tan fácilmente y que traducen, como a menudo podemos comprobar, en una simple inclinación de cabeza para después dar la vuelta con un alzamiento de hombros; Hasta el momento en que un hombre destaca entre la multitud, a quien la verdadera piedad impulsa a prestar un socorro eficaz.
Aquél que no sienta inclinación a la piedad y que no haya sobrepasado esta débil pena, se sentirá feliz de poderse pasar sin ella y de ahí experimentará un perfecto y agradable desdén hacia la humanidad. Será difícil, en efecto, remitir este hombre a su prójimo para aprender de éste a practicar la piedad a su manera; pues, en general, es cosa bastante difícil, en nuestra sociedad burguesa reglamentada por la ley, obedecer al precepto de nuestro salvador: “Ama a tu prójimo como a ti mismo “.
En general, nuestro prójimo es muy poco digno de nuestro amor, y en la mayoría de los casos, la prudencia nos aconseja esperar del prójimo la prueba de su amor; igualmente, no tenemos ningún motivo para fiarnos de la simple declaración de su amor. Si lo examinamos todo con detalle, veremos que el Estado y la Sociedad se hallan combinados de tal forma que, según las leyes de la mecánica, se hace muy soportable el pasarse sin el amor ni la piedad del prójimo. Queremos decir con esto que al apostol de la piedad le costará muchos esfuerzos aplicar su doctrina, de hombre a hombre primero, pues hasta nuestra vida familiar, tan degenerada en nuestros días, bajo la postración de la miseria y la búsqueda de nuevas distracciones sería ya incapaz de dar un buen ejemplo. También es bastante dudoso que estas doctrinas sean acojidas con entusiasmo por parte de la administración del ejército que, como sabemos, mantiene más o menos el orden en toda nuestra existencia política, excepto en la Bolsa; ella le probaría que hay que comprender la piedad en un sentido muy distinto al que cree, es decir al “en gros”, sumariamente, como medio de abreviar los sufrimientos inútiles de la existencia con proyectiles que dan en el blanco con precisión cada vez más perfecta.
En.cambio, la “ciencia”, revestida de sanción oficial, parece haberse encargado de practicar la piedad en la sociedad civil, poniendo en práctica profesionalmente sus dádivas. No queremos hablar aquí de los resultados de la ciencia teológica que arma a los pastores de almas de nuestros municipios con el conocimiento de los impenetrables misterios de la divinidad; y supondremos por un momento, que la práctica de esta profesión incomparablemente hermosa no habrá prevenido a sus discípulos contra una propaganda como la nuestra. Es cierto, desgraciadamente, que sería demasiado exigir del dogma estricto de la Iglesia, que únicamente considerase como base suya el primer libro de Moisés, que reclamase la piedad de Dios hasta para los animales creados para beneficio del hombre. Sin embargo, en nuestros días, se pueden superar muchas dificultades y el buen corazón de un cura filántropo ha éncontrado ciertamente, en el ejercicio del gobierno de las almas, muchas ocasiones que podrían haber dispuesto su espíritu dogmático en favor de nuestra causa. Aun cuando existan dificultades en la teología para reclamar la simple piedad en favor de sus fines, encontraríamos sin embargo perspectivas tanto más estimulantes al examinar la ciencia médica, que arma a sus discípulos con vistas a una profesión consagrada únicamente a aliviar los sufrimientos humanos. El médico puede parecernos realmente el salvador laico de la vida, ninguna otra profesión puede compararse a la suya dados los palpables beneficios de su ejercicio. Llenos de confianza en él, debemos respetar a quien le presta los mediospara curarnos de los crueles sufrimientos, es por ello por lo que contemplamos la ciencia médica como la más útil y preciosa, y estamos dispuestos a sacrificarlo todo a su ejercicio y a sus exigencias; es ella, en efecto, la que nos da la práctica verdaderamente privilegiada de la piedad activa y personal, algo tan raro de encontrar entre nosotros.
Cuando Mefistófeles pone en guardia contra el “veneno oculto” de la teología, queremos ver esta advertencia tan maliciosa como su sospechoso elogio de la medicina, a la que intenta, para consolar a los médicos, dejar el éxito de sus experiencias “a la gracia de Dios”. Pero, precisamente, esta buena opinión maliciosa que profesa con respecto a la ciencia médica nos hace temer que no haga más que contener un “veneno oculto”, al menos un veneno bien ostensible, que el astuto compadre no tiende más que a esconder en su provocador elogio.
Es sorprendente, sin embargo, que esta “ciencia “ que generalmente se juzga como la más útil, dé a entender cada vez más claramente que no es una ciencia, y se esfuerce tanto más en sustraerse a la experiencia práctica para llegar, gracias a nociones cada vez más positivas, a la infalibilidad que quiere alcanzar por medio de operaciones especulativas. Son unos doctores médicos quienes nos informan de ello. Los operadores-profesores de fisiología especulativa pueden declararles incompetentes, (estos médicos) que se imaginaban que se trata sobre todo, en el ejercicio en el arte de curar, de la experiencia accesible únicamente a los doctores-médicos, del golpe de vista asegurado por parte del individuo dotado de aptitudes médicas especiales y, por último, de su profunda dedicación, que le hace correr en ayuda siempre que sea posible, de los enfermos que se confían a él. Mahoma, después de haber pasado revista a todas las maravillas de la creación, acabó por reconocer que la mayor maravilla es que los hombres sientan piedad los unos de los otros; nosotros, otorgamos ciegamente esta (piedad) a nuestro médico, mientras nos fiamos de él, y lo colocamos, consecuentemente, por encima del fisiólogo que especula, en la sala de disección y busca resultados abstractos para su propia gloria. Pero perdemos esta confianza cuando nos enteramos, como el otro día, que en una reunión de doctores-médicos, por miedo a la “ciencia” o temiendo ser tomados por hipócritas o supersticiosos, han llegado a desmentir las únicas cualidades dignas de confianza que los enfermos les suponen y se han constituido y vulgares servidores del martirio especulativo de los animales, al declarar que si se suprimiesen los ejercicios de disección que los estudiantes realizan sobre animales vivos, el doctor-médico no podría ya curar a sus enfermos en un futuro próximo.
Felizmente, los informes que hemos recogido sobre lo que hay de justo y verdadero a este respecto son tan perfectamente edificantes que la cobardía de estos señores no conseguiría nunca entusiasmarnos por esta tortura que ellos recomiendan con filantropía, sino que, por el contrario, nos sentimos inclinados a no confiar más nuestra salud y nuestra existencia a un médico que toma de ello enseñanza, pues lo consideramos como un hombre incapaz de sentir piedad y que hace trampas en su oficio.
Aclarada de manera tan instructiva la horrorosa chapucería de esta “ciencia “ que se recomienda sea extraordinariamente respetada y puesta bajo la poderosa protección del “gran público” y sobre todo de nuestros ministros y consejeros del príncipe, como han recomendado recientemente varios doctores-médicos en sus tratados destacables sobre todo por su elegante alemán, podemos esperar con derecho, que el espectro de la “utilidad” de la vivisección no vendrá a importunarnos en nuestros ulteriores esfuerzos; nos importará únicamente en adelante cultivar en nosotros con energía, la “religión de la piedad”; a pesar de aquellos que sigan fieles al dogma de la “utilidad”. Desgraciadamente, la forma que acabamos de adoptar de considerar las cosas humanas, nos ha enseñado que la piedad estaba borrada de la legislación de nuestra sociedad; pues hemos visto a nuestras instituciones médicas, bajo el pretexto de ocuparse del hombre, llegar incluso a transformarse en escuelas de brutalidad -en nombre de la “ciencia”-; ésta, un día, se desviará naturalmente de los animales contra el hombre que carecerá ya de protección contra estas experiencias.
Guiados por esta irresistible sublevación que nos inspiran los terribles sufrimientos causados voluntariamente a los animales, ¿encontraremos el camino que conduce al único reino redentor que es la piedad experimentada por todo aquel que vive, como en un paraíso pérdido y conscientemente reconquistado?
Cuando la sabiduría humana comprendió un día que el animal y el hombre se hallan animados por el mismo soplo, parecía ya demasiado tarde para desviar la maldición que habíamos atraído sobre nuestras cabezas, colocándonos al nivel de bestias feroces que consumen alimento animal: enfermedades y miserias de todo tipo a las que no veíamos expuestos a los hombres que vivían únicamente a base de vegetales. El reconocimiento que de ello hemos adquirido nos hizo comprender la profunda culpabilidad de nuestra existencia terrestre: decidió a aquéllos que se convencieron de ello a renunciar a todo lo que excita las pasiones y a abstenerse de todo alimento animal. Es a estos sabios a quienes se les desveló el misterio del mundo como un incesante movimiento de desgarramiento que no podía ser rescatado para volver a la unidad sana y tranquila mas que por medio de la piedad.
Únicamente la piedad que sentía por todo ser que respira libertó al sabio de la incesante metamorfosis de todas las dolorosas existencias por las que debe pasar hasta llegar a la redención definitiva. Por esto es por lo que compadecía al hombre sin piedad para con su sufrimiento, y compadecía más profundamente todavía al animal al que veía sufrir, por saberle incapaz de ser rescatado por la piedad. Este sabio reconoció que el ser dotado de razón ha alcanzado la felicidad suprema mediante sufrimientos voluntarios que, por lo tanto, busca con extremo celo y soporta con pasión, mientras que el animal no espera el sufrimiento absoluto, que le resulta tan inútil, más que con la terrible ansiedad y una horrible repugnancia. Y todavía más digno de compasión les parecía a estos sabios el hombre que podía atormentar voluntanamnente a un animal y permanecer insensible a sus sufrimientos, pues sabía que ése se hallaba todavía más lejos de la redención que el mismo animal: éste, en comparación, debía aparecérsele inocente como un santo.
Algunos pueblos, expulsados hacia climas más rudos, viéndose reducidos a la alimentación animal para conservar su existencia, han mantenido hasta épocas recientes la conciencia de que el animal no les pertenece a ellos, sino a una divinidad. Sabían que matando o derribando un animal se convertían en culpables de un crimen del que debían pedir permiso a Dios; le inmolaban el animal y le ofrecían, en acción de gracias, las partes más nobles de la presa. Lo que aquí había sido un sentimiento religioso sobrevivió, después de la decadencia de las religiones, en algunas filosofías más recientes, como pensamiento rebosante de humanidad. Léase el hermoso tratado de Plutarco “Sobre la inteligencia de los animales terrestres y acuáticos”. Con sensibilidad se considerarán entonces como ignominiosas las ideas de nuestros sabios y sus iguales.
Hasta aquí , pero no más allá ¡ay!, podemos seguir las huellas de esta piedad, fundada en la religión, que nuestros antepasados humanos sentían por los animales, y parece que el progreso de la civilización, al convertir al hombre indiferente “al Dios”, le haya transformado en animal feroz; en efecto, hemos visto un César romano, revestido con piel de animal, remedar en público a un animal feroz.
Un Ser divino sin mácula se cargó sobre sí la suma enorme de pecados de toda esta existencia a la que rescató mediante su dolorosa muerte. Es gracias a esta muerte expiatoria, a lo que todo ser que vive y respira puede saberse rescatado, con tal de que la haya comprendido y tomado como ejemplo para imitarla. Eso es lo que hicieron los mártires y santos que se sintieron irresistiblemente arrastrados al sufrimiento voluntario sumergiéndose en la fuente de la piedad hasta la destrucción de toda mentira en el mundo. Hay leyendas que nos cuentan que los animales se aficionaron con familiaridad a estos santos, quizás no únicamente por la protección que estos les aseguraban, sino porque además se sentían atraídos por el poderoso móvil de la compasión que de ahí se podía deducir: es que podrían lamer sus heridas y encontrarían quizás una mano afectuosa y protectora. En estas leyendas, como, por ejemplo, la de la cierva de Santa Genoveva, y tantas otras parecidas, existe probablemente un sentido que sobrepasa al Antiguo Testamento.
Ahora bien, estas leyentas han desaparecido. El Antiguo Testamento es hoy vencedor y el animal feroz se ha convertido en el animal “que calcula”. Nuestro credo reza: El animal es útil, sobre todo cuando se nos somete fiándose de nuestra protección. Hagamos pues de él lo que nos parezca mejor en provecho de los hombres. Tenemos derecho a torturar mil perros fieles durante largos días si de ese modo ayudamos a un hombre a gozar del bienestar “canibalesco” de “quinientos cerdos”.
El horror causado por las consecuencias de esta máxima no pudo encontrar su verdadera expresión más que cuando se nos instruyó más claramente sobre los abusos de la tortura científica de los animales y nos vimos obligados finalmente a preguntar cómo, no hallándose instruida en los dogmas de nuestra Iglesia, nuestra actitud con respecto a los animales podía ser considerada como moral y tranquilizadora de la conciencia. La sabiduría de los Brahmanes, la misma de todos los pueblos paganos civilizados, nosotros la hemos perdido: al desconocer su conducta con relación a los animales, tenemos ante nosotros un mundo convertido en animal en el peor sentido de la palabra, (un mundo convertido) en algo infernal. No existe ni una sola verdad que, incluso aunque seamos capaces de penetrar en ella, no seamos capaces de esconder con el pretexto de nuestro egoísmo y de nuestro interés personal: en eso consiste nuestra civilización. Pero, esta vez, parece que la medida, colmada, se desborda y que pueda abrirse paso una consecuencia favorable del pesimismo activo, en el sentido del “benéfico” Mefistófeles.
Totalmente aparte, pero casi al mismo tiempo en que se manifestaban estas torturas practicadas en los animales al pretendido servicio de la ciencia, un amigo de los animales, hombre de ciencia, nos reveló, tras leales investigaciones, tras atentas lecciones y comparaciones verdaderamente científicas, las enseñanzas de una ciencia primitiva desaparecida, según la cual es el mismo soplo el que anima la vida de los animales y la nuestra, más aún, que indudablemente descendemos de los animales. Esta constatación podría enseñarnos de la manera más segura, según el espíritu de nuestro siglo sin fe, a señalar con precisión infalible nuestras relaciones con los animales y, quizás, sería ésta la única forma de que alcanzásemos la verdadera religión, la del amor a la humanidad, que el Salvador nos enseñó y afirmó con su ejemplo.
Acabamos de explicar lo que nos hace a nosotros, esclavos de la civilización, tan incomparablemente difícil la práctica de esta doctrina. Como, hasta el momento, hemos empleado a los animales no solamente para alimentarnos y servirnos, sino también para conocer, mediante los sufrimientos que les provocamos artificialmente, las enfermedades que nosotros mismos podríamos sufrir cuando nuestro cuerpo se corrompe por una vida no conforme con la naturaleza, por toda suerte de excesos y vicios, deberíamos en adelante utilizarlos en nuestra educación para purificar nuestra moralidad y hasta, tras buenos informes, como testimonios indiscutibles de la sinceridad de la naturaleza.
Nuestro amigo Plutarco nos ha dado ya un ejemplo de ello. Tuvo el atrevimiento de inventar un diálogo entre Ulises y sus compañeros, que Circe había convertido en bestias, en el que se niegan a volver a ser metamorfoseados en hombres, alegando razones de lo más persuasivas. Quien haya leído con atención este curioso diálogo, encontrará bastantes dificultades exhortando a los hombres que nuestra civilización ha transformado en brutos a recuperar su verdadera dignidad humana. No se puede esperar un verdadero éxito más que si el hombre vuelve a tomar conciencia, gracias al animal, de su naturaleza noble, su sufrimiento y su muerte nos proporcionarían la medida de la dignidad superior del hombre, que es capaz de concebir el sufrimiento como lección eficaz y la muerte como expiación que transfigura, mientras que el animal sufre y muere sin provecho alguno para sí mismo.
Despreciamos al hombre que no soporta con resignación los males que le atacan y que tiembla con insensata angustia ante la muerte: y es precisamente por esta razón por la que los fisiólogos realizan vivsecciones de animales, por la que les inoculan venenos que este hombre ha creado a consecuencia de sus vicios y prolongan artificialmente sus dolores para enterarse de cuanto tiempo podrían evitar a este miserable la angustia suprema. ¿Quién vería una idea moral en esta enfermedad o en este remedio? ¿Se acudiría en ayuda, con los mismos procedimientos científicos, de un pobre obrero que sufriese hambre, privaciones y agotamiento? Sabemos que es precisamente ese, que - ¡felizmente!- no se aferra a la vida y la abandona de bastante buen grado, quien sirve a menudo para las experiencias más interesantes para hacer reconocer objetivamente problemas fisiológicos. De suerte que, con su misma muerte, el pobre presta igual servicio al rico, que en vida al trabajar el yeso a costa de su salud para ofrecerle un nuevo apartamento.
Esto es, sin embargo, lo que el pobre hace con estúpida inconsciencia. Se podría suponer, por el contrario, que el animal se dejaría torturar y atormentar por su dueño a sabiendas y de buen grado, si se le pudiese hacer comprender que está en juego la salud del hombre, su amigo. Esto no es mucho decir; se puede percibir esto si observamos que los perros, caballos y casi todos los animales domésticos y domados no llegan a ser adiestrados más que cuando comprenden que trabajos les pedimos. Desde el momento en que lo comprenden, los ejecutan siempre de buen grado. Las personas brutas o imbéciles, por el contrario, creen que es necesario manifestarles su voluntad mediante castigos cuya intención el animal no comprende y que interpreta mal. Y esto, como consecuencia, engendra nuevos malos tratos que quizás serían útiles si le fuesen aplicados al dueño que conoce el significado del castigo. Sin embargo, no disminuyen el amor y la fidelidad que el animal, tratado de manera tan insensata, testimonia a su verdugo. Un perro, hasta en medio de los dolores más violentos, puede ser acariciado por su amo. Los estudios de los vivisectores nos lo han enseñado: en interés de la humanidad deberíamos buscar mejor de lo que se ha hecho hasta el momento qué opiniones sobre el animal se podrían sacar de estas experiencias. Obtendríamos un beneficio meditando sobre lo que ya sabíamos de los animales y las enseñanzas que todavía podríamos sacar.
El hombre no era superior a los animales, que nos enseñan todas estas artes mediante las cuales les hemos cogido y sometido a ellos mismos, más que por el fingimiento y la astucia pero no por el valor ni la bravura; pues el animal lucha hasta que acaba por sucumbir, indiferente a las heridas y a la muerte. “No sabe ni suplicar, ni pedir gracia, ni aceptar su derrota”. Sería un error querer basar la dignidad humana en el orgullo humano, contra el de los animales, y no podemos explicar más que por nuestro mejor arte del disimulo. Nos vanagloriamos de este arte. Lo denominamos “razón” y creemos poder distinguirnos orgullosamente del animal gracias a este arte, por ser capaz, entre otras cosas, de hacernos parecidos a Dios. A lo que Mefistófeles da su propia opinión cuando encuentra que el hombre no emplea su razón “más que para convertirse en más bruto que cualquier animal”.
El animal, en su gran sinceridad e ingenuidad, no sabe valorar cuan moralmente despreciable es este arte mediante el cual le hemos sometido; reconoce en él, en todo caso, algo demoníaco y le obedece por temor. Ahora bien, si el hombre que manda ejerce la clemencia y una bondad amable con relación al animal, convertido en adelante en tímido, podemos suponer que reconoce en su dueño algo de divino y que honra y ama tan fuertemente este rasgo divino que dedica exclusivamente a su servicio sus virtudes naturales de valor, fiel hasta la más dolorosa muerte. Del mismo modo que el santo se siente empujado irresistiblemente a testimoniar su fe en Dios mediante las torturas y la muerte, igualmente, el animal se halla inclinado a testimoniar el amor a su amo a quien venera como a un Dios. Un único lazo, que el santo ya había podido romper, une al animal, pues no puede dejar de ser sincero con la naturaleza: la piedad hacia sus pequeños. Pero ante los obstáculos que de aquí se suceden, sabe tomar una decisión. Un viajero abandonó a su perra que le acompañaba, y que acababa de parir, en la cuadra de una posada y regresó solo a su casa, a tres horas del lugar. A la mañana siguiente encontró, sobre la paja de su patio, a los cuatro cachorros y a la madre muerta junto a ellos. Había realizadoel camino, lleno de ansiedad e impaciencia, llevando cada vez a uno de sus pequeños. No fue hasta el momento que hubo colocado el último en casa de su amo cuando no hallándose ya obligada a dejarlo, se abandonó en manos de una muerte retrasada por el dolor.
He aquí lo que el ciudadano “libre” de nuestra civilización denomina “fidelidad de perro”, subrayando con desprecio la palabra “perro”. ¿Y no tomaríamos ejemplo del animal, del que somos sus amos, ejemplo que nos edifica y nos conmueve, en un mundo en que el respeto ha desaparecido totalmente o, en donde si todavía existe, no constituye más que un fingimiento hipócrita? Cuando, entre los hombres, encontramos una fidelidad consagrada hasta la muerte, deberíamos reconocer a partir de este momento un noble lazo de parentesco con el mundo animal y ello no debería humillarnos; pues muchas razones demuestran que esta virtud es practicada por los animales más puramente, más divinamente que por los hombres. El hombre, en efecto, es capaz de reconocer en el sufrimiento y en la muerte, abstracción hecha de su valor reconocido por el mundo, una expiación que le hace feliz, mientras que el animal, sin considerar mediante razonamiento una eventual ventaja moral, se sacrifica entera y puramente por amor y fidelidad (aunque nuestros fisiólogos se encargan de explicarnos esto como un simple proceso químico de ciertas sustancias elementales).
A estos simios que, en la angustia de su impostura trepan al árbol de la ciencia, se les debería recomendar en todo caso que examinasen no el interior de un animal vivo sino, más bien, que mirasen en sus ojos con un poco de tranquilidad de reflexión. Allí quizás, vería el hombre de ciencia, expresado por primera vez, lo más digno que existe para los humanos: la sinceridad, la imposibilidad de la mentira, y entonces, mirando más de cerca, le hablaría de la sublime tristeza que la naturaleza siente por el orgullo lastimoso y falible del sabio: porque, cuando realiza una broma científica, el animal se toma la cosa en serio.
Que el sabio desvíe su mirada primero hacia su prójimo que, nacido en la indigencia absoluta, sufre verdaderamente, deteriorado desde su más tierna infancia por trabajos excesivos que han arruinado su salud, muriendo prematuramente por mala alimentación y tratamientos inhumanos de todo tipo, hacia este prójimo que le considera con aire inquieto, con sumisión estúpida. Quizás entonces se confesará a sí mismo que ese es en todo caso y con toda certeza un hombre como él. Esto constituiría un resultado. Pero si no podéis imitar al animal compasivo que, de todo corazón, comparte el hambre de su amo, intentad sobrepasarle ayudando a vuestro prójimo habriento a procurarse el alimento necesario, lo que os resultaría fácil sujetándole al mismo régimen que al rico y dando ese exceso de alimento que hace que caiga enfermo a quien permitiría convertir en persona sana. Y para ello no serán en absoluto necesarios manjares suculentos como las alondras que se encuentran mejor en el aire que en vuestro estómago. Pero para ello sería necesario que vuestro arte fuese suficiente. Ahora bien, no habéis aprendido más que artes inútiles.
Unos derechos a la entrega de una herencia considerable dependían de la muerte, diferida hasta cierta fecha, de un señor húngaro moribundo: los interesados pagaron enormes honorarios a los médicos para prologar su vida hasta el día fijado; se llamó a los médicos, allí existía algo interesante para la “ciencia “ ¡Dios sabe cuantas sangrías y envenenamientos realizaron! Fue un éxito. Recibimos la herencia y se remuneró brillantemente a la ciencia. Con seguridad podemos pensar que tanta ciencia nunca sería empleada en beneficio de nuestros pobres obreros. Pero quizás resultaría alguna cosa más: un profundo examen de nuestro interior.
El horror que todo el mundo experimenta sin duda hacia los peores tratamientos imaginables, aplicados a los animales, en pretendido beneficio de nuestra salud - ¡y ésta sería la peor cosa que podríamos poseer en un mundo sin corazón-, (este horror) ¿no provocaría por si solo este examen, o bien sería necesario empezar por demostrarnos que esta utilidad es falsa, cuando no engañosa, y que se trataba en realidad de una vanidad de virtuoso o de la satisfacción de una curiosidad estúpida? ¿Esperaríamos que la vivisección humana realizase nuevos sacrificios en favor de la “utilidad”? ¿No es necesario que el interés del Estado tenga más valor para nosotros que el del individuo?
Un Visconti, duque de Milán, estableció una pena contra los grandes criminales de Estado que fijaba en cuarenta días la duración de las torturas mortales del delincuente. Este hombre parece haber reglamentado por adelantado los estudios de nuestros fisiólogos; estos saben prolongar los tormentos de un animal capaz de soportarlos físicamente a cuarenta días en los casos más favorables, pero menos como antiguamente por crueldad calculada que por economía. El edicto de Visconti fue ratificado por el Estado y la Iglesia, pues nadie se sublevó contra él; sólo los que no consideraban estos terribles tormentos como el caso peor, se vieron motivados a luchar contra el Estado en la persona de monseñor el duque.
Que el Estado moderno se ponga en el lugar de estos “criminales de Estado” y que eche a los señores vivísectores, deshonor de la humanidad, a la puerta de sus laboratorios. ¿Dejaríamos de nuevo esta labor a los “enemigos del Estado”, considerando como tales, según la más reciente legislación, a los llamados “socialistas “? En efecto, sabemos que -mientras el Estado y la Iglesia se devanan los sesos para decidir si deben ocuparse de nuestras reivindicaciones y si no hay que temer, por otra parte, la cólera de la “ciencia” ofendida- la violenta invasión de uno de estos laboratorios de vivisección, producida en Leipzig, así como el rápido aniquilamiento de los animales despedazados extendidos, conservados durante semanas de martirio y una buena tunda administrada al guardián que vigilaba estas horribles salas de tortura han sido considerados como atentado brutal contra el derecho a la propiedad y atribuidos a subversivas intrigas socialistas.
¿Quién no se convertiría en socialista al ver que nuestro esfuerzo contra la perpetuación de la vivisección y la petición de su abolición son rechazados por el Estado y por el Imperio?
Pero no se trataría más que de una abolición absoluta, no de una “restricción tan extendida como sea posible” bajo el “control del Estado”, pues no podría tratarse de hecho el control del Estado más que de la presencia de un gendarme especialmente calificado en toda conferencia fisiológica de los señores profesores ante sus “espectadores”.
Nuestra conclusión, desde el punto de vista de la DIGNIDAD HUMANA, es que ésta no se manifieste más que.allí donde el hombre puede diferenciarse del animal por la piedad que sentiría por el animal mismo, pues podemos aprender del animal la piedad con relación al hombre, desde el momento en que se trata al animal razonablemente y con humanidad.
Si esta conclusión hiciese que se riesen de nosotros y si nuestros intelectuales nacionalistas nos rechazasen, si la vivisección continuase prosperando en público y en privado, deberíamos por lo menos un beneficio a sus defensores: el que, incluso como hombres, abandonaríamos fácilmente y de buen grado este mundo en donde “un perro no podría seguir viviendo por más tiempo” incluso aunque no se nos debiese interpretar un requiem alemán
ii.


NOTAS

i Se refiere a Arthur Schopenhauer.
ii Alusión a Un réquiem alemán de Johannes Brahms.

http://archivowagner.info/201.html

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