sábado, agosto 25, 2007

RECUERDOS DE MI VIDA

Recuerdos de mi vida
Por Richard Wagner

1. RECUERDOS DE MI VIDA
(1813-1842)
Me llamo Guillermo Richard Wagner, y nací en Leipzig el 22 de Mayo de 1813. Mi padre, del registro de la policía, murió seis meses después de mi nacimiento. Mi padrastro, Luis Geyer, que era actor y pintor, escribió también algunas comedias, entre las cuales alcanzó éxito La degollación de los Inocentes. Nos retiramos á Dresde con él. Quería hacerme pintor, pero yo era torpe para el dibujo.. Mi padre político murió también pronto, dejándome en edad de siete años. Poco antes de su muerte había aprendido á tocar al piano Sé siempre fiel y leal y La corona virginal, en toda su frescura á la sazón; el día antes de morir tuve que tocar las dos piezas en la habitación contigua; entonces le oí decir á mi madre con voz débil: «¿Tendrá quizá disposiciones para la música?» Al día siguiente, de madrugada, cuando ya había muerto, entró nuestra madre en el cuarto de los niños, dijo algunas palabras á cada uno, y á mí me dirigió estas: « El quería hacer algo de tí. » Tengo una reminiscencia de haber fantaseado durante mucho tiempo que yo haría alguna cosa.
A los nueve años entré en la Kreuzschule de Dresde para seguir mis estudios; no se pensaba en nada de música; dos de mis hermanas aprendían á tocar bien el piano y yo las escuchaba, sin recibir por mi parte instrucción instrumental. Nada me gustaba tanto como el Freischütz; muchas veces veía pasar á Weber por delante de nuestra casa, cuando volvía de los ensayos; siempre lo contemplaba con un respeto religioso Un pasante que iba á mi domicilio á explicarme Cornelio Nepote, tuvo que acabar por darme también lecciones de piano: apenas pasé de los primeros ejercicios de los dedos, aprendí por mi cuenta, secretamente y sin papel, la overtura del Freischütz; un día me oyó mi profesor y dijo que no se podría sacar partido de mí. Tenía razón: en la vida he aprendido á tocar el piano.
En aquella época no tocaba todavía más que para mi; mi fuerte eran las Overturas, y las ejecutaba con las digitaciones más espantosas. Me era imposible hacer bien una escala, así que las tomé una gran aversión. De Mozart no me gustaba más que la overtura de la Flauta mágica; Don Juan no era de mi agrado por estar escrito sobre un texto italiano, que además me parecía muy insulso.
Pero esas ocupaciones musicales eran muy accesorias; lo esencial eran el griego, el latín, la mitología y la historia antigua. También hacia versos. Habiendo muerto un condiscípulo, los maestros nos impusieron la tarea de escribir una poesía sobre su muerte; la mejor debía imprimirse... Fué la mía, pero antes necesité despojarla de su excesiva ampulosidad. Tenía once años en aquel tiempo. Entonces quise ser poeta: emborroné dramas según el tipo griego, impulsado por el conocimiento que tenía de las trajedias de Apel, Plydos, Los Etolios, etc.; en el colegio pasaba por una cabeza fuerte en literatura en la clase de tercera ya había traducido los doce primeros libros de la Odisea. Un día me puse también á aprender el inglés, aunque, á decir verdad, sólo por conocer á Shakespeare á fondo: traduje, imitando el metro, el monólogo de Romeo. No tardé en abandonar el inglés, pero Shakespeare siguió siendo mi modelo. Proyecté un gran drama, que venia á ser una mezcla de Hamlet y el Rey Lear el plan era sumamente grandioso: en el curso de la acción morían cuarenta y dos personajes; pero al poner manos á la obra tuve que hacer reaparecer á la mayoría bajo forma de fantasmas, porque de otro modo no quedaba ya nadie en los últimos actos.
Ese drama me ocupó dos años. En esto salí de Dresde y de la Kreuzschule, y fui á Leipzig. Aquí me pusieron en tercera en el colegio Nicolai, cuando en Dresde me había sentado ya en los bancos de la clase de segunda; tanto me exasperó esa circunstancia que se apagaron todos mis ardores por los estudios filológicos. Me volví perezoso y abandonado; sólo tomaba á pechos mi gran drama. Mientras lo concluía conocí por primera vez la música de Beethoven en los conciertos del Gewandhaus de Leipzig: su impresión sobre mí fué omnipotente. Me familiarizé también con Mozart, sobre todo con su Requiem. La música escrita por Beethoven para Egmont, me entusiasmó en tales términos, que por nada del mundo me hubiera resignado á dar á luz mi drama, ya concluido, sino provisto de una música de ese género. Sin más reflexión, me creí capaz de escribir yo mismo esa música tan indispensable; sin embargo, me pareció oportuno ponerme al corriente ante todo de algunas reglas esenciales de armonía y composición. A fin de hacer las cosas al vuelo, pedí prestado por ocho días el método de Logier ,y lo estudié febrilmente. Pero ese estudio no dió frutos tan rápidos como yo pensaba; las diffcultades que ofrecía me estimularon é interesaron: resolví hacerme músico.
En el ínterin, mi familia había descubierto el gran drama con profundo disgusto, porque fué patente que por él había descuidado mis estudios clásicos; en consecuencia, se me obligó con más rigor á proseguirlos de una manera asidua. En tales circunstancias, guardé para mí la íntima convicción que había adquirido de mi vocación musical, pero no sin componer en el mayor secreto una sonata, un cuarteto y un aria. Cuando comprendí que iba bastante adelantado en mis estudios personales de música, me atreví á revelarlos. Como es natural, encóntré una oposición enérgica, porque los míos no podían mirar mi afición á la música sino como un simple capricho, máxime no estando justificada por ningún estudio previo ni por ningún mediano dominio de algún instrumento.
Tenía entonces diez y seis años, y me inclinaba al misticismo más extravagante, á consecuencia, sobre todo, de la lectura de Hoffmann: durante el día tenía visiones en una especie de semisueño, en las cuales se me aparecían en persona la tónica, la tercera y la quinta, desvelándome su importante significación: las notas que escribía entonces eran un tejido de absurdos. La familia me puso al fin un buen maestro: el pobre hombre lo pasó bien mal conmigo; tuvo que explicarme que lo que yo tomaba por seres sobrenaturales y potencias extrañas eran intervalos y acordes. ¿Qué podía haber más desconsolador para los míos sino saber que seguía ese mismo estudio con negligencia é irregularidad? Mi profesor meneaba la cabeza, y las cosas marchaban al parecer como si tampoco fuese posible sacar nada bueno de mí en aquella materia. Cada vez era menor mi afición al estudio; prefería componer overturas á toda orquesta, una de las cuales se ejecutó un día en el teatro de Leipzig. Esa overtura fué el punto culminante de mis absurdos; para facilitar la inteligencia de la partitura tuve la ocurrencia de escribirla con tres tintas diferentes; la cuerda en rojo, la madera en verde y el metal en negro. La novena sinfonía de Beethoven parecería una sonata de Pleyel al lado de aquella overtura de pasmosas combinaciones. Lo que más me perjudicó en la ejecución fué un redoble fortíssimo de timbales, que se reproducía invariablemente cada cuatro compases durante toda la pieza: la sorpresa que empezó por experimentar el público ante la obstinación del timbalero, se trocó en un mal humor no disimulado, y después en una hilaridad que me afligió mucho. Esa primera éjecución de una obra mía me déjó bajo el peso de una impresión profunda.
Entonces vino la revolución de Julio, y héme aquí convertido de pronto en revolucionario, y convencido de que todo hombre, por poco ambicioso que fuera, no debía ocuparse de nada más que de política. No disfrutaba sino en compañía de escritores políticos, y me puse á escribir también una overtura sobre un tema político. En esas circunstancias abandoné el colegio, y entré en la Universidad, no para consagrarme á Facultad ninguna (porque seguían destinándome á la música), sino para seguir los cursos de estética y filosofía. Saqué lo menos que cabía de esa ocasión de instruirme; en cambio me entregué á todos los extravíos de la vida de estudiante, y lo hice, á decir verdad, con tanto aturdimiento y tan poco recato, que no tardé en encontrarme pesaroso. En esa época dí mucho que sentir á mi familia; había dejado á un lado casi enteramente la música. Pero pronto volví á la razón; experimenté la necesidad de emprender de nuevo ese estudio con sujeción á un método rigoroso, y la providencia me deparó el hombre que necesitaba para inspirarme un nuevo entusiasmo é ilustrarme con la más profunda enseñanza.
Ese hombre era Teodoro Weinlig, cantor de la Thomasschule de Leipzig. Ya me había ejercitado en la fuga; pero sólo con él empecé el estudio profundo del contrapunto, estudio que él sabía hacer atractivo como un juego. Hasta esa época no aprendí á conocer y gustar profundamente á Mozart. Compuse una sonata, desprendiéndome de toda hinchazón y abandonándome á un impulso natural y espontáneo. Ese trabajo, sumamente sencillo y modesto, se grabó y publicó en casa de Breitkopf y Haertel. En menos de seis meses terminé mis estudios con Weinlig; él mismo me dispensó dé continuar, después de haberme puesto en estado de resolver fácilmente los problemas más difíciles del contrapunto. « Lo que ha ganado V. -me dijo- con este árido estudio, es la independencia. » Durante esos mismos seis meses compuse también una overtura por el estilo de las de Beethoven, que entonces comprendía un poco mejor; esa pieza, tocada en uno de los conciertos del Gewandhaus de Leipzig, obtuvo una acogida simpática. Después de otros varios trabajos, me puse á escribir una sinfonía: á mi modelo principal, Beethoven, vino a unirse Mozart, sobre todo con su gran sinfonía en do mayor. Mi objetivo, al lado de algunas extrañas aberraciones, eran la claridad y el vigor. Terminada la sinfonía, me puse en camino para Viena durante el estío de 1832, sin más objeto que conocer rápidamente esa ciudad musical, tan alabada en otros días. Lo que allí ví y oí me edificó poco; por todas partes me perseguían Zampa y pots-pourris de Strauss sobre Zampa, dos cosas abominables para mí, sobre todo entonces. En desquite, me detuve algún tiempo en Praga, donde conocí á Dionisio Weber y á Tomaschek; el primero hizo tocar en el Conservatorio varias de mis composiciones, y entre ellas la sinfonía. También escribí en esa ciudad un poema de ópera en el género trágico: La boda. Ya no recuerdo de dónde saqué ese asunto de la Edad Media: un hombre, ciego de amor, escala la ventana de la cámara nupcial, donde la desposada de un amigo suyo espera á su esposo; la novia lucha con el insensato y lo lanza á la calle, donde entrega el alma; en el oficio mortuorio la desposada cae exánime sobre el cadáver, lanzando un grito. De vuelta en Leipzig, compuse en seguida el primer número de esa ópera; había un gran sexteto, que era las delicias de Weinlig. A mi hermano no le gustó el libreto, y lo destruí sin dejar rastro. En 1833 se ejecutó mi sinfonía en los conciertos del Gewandhaus, mereciendo una acogida muy lisonjera. Entonces conocí á Laube.
Con objeto de ver á uno de mis hermanos, me trasladé á Würzburgo, donde permanecí todo el año 1833; mi hermano, en su calidad de cantante experto, tenía para mí alguna importancia. Aquel año compuse una Ópera romántica en tres actos, Las Hadas, cuyo libro saqué yo mismo de la Mujer serpiente de Gozzi. Beethoven y Weber eran mis modelos: en las piezas de conjunto había salido bien más de una cosa; el final del segundo acto, sobre todo, parecía destinado á producir gran efecto. Lo que di á conocer de esa ópera en los conciertos de Würzburgo agradó. Animado de las mejores esperanzas á propósito de mi obra, volví á Leipzig á principios de 1834, y la presenté al director del teatro de esa ciudad. A pesar de sus buenos deseos de favorecerme, declarados desde un principio, no tardé en convencerme de una cosa que hoy día tiene ocasión de saber todo compositor alemán: á consecuencia del éxito de los autores franceses é italianos hemos perdido todo crédito en nuestra escena, y necesitamos mendigar como un favor la ejecución de nuestras óperas. La de mis Hadas se eternizó. Durante ese tiempo oí cantar á la Devrient el Romeo y Julieta de Bellini, y me asombre de ver una interpretación tan extraordinaria de una música tan completamente insignificante. Llegué á dudar sobre la elección de los medios que pueden conducir á los grandes éxitos: estaba muy lejos de conceder á Bellini un gran valor; pero, á pesar de todo, los elementos de su música me parecían más apropiados para difundir calor y vida que la penosa y laboriosa conciencia con que apenas conseguimos nosotros, los alemanes, producir un trasunto de verdad atormentada. El arte desmazalado y sin carácter de la Italia actual, de igual suerte que el espíritu frívolo y ligero de la Francia contemporánea, obligaban, en mi sentir, á los graves y concienzudos alemanes á hacerse dueños de los procedimientos más felices y perfeccionados de sus rivales, á fin de llegar á sobrepujarlos en la producción de verdaderas obras artísticas.
Tenía yo entonces veintiun años; estaba dispuesto á gozar de la vida y á recrearme en el espectáculo de las cosas; Ardinghello y La joven Europa me trastornaban la cabeza: Alemania no me parecía más que una ínfima porción del mundo. Había salido del misticismo abstracto, y empezaba á gustar la realidad. La belleza de la materia, el talento y el genio eran para mí cosas magníficas; en lo concerniente á mi arte todo eso lo encontraba en los italianos y los franceses. Renuncié á mi modelo, á Beethoven; su última sinfonía, conclusión de una gran época artística, me parecía la clave de una bóveda sobre la cual nadie podía elevarse, y á cuyo abrigo era imposible obtener la independencia. Es lo que, á mi juicio, había comprendido Mendelssohn, cuando dejando á un lado la gran forma de la sinfonía beethoviana, se hizo notar por composiciones orquestales más restringidas; yo estimaba que, al empezar por una forma más restringida y enteramente independiente, quería crearse á sí mismo una más grande.
Todo lo que me rodeaba me parecía en fermentación, y dejarme ganar por esa fermentación era ámis ojos la cosa más natural del mundo. En un hermoso viaje de verano á las aguas de Bohemia bosquejé el plan de una nueva ópera, Prohibición de amar, cuyo asunto tomé del drama de Shakespeare Medida por medida, con la sola diferencia de que yo suprimí su tono serio predominante, y lo ajusté tan bien al tipo de la Joven Europa, que la libre y franca sensualidad dominaba por su sola virtud al hipócrita puritanismo.
En ese mismo estío de 1834, acepté la plaza de Musik-director en el teatro de Magdeburgo. La aplicación práctica de mis conocimientos musicales en las funciones de director de orquesta me causó un vivo placer; las relaciones con los cantantes entre bastidores y en las tablas respondían por completo á mi afán de variedad de distracciones. Había empezado la composición de mi Prohibición de amar. Ejecuté en un concierto la overtura de mis Hadas, y agradó mucho. Yo, sin embargo, me disgusté de esa ópera, y no pudiendo, sobre todo, atender personalmente á mis intereses en Leipzig, resolví no preocuparme más de la obra, lo que equivalía á renunciar á ella. Con ocasión de un festival para celebrar el Año nuevo de 1835, compuse á la ligera una música que interesó generalmente. Tales éxitos, fácilmente obtenidos, me confirmaban en la opinión de que, para agradar, no había que andar con muchos escrúpulos en la elección de los medios. Con este sentido continué la composición de mi Prohibición de amar; no me tomé el menor trabajo por evitar las reminiscencias francesas é italianas. Interrumpida mi tarea durante algún tiempo, la reanudé en el invierno de 1835 á 1836, y la acabé poco antes de dispersarse la compañía del teatro de Magdeburgo. No me quedaban ya más que doce días hasta la marcha de las primeras partes, y era preciso que en ese intervalo aprendiesen y representasen mi ópera. Con más aturdimiento que reflexión dejé pasar á la escena después de un estudio de diez días una ópera que contenía papeles muy fuertes; fiaba en el apuntador y en mi batuta. A pesar de eso, no pude impedir que los cantantes apenas supiesen á medias sus papeles. La representación fué como un sueño para todo el mundo; nadie pudo formarse idea; lo que salió medianamente no dejó de aplaudirse, sin embargo. La segunda representación no pudo llevarse á efecto por diversos motivos.
Durante ese tiempo llamaron á mi puerta los rigores de la vida: la rápida toma de posesión de mi independencia exterior me había impulsado á toda clase de locuras, y me veía en la situación económica más apurada y acribillado de deudas. Pensé recurrir á cualquier medio excepcional para no caer en los baches de la miseria. Sin la menor esperanza me fui á Berlín, y presenté mi Prohibición de amar al director del teatro Real municipal. Acogido al pronto con las mejores promesas, acabé por convencerme, después de largas dilaciones, de que esas promesas no habían sido leales. Salí de Berlín en la situación más desastrosa, y me dirigí á Koenigsberg para solicitar la plaza de director de orquesta del teatro de esa ciudad, plaza que logré obtener mas tarde. También me casé allí durante el otoño de 1836, y, para decirlo todo, en una situación de las más azarosas. El año que pasé en Koenisberg en medio de las preocupaciones más mezquinas fué enteramente perdido para mi arte. No escribí más que una overtura: Rule Britannia.
Durante el verano de 1837 pasé una corta temporada en Dresde. Allí la lectura de la novela de Bulwer, Rienzi, vino á reanimar la idea que ya venía acariciando, de hacer del último tribuno romano el héroe de una gran ópera trágica. Me lo impidieron circunstancias exteriores adversas, y dejé de idear proyectos. Durante el otoño de ese mismo año fui á Riga como primer director de orquesta del teatro recien inaugurado bajo la dirección de Holtei. Allí encontré reunidos excelentes elementos para la ejecución dé la ópera, y empecé á emplearlos con gran ardor. Entonces fué cuando compuse para cada cantante varias piezas destinadas á intercalarse en óperas. Hice también el libro de una ópera cómica en dos actos, La afortunada familia de los osos, cuyo asunto tomé de un cuento de las Mil y una noches. Había ya compuesto dos números, cuando noté con disgusto que estaba escribiendo música á lo Adam; herida mi conciencia más íntima por ese descubrimiento, abandoné el trabajo horrorizado. El estudio y la dirección diaria de la música de Adam y de Bellini habían, pues, concluido por producir su efecto, y no tardaron en destruir el placer superficial que esa música me producía. La completa incapacidad del público de nuestras ciudades provinciales en lo tocante al primer juicio de una obra nueva (habituado como está á no ver más que obras ya apreciadas y acreditadas en el extranjero) me inspiró la resolución de no estrenar á ningún precio en teatros inferiores una obra de alguna importancia; así es que, sintiendo de nuevo la necesidad de emprender una obra de esa índole, renuncié completamente á su pronta y próxima ejecución; supuse que no faltaría en alguna parte un teatro de importancia que la representase un día, y me preocupé poco de saber cuándo y dónde. En esas disposiciones de ánimo concebí el proyecto de una gran ópera trágica en cinco actos: Rienzi, el último de los tribunos; el plan a priori era de tal magnitud que se hacía imposible presentar esa ópera, al menos por primera vez, en un teatro pequeño. Trabajé el asunto durante el verano de 1838, en cuya época hacía estudiar á nuestra compañía con mucho entusiasmo el José de Méhul.
Empecé en otoño la composición musical de mi Rienzi, decidido á ajustarme en absoluto al asunto y á no plegarme á ninguna otra cosa; no me propuse modelo, sino que me abandoné exclusivamente al sentimiento íntimo que entonces tenía de encontrarme ya bastante adelantado, para exigir del desarrollo de mis facultades artísticas algo original y huir de lo insignificante. Me era insoportable el pensamiento de ser trivial á sabiendas, así fuese en un solo compás. Seguí componiendo durante el invierno con tal entusiasmo, que en la primavera de 1839 había concluido los dos primeros actos. En aquel punto finalizaba mi compromiso con el director del teatro, y por circunstancias especiales no quería permanecer en Riga más tiempo. Hacia ya dos años que acariciaba el proyecto de ir a París, y con ese propósito había enviado á Scribe desde Koenigsberg el plan de un asunto de ópera para que lo desenvolviese, si le agradaba, y me procurase el encargo de escribir la ópera para París. Scribe no hizo ningún caso, naturalmente. Con todo, no renuncié á mis designios; lejos de eso, los reanudé activamente en el verano de 1839, y, por último, decidí á mi mujer á émbarcarse conmigo á bordo de un velero que debía llevarnos hasta Londres. Esa travesía será eternamente inolvidable para mí; duró tres semanas y media, y fué fecunda en accidentes. Tres veces tuvimos que sufrir las más violentas tempestades, y durante una, el capitán se vió obligado á refugiarse en un puerto noruego. El paso al través de las rompientes de las costas noruegas produjo en mi imaginación una impresión maravillosa. La leyenda de El holandés errante, tal y como volvía á oirla de boca de los marineros, revistió á mis ojos un color pronunciado, especial, que sólo pudierón prestarle mis propias aventuras.
Para reponemos de viaje tan fatigoso, nos detuvimos ocho días en Londres; nada me interesó tanto como la ciudad misma y las dos Cámaras; en los teatros no puse los pies. En Boulogne-Sur-Mer, donde estuve cuatro semanas, entré por primera vez en relaciones con Meyerbeer, y le di á conocer los dos actos concluidos de mi Rienzi; me prometió su apoyo en París de la manera más amistosa del mundo. Entré, pues, en París con muchas esperanzas y muy poco dinero. Tenía por toda recomendación las señas de Meyerbeer; éste pareció ocuparse, con las mayores muestras de atención, de todo lo que podía servir á mis fines, y yo me creía seguro de alcanzar á muy poco el objeto anhelado; pero quiso la mala suerte que, durante mi estancia en París, Meyerbeer se hallase fuera casi constantemente. Verdad es que, aun ausente, se propuso servirme, pero, según sus propias predicciones, simples cartas no podían dar resultado, tratándose de un asunto en que sólo podía tener eficacia una insistencia personal incesante. Entré en relaciones primeramente con el teatro del Renacimiento, que daba entonces á la vez dramas y óperas. La partitura de mi Prohibición de amar me pareció muy á propósito para ese teatro, y aun me decía que el asunto, en si es no es ligero, sería fácil de arreglar á la escena francesa. Estaba tan recomendado por Meyerbeer al director, que este último no podía menos de darme las seguridades más completas. Ofrecióseme, pues, para el arreglo del libro uno de los dramaturgos parisienses más fecundos, Dumersan. Tradujo tres trozos destinados á una audición, y con tal acierto, que mi música parecía adaptarse mejor á la nueva letra francesa que á los primitivos versos alemanes; la música misma era de la que comprenden con menos trabajo los franceses, y todo me prometía el éxito más satisfactorio, cuando, así las cosas, hizo quiebra el teatro del Renacimiento. Todos mis esfuerzos y todas mis esperanzas estaban en tierra. Durante ese mismo invierno de 1839 á 1840 compuse, además de una overtura para la primera parte del Fausto de Goëthe, varias melodías francesas, entre las cuales figuraba una traducción hecha por mí de Los dos granaderos de Enrique Heine. En cuanto á la posibilidad de una ejecución de mi Rienzi en París, nunca pensé en ella; preveía con certidumbre que necesitaría esperar, por lo menos, cinco ó seis años, aun en el caso más favorable, antes de poder dar cima á la empresa; la misma traducción de la ópera habría creado obstáculos insuperables.
Regresé, pues, en el estío de 1840, sin la menor esperanza por el momento; mis relaciones con Habeneck, Halévy, Berlioz, etc., no podían contribuir á abrirme ni remotamente ningún horizonte: en París no hay artista que tenga tiempo de trabar amistad con otro; cada cual se mueve y agita por su cuenta. Halévy, como todos los compositores parisienses de nuestra época, no se ha sentido inflamado de entusiasmó por su arte sino el tiempo estricto que necesitó para obtener un gran éxito. Una vez conseguido el éxito, y colocado el autor en la categoría privilegiada de los lions de la música, no pensó más que en una cosa: en hacer óperas y ganar dinero. El renombre lo es el todo en París: constituye la fortuna y la perdición de los artistas. Berlioz, á pesar de su carácter desagradable, me atrajo mucho más: lo separa de sus colegas parisienses la enorme diferencia de que no escribe música para ganar dinero. Pero tampoco puede escribir por el puro arte, porque le falta el sentido de lo bello. Permanece completamente aislado en su tendencia: no tiene á su lado más que una turba de adoradores que sin el menor discernimiento saludan en él al creador de un sistema de música flamante, y le han trastornado completamente la cabeza; fuera de ellos, todo el mundo huye de Berlioz como de un loco.
Mis opiniones prematuras é irreflexivas sobre los procedimientos musicales recibieron el golpe de gracia... de los italianos. Esos héroes tan alabados del canto, con Rubini á la cabeza, me han hecho perder el gusto á su música. El público que los oye ha contribuido por su parte á ese efecto. La Gran Opera me dejó absolutamente descontento por la falta de todo espíritu superior á mis interpretaciones: todo lo encontré común y adocenado. La manera de presentar las obras y las decoraciones -lo digo francamente- son lo que prefiero de toda la Académie royale de musique. Mucho más hubiera podido satisfacerme la Opera Cómica: posee los primeros talentos, y sus representaciones ofrecen algo de completo y original que desconocemos en Alemania. Pero lo que ahora se produce para ese teatro es de lo más detestable que apareció jamás en las épocas de degeneración artística. ¿Dónde ha tenido la gracia de Méhul, de Isouard, de Boïldieu y del joven Auber, ante los innobles ritmos de cuadrilla que llenan ese teatro con su estruendo á la hora presente?
Lo único que encierra París, digno de nota para el músico, es la orquesta del Conservatorio. Las ejecuciones de las obras sinfónicas alemanas en esos conciertos han producido en mí una impresión profunda, y me han iniciado nuevamente en los maravillosos misterios del verdadero arte. El que quiera conocer á fondo la novena sinfonía de Beethoven debe oírsela á la orquesta del Conservatorio de París... Pero esos conciertos quedan completamente aislados; no hay nada que se asocie á ellos.
Yo no me rozaba casi nada con músicos: formaban mi sociedad literatos y pintores, é hice en Paris más de una buena amistad.
Encontrándome allí de esta manera, sin la menor perspectiva por delante, reanudé la composición de mi Rienzi; lo destinaba á Dresde entonces, porque sabía que en ese teatro se disponía de los mejores intérpretes, la Devrient, Tichatshek, etc., y porque allí podía esperar inmediato acceso, con ayuda de las relaciones de mi juventud. Renuncié, por tanto, casi enteramente á mi Prohibición de amar: su autor no tenía ya derecho á mi estima. Con eso me quedé en situación más desembarazada para ajustarme á mi verdadera fe artística durante la conclusión del Rienzi.Preocupaciones de diverso linaje y una negra miseria me atormentaron en esa época de mi vida. De pronto reapareció Meyerbeer en París durante algún tiempo; se informó con el mejor interés del estado de mis asuntos, y quiso ayudarme. Entonces me puso en relaciones con el director de la Gran Opera, León Pillet, y se trató de confiarme la composición de una en dos ó tres actos. En previsión de esa eventualidad tenía ya trazado un boceto de argumento. El holandés errante, que había conocido íntimamente en el mar, persistía cautivando mi imaginación; supe además el empleo característico que había hecho Enrique Heine de esa leyenda en una parte de su Salón. Sobre todo, el modo de redención de aquel Ahasvero del Océano, sacado por Heine de una obra holandesa del mismo título, acabó de poner en mi mano todos los medios á propósito para hacer de esa leyenda un libreto de ópera. Me entendí con el mismo Heine, tracé el plan y lo trasmití á M. León Pillet, proponiéndole que encargase un libreto francés con arreglo á aquella pauta. Llegadas á este punto las cosas, volvió á salir de París Meyerbeer, teniendo que abandonar al destino el cumplimiento de mis aspiraciones. No tardé en saber con asombro que el bosquejo presentado á M. Pillet le gustaba, tanto que deseaba se lo cediese. Decía que una antigua promesa le obligaba á confiar un libreto á otro compositor lo más pronto posible; el bosquejo mío le parecía perfectamente apropiado para el objeto; pensaba que yo no vacilaría en avenirme á la cesión, si reflexionaba que antes de un plazo de cuatro años no podía prometerme obtener el encargo inmediato de una ópera, en atención á que él tenía que cumplir ante todo las promesas hechas á varios candidatos; naturalmente, se me haría muy largo andar de acá para allá con mi asunto en esperade esa fecha; podría inventar uno nuevo, y me consolaría seguramente de haber hecho ese sacrificio. Combatí con tenacidad tales pretensiones sin conseguir otra cosa que el aplazamiento provisional de la cuestión. Confiaba en una pronta vuelta de Meyerbeer y guardé silencio.
Durante ese tiempo Schlesinger me invitó á escribir en su Gaceta musical, donde publiqué varios artículos Sobre la música alemana. Gustó mucho, sobre todo, una novelita titulada: Una visita á Beethoven. Esos trabajos contribuyeron no poco á atraerme la atención y estima de París. En el mes de Noviembre de aquel año terminé por completo la partitura del Rienzi, y la envié á Dresde sin dilación. Fué el punto culminante de mi situación deplorabilísima: escribí para la Gaceta musical una novelita, El fin de un músico alemán en París, en que hacía morir al infortunado héroe con esta profesión de fe: «Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven. » Era una suerte que estuviese concluida mi ópera, porque me vi obligado á renunciar durante mucho tiempo al ejercicio de todo lo que fuese arte, dedicándome, por cuenta de Schlesinger, á hacer arreglos para todos los instrumentos habidos y por haber, incluso para el cornetín de pistón; á ese precio pude encontrar algún alivio. Pasé, pues, el invierno en 1841 de la manera menos gloriosa. En la primavera me retiré al campo, á Meudon; la cálida proximidad del estío me hizo suspirar de nuevo por un frabajo intelectual; la ocasión debía presentarse más pronto de lo que yo pensaba. Supe positivamente que mi proyecto de libreto para El holandés errante hahía sido comunicado ya á un poeta, Pablo Fouché, y vi que, si no acababa por cederlo pronto, me quedaría burlado completamente bajo cualquier pretexto: consentí, pues, en la cesión mediante cierta suma. Entonces no tuve más idea que desenvolver el asunto yo mismo en versos alemanes. Para ponerme á la obra me hacía falta un piano, porque habiendo interrumpido durante nueve meses el trabajo de producción, necesitaba ante todo volver á colocarme en una atmósfera musical: alquilé un piano. Llegado el instrumento, di vueltas en torno de él poseído de verdadera angustia: temblaba ante el temor de descubrir que había dejado de ser músico. Empecé por el coro de los marineros y la canción de las hilanderas; en un abrir y cerrar de ojos todo marchó á pedir de boca, y lance gritos atronadores de alegría al cerciorarme con íntimo convencimiento de que era músico aún. En siete semanas quedó compuesta toda la ópera. Pero al fin de ese tiempo me agobiaron las preocupaciones materiales más vulgares: tuvieron que pasar dos meses largos antes de que pudiese escribir la overtura de la ópera terminada, por más que la llevase casi completa en mi cabeza. Naturalmente, no tuve más deseo que tratar de que esa ópera se representase en seguida en Alemania: de Munich y de Leipzig me respondieron con esta fórmula de negativa: que la obra no convenía á Alemania. ¡ Cándido de mi! Yo había creído que no convenía más que á Alemania, porque tocaba cuerdas que no pueden vibrar más que en un alemán.
Acabé por mandar mi nuevo trabajo á Meyerbeer, que estaba en Berlín, rogándole procurase su admisión en el teatro Real de esa ciudad. La cosa se hizo bastante de prisa. Estando ya admitido mi Renzi en el teatro Real de Dresde, al ver en perspectiva la representación de dos de mis obras en las principales escenas alemanas, me asaltó involuntariamente el pensamiento de que por suerte singular París me había servido extraordinariamente para Alemania. En cuanto á París mismo, nada tenía que hacer en él ahora durante el curso de algunos años; lo abandoné, pues, en la primavera de 1842. Por primera vez vi el Rhin... con los ojos humedecidos de lágrimas, juré ¡ pobre músico! una fidelidad eterna á mi patria alemana.

2. LA «PROHIBICIÓN DE AMAR»
De la segunda ópera que terminé completamente, Prohibición de amar, no doy á luz más que un resumen del argumento y una reseña de la tentativa de su representación con las circunstancias que á ella se asociaron. Si me abstengo de una comunicación semejante por lo que se refiere á mi primera ópera, Las Hadas, atendiendo á que no llegó á la publicidad, no creo posible pasar en silencio esta segunda obra de mi juventud, puesto que pudo obtener una publicidad verdadera, como va á verse, y abrogó entonces la atención sobre sí.
Bosquejé el poema de esta ópera en el estío de 1834, durante una temporada de vacaciones en Toeplitz, de la cual conservé recuerdos precisos consignados en las siguientes páginas.
Durante algunas hermosas mañanas huí de la gente para ir á almorzar solo á la Schlatenburg y trazar en mi cuaderno de apuntes el plan de un nuevo libro de ópera. Me apoderé al efecto del asunto de Shakespeare, Medida por medida, y, conforme á mis disposiciones de entonces, lo transformé libérrimamente en un libreto para mi uso, á que puse por título Prohibición de amar. Las ideas de la Joven Europa, (fue obsediaban entonces los cerebros, y la lectura de Ardinghello, exasperadas una y otra por las disposiciones personales de que yo estaba animado contra la música alemana, me sugirieron la nota fundamental de mi concepción, dirigida especialmente contra el puritanismo hipócrita, y destinada en consecuencia á la glorificación atrevida de la «libre sensualidad.» No me tomé el menor trabajo para entender de otra manera el austero pensamiento de Shakespeare; no vi más que el gobernador sombrío y rigorista inflamado de una pasión formidable por la bella novicia, y la bella novicia que, al implorar la gracia de su hermano condenado por un delito de amor, encendía en el puritano rígido la llama más funesta, merced á la irradiación de sus calorosos sentimientos. Que Shakespeare no desenvolviese con tal riqueza esos poderosos motivos dramáticos sino para que pesasen al fin con mayor fuerza en la balanza de la justicia, cosa era de que yo me preocupaba muy poco; á mí no me importaba sino desvelar lo que había de culpable en la hipocresía y de antinatural en el papel cruel de censor. Separándome, pues, completamente de Medida por medida, sólo me cuidé del castigo del hipócrita por el amor vengador. Transporté el asunto de la Viena fabulosa á la capital de la ardiente Sicilia: aquí un gobernador alemán, indignado de la libertad de costumbres del país, incomprensible para él, intenta un ensayo de reforma puritana, y sucumbe en la demanda de la manera más lamentable. Es verosímil que entrase por algo en esa composición la Muda de Pórtici, y aunque cooperasen también algunas reminiscencias de las Vísperas Sicilianas: cuando considero que hasta el dulce siciliano de Bellini tiene algo que ver con la tal obra, no puedo menos de sonreirme del extraño quid pro quo á que conspiraron entonces los descarríos más singulares.
No terminé la partitura de esa ópera hasta el invierno de l835 á 1836. La cosa se hizo en medio del gran desorden de impresiones originado por mi entrada en el teatrito municipal de Magdeburgo, donde había dirigido la ópera durante dos temporadas de invierno. De mi contacto inmediato con el personal de la ópera alemana resultó una extraña depravación, visible entonces en todo el plan y en el desarrollo de esa obra, y visible hasta el punto de que nadie hubiese podido reconocer en el autor de semejante partitura al joven entusiasta de Beethoven y Weber.
Hé aquí ahora cuál fué su destino.
A pesar de un apoyo regio, y á pesar de una ingerencia de la Junta del teatro en la administración, nuestro digno director andaba enredado en una quiebra continua, y no había que esperar de ningún modo en la continuación de su empresa. Así era menester que la representación de mi ópera por el excelente personal de canto, que se hallaba completamente á mis órdenes, sirviese de punto de partida á un cambio radical en mi crítica situación. Desde el último estío tenía derecho á un beneficio como indemnización de ciertos gastos de viaje; y, naturalmente, pensé consagrar ese beneficio al estreno de mi obra, procurando hacer lo menos costoso posible para la dirección ese favor que me debía. A este fin, y como quiera que corriesen á su cargo algunos desembolsos que exigía la nueva ópera, convine en dejarle los ingresos del estreno, percibiendo yo en cambio los de la segunda representación. No me pareció enteramente desfavorable que se aplazase el estudio de la obra hasta fines de la temporada, porque daba por supuesto que el público prestaría singular atención á las últimas representaciones de un personal acogido frecuentemente por un favor poco común. Por desdicha no llegamos á ese excelente fin de la temporada, señalado para los últimos días de Abril; porque ya el mes antes, á consecuencia de inexactitud en el pago, se despidieron las partes favoritas de la compañía, resueltas á buscar mejor colocación en otra parte, sin que la empresa, dada su insolvencia, tuviese medios de impedirlo. Entonces concebí verdaderos temores, pareciéndome más que dudoso que pudiese verificarse el estreno de mi Prohibición de amar. Gracias á la gran popularidad de que gozaba cerca de toda la compañía, logré decidir á los cantantes, no sólo á prolongar su estancia hasta fines de Marzo, sino á emprender el estudio de mi ópera, estudio fatigosísimo, dada la premura del tiempo. Tan medido era ese tiempo, que, en el supuesto de celebrar dos representaciones, teníamos diez días solamente para todos los ensayos. Como no se trataba de una opereta fácil, sino, á pesar del carácter ligero de la música, de una gran ópera, con muchos trozos importantes de conjunto, el empeño bien podía considerarse como una locura temeraria. Yo fiaba, sin embargo, en el extraordinario esfuerzo que hacían los cantantes por darme gusto, estudiando sin reposo noche y día; y, aunque fuese imposible que los infelices llegasen á sentirse algo seguros de sí, todavía esperaba un milagro final de la pericia que había yo adquirido como director de orquesta. El poder que poseía de mantener á los cantantes, á despecho de la falta más absoluta de seguridad, dentro de cierta corriente á propósito para sostener la ilusión, manifestóse realmente en aquellos pocos ensayos generales: apuntándoles de continuo las palabras, cantando con ellos, y dirigiéndoles enérgicas llamadas de atención ápropósito de la acción, encaucé el conjunto tan á maravilla, que al parecer debía producir un efecto muy tolerable. Desgraciadamente no habíamos reflexionado que, al llegar la ejecución, en presencia del público, todos esos enérgicos recursos para poner en movimiento la máquina dramático-musical deberían limitarse á las indicaciones de la batuta y al juego de la fisonomía. En realidad los cantantes, sobre todo los del personal masculino, andaban tan sumamente inseguros, que la acción se veía entorpecida y paralizada desde el principio hasta el fin. El primer tenor, que era el de menos memoria, trataba de suplir con el mejor deseo del mundo el carácter vivo y provocativo de su papel (el tarambana Lucio) con la rutina que había adquirido en Fra Diavolo y Zampa, y sobre todo con un penacho multicolor, desmesuradamente grande y ondulante. A pesar de eso no había que extrañar que el público no viese claros los pormenores de una acción simplemente cantada, sobre todo cuando la dirección no había conseguido llegar á imprimir el libreto por separado. A excepción de algunos pasajes de las cantantes, acogidos con éxito, el conjunto, que yo soñaba, de una acción atrevida y un diálogo movido y enérgico se redujo á un juego musical de sombras chinescas, á que prestó generoso concurso la orquesta con sus confusas expansiones y con un estruendo frecuentemente exagerado. Como detalle característico de mi modo de tratar el color instrumental, citaré este hecho: el músico mayor de una banda militar prusiana, á quien le gustó mucho la obra, creyó préciso darme benévolas instrucciones para mis composiciones futuras en punto al empleo del bombo.
Antes de dar á conocer la suerte ulterior de esta obra singular de mi juventud, haré una breve reseha de su carácter, sobre todo en lo que afecta al poema.
La obra de Shakespeare muy austera en el fondo, se modificó en mis manos al tenor siguiente:
Un rey anónimo de Sicilia abandona su reino para hacer un viaje á Nápoles, y transmite al gobernador que deja de regente (llamado Friedrich á secas á fin de darle carácter alemán), plenos poderes para que reformé las costumbres de la capital siciliana, de las cuales está escandalizado el rígido consejero.
Al comienzo de la obra se vé en funciones á los agentes de la fuerza pública, cerrando unos los establecimientos prohibidos de un barrio de Palermo, arrasándolos otros y Ilevándose presos á sus concurrentes y dueños. El pueblo se opone á esa medida: gran escaramuza. En lo más recio del tumulto el jefe de los esbirros, Brighella (bajo caricato), después de un redoble de tambor que restablece la calma, lee el bando del gobernador, según el cual, se ha procedido en bien de la mejora de las costumbres. Una carcajada general y un coro irónico interrumpen la lectura; Lucio (tenor), mancebo hidalgo y libertino jovial, parece querer erigirse en jefe del pueblo, y encuentra á poco la ocasión de interesarse más á fondo en la causa de los oprimidos: tropezándose en el camino con su amigo Claudio (otro tenor) á quien llevan preso, oye de su boca que, en virtud de una añeja ley exhumada por Friedrich, debe sufrir la pena de muerte por un delito de amor. Ha hecho madre á su amada, cuya mano le habían negado hasta entonces padres hostiles. Al odio de la familia se asocia el celo rigorista de Friedrich; Claudio teme que el asunto acabe del peor modo, y no espera ya su salvación más que de la clemencia, si la intercesión de su hermana Isabel logra ablandar el corazón inflexible del regente. Lucio promete á su amigo ir en busca de su hermana al convento de las Hijas de Santa Isabel, en donde acaba de entrar como novicia.
Allí, en el tranquilo retiro del claustro, conocemos mejor á esa joven por un diálogo íntimo con su amiga Mariana, que ha entrado también como novicia. Esta última descubre á la amiga de quien ha estado separada mucho tiempo, la triste suerte que la ha conducido á aquel sitio. Fiando en la promesa de una eterna fidelidad, se decidió á unirse secretamente con un hombre de alta jerarquía; pero se ha visto abandonada y hasta perseguida por él, porque el traidor se ha revelado finalmente como el hombre más poderoso del Estado: es, ni más ni menos, que el consejero actual del rey. Isabel desahoga su indignación en acentos inflamados, y no se calma sino después de resolverse á abandonar un mundo donde ha podido cometerse impunemente tan monstruosa hazaña.
Pero cuando Lucio le participa la suerte de su propio hermano, la aversión que siente por la falta de este último se trueca al momento en una cólera violenta contra la infamia del hipócrita regente. ¿Es él el que pretende castigar con crueldad tamaña aquella falta infinitamente menor que la suya, aquella falta de un hombre que al menos no se ha manchado con una traición? Su viva efervescencia le comunica irresistibles seducciones á los ojos de Lucio, que, inflamado de repente por un violento amor, la insta á abandonar para siempre el convento y aceptar su mano. Isabel, llena de dignidad, sabe tenerlo á distancia, pero acepta sin vacilaciones que la acompañe á presencia del regente.
Aquí se prepara la escena del juicio á que puse por introducción un interrogatorio burlesco de diversos delincuentes contra las costumbres, por el jefe de los esbirros Brighella. La seriedad de la situación resalta así más, cuando aparece el sombrío Friedrich reclamando silencio, en medio del tumulto del populacho, y cuando el mismo regente comienza el interrogatorio de Claudio en términos severos. Ya va á pronunciar la sentencia el juez inexorable, cuando llega Isabel solicitando hablarle antes á solas. Durante esa conferencia, la joven se domina con noble reserva ante aquel hombre á quien teme y desprecia, sin embargo, no dirigiéndose más que á su indulgencia y misericordia. Las objeciones que él opone aumentan el calor de sus sentimientos; presenta con colores conmovedores la falta de su hermano, é implora el perdón de un desliz tan humano y disculpable á la postre. Notando el efecto producido por sus expresiones calorosas, continúa con ardimiento creciente, apela á aquel corazón de juez que ahora se cierra con tanta dureza, á aquel corazón que no puede haber permanecido cerrado siempre á los mismos sentimientos que arrastraron á su hermano, á aquel corazón cuya propia experiencia invoca, llena de angustia, para ayudarla ensu empresa Se ha roto el hielo:Friedrich, impresionado profundamente por la belleza de Isabel, no es ya dueño de sí mismo, y promete concederle lo que pide al precio de su amor. Apenas se da ella cuenta de haber producido ese efecto inesperado, corre á la ventana y á la puerta en un acceso de indignación contra infamia tan inconcebible, llamando al pueblo para desenmascarar al hipócrita á los ojos de todo el mundo. Ya la muchedumbre amotinada se precipita en la sala del Tribunal, cuando Friedrich, gracias á los esfuerzos de una energía desesperada, consigue demostrar á Isabel, mediante algunas indicaciones significativas, la imposibilidad de conseguir su objeto: él negaría atrevidamente su acusación, explicaría la proposición que hizo por su parte como un medio de prueba, y se prestaría crédito á sus palabras. Isabel, turbada y confusa, reconoce lo aventurado de su intento, y se abandona á la rabia muda de la desesperación. Pero cuando Friedrich anuncia al pueblo el supremo rigor y al acusado su sentencia, Isabel, movida por la dolorosa suerte de Mariana, concibe con la rapidez del relámpago el proyecto salvador de obtener por la astucia lo que parece imposible conseguir por la violencia abierta. Pasa entonces, por una transición brusca, de la más profunda aflicción á la más franca jovialidad: se dirige á su consternado hermano, á su afligido amigo, á la multitud perpleja, anunciándoles que les prepara á todos una sorpresa de las más agradables, porque los regocijos del carnaval, que el gobernador acaba de prohibir severamente, deben celebrarse aquel año con la mayor extravagancia:en efecto, aquel hombre temido no se muestra tan cruel sino en apariencia, á fin de sorprender más gratamente al pueblo con su alegre participación en todo lo que prohibe. Todos creen que se ha vuelto loca; Friedrich, con especialidad, le reconviene en los términos más duros su inconcebible demencia; pero algunas palabras de Isabel bastan para trastornar al mismo gobernador porque murmura á su oido, en una confidencia furtiva, la promesa de colmar todos sus deseos y dirigirle á la noche siguiente una invitación anunciándole su ventura.
Así termina el primer acto en medio de la más viva agitación. ¿Cuál es el plan tan rápidamente concebido por la heroina? Lo sabemos al empezar el acto segundo. Isabel va á la prisión de su hermano para saber ante todo si es digno aún de la absolución. Le descubre las proposiciones ultrajantes de Friedrich, y le pregunta si desea salvar su vida delincuente al precio del deshonor de su hermana. A las primeras explosiones de cólera de Claudio, á su abnegación para el sacrificio, sucede una disposición muelle que hace pasar al infeliz de la tristeza á la debilidad, cuando se despide por siempre de su hermana, encargándole un adiós conmovedor para la amada á quien abandona. Isabel, pronta á comunicarle su salvación, se detiene con desaliento, al verle caer del más noble entusiasmo hasta la débil confesión de su amor á la vida, hasta esta tímida pregunta: ¿le parece, pues, exorbitante el precio de su salvación? Isabel se levanta horrorizada, rechaza lejos de sí á aquel hermano indigno, y le anuncia que ya no le resta sino unir á una muerte ignominiosa todo su menosprecio. Después de restituirlo al carcelero, su actitud vuelve á revestir, por un cambio instantáneo, la expresión serena y altiva de un alma resuelta: es verdad, se decide á castigar las vacilaciones de su hermano, prolongando la incertidumbre en que se halla sobre su suerte; pero persiste también en su designio de librar al mundo del más afrentoso hipócrita que ha pretendido nunca dictarle la ley. Conviene con Mariana en que ésta última acuda en su lugar á la cita concertada con Friedrich para la noche próxima, y envía á Friedrich la invitación á ese encuentro, que, para envolver mejor al enemigo en su perdición, debe verificarse bajo disfraz en una de las casas prohibidas por el mismo regente. Habiendo formado el designio de castigar también al calavera de Lucio por la audaz declaración de amor hecha á la novicia, le da parte de los deseos de Friedrich y de la supuesta necesidad en que se halla de ceder; explica el caso con un desenfado tan inconcebible, que el joven aturdido de antes experimenta la mayor estupefacción y desesperación, y jura que, si conviene á la noble doncella sufrir ese inaudito ultraje, él intentará impedirlo con todo su poder: antes ahogaría en fuego y sangre á todo Palermo.
En fin, toma sus medidas para que todos sus amigos y conocidos se reunan aquella tarde á la salida del Corso so pretexto de inaugurar la gran mascarada prohibida. Allí, á la caída de la noche, en el momento en que empieza á manifestarse ya la alegría y la turbulencia, se presenta Lucio entonando una canción extravagante de circunstancias, que tiene por estribillo:
Al que no coree esta canción
Atravesarle el corazón.
Logra provocar á la multitud á la rebelión abierta. En el momento en que se acerca una partida de esbirros para dispersar á la muchedumbre, debe empezar á realizarse el plan sedicioso; pero Lucio reclama antes una última concesión: la de dispersarse en las cercanías, porque allí está el sitio de la pretendida cita con el gobernador, el sitio cuyo secreto le ha entregado Isabel. Lucio espía á Friedrich; lo reconoce bajo el disfraz, y lo detiene; el otro, desprendiéndose con energía, lo persigue, gritando, con la espada desenvainada; pero es detenido á su vez y extraviado merced á instrucciones de Isabel oculta en un bosque próximo. La joven sale entonces de su escondite, regocijándose á la idea de que en aquel mismo punto es restituido el esposo infiel á aquella Mariana á quien había hecho traición; en seguida, creyendo tener en su mano el indulto prometido, está á punto de renunciar á toda ulterior venganza, cuando, abriendo el escrito para leerlo á la luz de una antorcha, descubre con espanto la orden de ejecución agravada, orden que, gracias á la corrupción del carcelero, llegó á su poder en el instante mismo en que desistía de transmitir á su hermano la noticia de su perdón. Friedrich, después de rudos combates contra la pasión que lo devoraba, reconociendo su impotencia contra aquel enemigo de su reposo, había resuelto perecer, ya que criminal, como hombre de honor al menos. Una hora en los brazos de Isabel, y después su propia muerte... Sufriendo el rigor de la misma ley que condenaba á Claudio de una manera irrevocable. Isabel, no viendo en esa manera de obrar más que una nueva acumulación de ignominias, se abandona al furor de la desesperación. Al oir sus excitaciones á la rebelión inmediata contra el más infame de los tiranos, el pueblo entero se precipita en masa confusa; Lucio, que sobreviene también, aconseja á la multitud con expresiones amargas á no prestar oídos á los arrebatos de aquella mujer que la engañaría como lo ha engañado á él mismo. Nueva confusión y desesperación de Isabel; de pronto se oyen por dentro gritos burlescos de Brighella, pidiendo auxilio: envuelto en aquella intriga de los celos, acaba de apoderarse, por equivocación, del gobernador disfrazado, y contribuye así á descubrirlo. Friedrich se ve desenmascarado. Se reconoce á Mariana trémula junto á él; se propagan sucesivamente la sorpresa, la cólera y la alegría; se cambian con rapidez las explicaciones necesarias; Friedrich demanda con semblante sombrío el juicio del rey que vuelve, por haber incurrido en la pena capital. Claudio, sacado de la prisión por la multitud delirante, le dice que en aquel tiempo la ley no castiga con la muerte las faltas de amor.
Nuevos mensajeros anuncian la entrada inesperada del rey en el puerto; se decide formar una gran mascarada, y dirigirse así, á guisa de alegre homenaje, al encuentro del príncipe bien amado, que, en medio de su alegría, comprenderá seguramente el mal efecto que debe producir el sombrío puritanismo alemán en aquella ardiente tierra de Sicilia. A. él se atribuye esta frase: « Yo me complazco más en la animación de las fiestas que en vuestras sombrías leyes.» Friedrich, con su esposa Mariana, unida nuevamente á él, debe abrir la marcha ahora; detrás forman una segunda pareja Lucio y la novicia, perdida por siempre para el claustro...
Esa acción viva, esas escenas cuya concepción puede calificarse de atrevida en ciertos respectos, estaban redactadas en un estilo que no carecía de propiedad y en versos esmerados. La policía puso inconvenientes al título de la obra; de no sustituirlo, hubiese sido causa de la ruina completa de mis planes. Estábamos en Semana Santa, época en que se prohibían en el teatro las obras ligeras ó simplemente frívolas.
Felizmente, el magistrado con quien tuve que entenderme no se cuidó de entrar en pormenores sobre el libreto; y como yo asegurase que estaba compuesto con arreglo á una obra muy seria de Shakespeare, se contentó con la modificación del título, reemplazándose el que veía con malos ojos por el de La novicia de Palermo, en que no encontraba ya ninguna cosa escabrosa, y sobre cuya impropiedad no se formuló ningún escrúpulo.
No tuve la misma suerte en Leipzig donde poco tiempo después traté de hacer pasar mi nueva obra en sustitución de mis Hadas sacrificadas.
Esperaba lisonjear y ganar á mi proyecto al director del teatro, adjudicando el papel de Mariana á su propia hija, que se estrenaba en la ópera; pero encontró en la tendencia del asunto un pretexto muy plausible para rechazar la obra, diciendo que, si el magistrado de Leipzig permitía su representación, lo cual dudaba mucho en autoridad tan competente, él, como padre de conciencia, no autorizaría á su hija á tomar parte.
Esa tendencia de mi libreto -cosa curiosa- no me perjudicó nada en la representación de Magdeburgo, porque, como ya he dicho, el público se quedó pura y simplemente sin enterarse del asunto á consecuencia del absoluto embrollo de la ejecución. La circunstancia, pues, de que no se había manifestado ninguna hostilidad contra la tendencia hacia posible una segunda representación; nadie suscitó reclamación ninguna, porque nadie se preocupaba de tal cosa. Yo veía bien que mi ópera no había producido efecto, y que el público no sabía á qué atenerse sobre lo que podría querer decir todo aquello: me prometía, sin embargo, una recaudación considerable, en el supuesto de que era la última función de la compañía, lo cual no fué óbice para que reclamase lo que se llamaba la tarifa alta de los precios. ¿Había algunas personas en el teatro antes de empezar la overtura? Cuestión sobre la cual me es difícil pronunciarme seguramente; como un cuarto de hora antes del momento en cuestión sólo vi á mi casera y á su marido, y, cosa sorprendente, á un judío polaco, de toda gala, en los sillones de orquesta. Aún esperaba yo, á pesar de todo, mayor afluencia, cuando de repente sobrevinieron entre bastidores sucesos inauditos.
El marido de mi primera cantante -que hacia el papel de Isabel- pegaba al segundo tenor -que representaba el de Claudio;- este último era un jovencillo agraciado, que hacía tiempo excitaba los celos del susodicho esposo. Parece que el tal marido, después de notar, como yo, la ausencia del público, juzgó llegada al fin la anhelada hora de dejar caer su venganza sobre el amante de su mujer, sin causar perjuicios á la empresa. El infeliz Claudio, maltratado violentamente, tuvo que escurrirse al vestuario con la cara ensangrentada. Isabel, enterada del suceso, se precipitó desesperada al encuentro del marido furioso, y recibió tan tremendos cachetes que cayó presa de convulsiones. La confusión que se armó en un instante no tuvo límites; cada cual tomaba partido en pro ó en contra, y en poco estuvo que no se llegase á una contienda general; porque aquella malhadada noche les pareció á todos, por lo visto la más oportuna para el ajuste final de cuentas de sus supuestas ofensas recíprocas. Era evidente que la pareja estropeada por la prohibición de amar del marido de Isabel no podía presentarse en escena aquel día; en consecuencia, anuncióse á la escogidísima concurrencia de la sala que «por causas imprevistas» no podía verificarse la representación de la ópera...
Jamás hice ninguna otra tentativa por rehabilitar la obra de mi juventud.

3. TRASLACIÓN DE LAS CENIZAS DE WEBER Á DRESDE
Un hermoso y solemne suceso vino á influir sobre la disposición de espíritu en que terminaba la composición de Tannhauser, neutralizando la continua distracción que me ocasionaban diversas relaciones exteriores. Fué la traslación desde Londres á Dresde de los restos mortales de Carlos Maria Weber, felizmente realizada en Diciembre de 1844. Dos años antes se había formado una comisión que venía haciendo propaganda al efecto. Sabíase por un viajero que el modesto sarcófago que guardaba las cenizas de Weber se había depositado en apartado rincón de la iglesia de san Pablo de Londres con tal falta de consideraciones, que se podía temer no volver á descubrirlo en algún tiempo. Mi enérgico amigo, el profesor Loewe, utilizó esa noticia para excitar á la Liedertafel, de que era celosísimo presidente, á tomar á su cargo esa empresa de la traslación. El concierto que dieron los coros de hombres para subvenir á los gastos produjo un fruto relativamente importante: entonces hubo el proyecto de asociar á la misma causa á la intendencia del teatro; pero allí, en los lugares mismos donde dirigió el maestro, se tropezó con una resistencia tenaz. La dirección general participó á la comisión que el Rey experimentaba escrúpulos religiosos á propósito de aquella medida destinada á turbar el reposo de un muerto. Aunque fuese licito no prestar gran crédito al motivo alegado, no por eso era menos evidente que no había que contar con nada; entonces fué cuando aprovechando mi nueva posición de capellmeister, lleno de esperanzas, me hicieron tomar parte en el plan. Me presté á ello con mucho entusiasruo; me dejé nombrar presidente, y se me asoció una autoridad en materia de arte, el consejero áulico Sr. Schulz, director del gabinete de antigüedades, y además banquero. Dióse nuevo impulso á la propaganda, se publicaron invitaciones por todas partes, se trazaron planes precisos, y se celebraron innumerables sesiones. Volvía, pues, á encontrarme en antagonismo con mi jefe Sr. de Lüttichau; á ser posible, no hubiera él dejado de oponerme una prohibición absoluta en nombre de la autoridad real, ya pretextada; pero sabía por experiencia los inconvenientes de chocar conmigo en semejantes asuntos. Por otra parte, ni esa voluntad del Rey se había pronunciado tan abiertamente contra la empresa, ni hubiera podido oponerse al proyecto desde el punto de vista de la iniciativa privada; al contrario, no hubiese hecho más que suscitar algún rencor contra la corte, si el teatro Real, á que había pertenecido Weber, llegaba á encerrarse en una abstención hostil. Así el Sr. de Lüttichau apeló más bien á razones de sentimiento para ver de apartarme del asunto suponiendo que sin mi concurso no prosperaría. Me manifestó espetlúmente lo difícil que le era admitir que se tributasen honores tan exagerados á la memoria de Weber, cuando nadie pensaba en ir á buscar á Italia las cenizas de Morlacchi, cuyos servicios en la capilla real habían durado mucho más tiempo. «Supóngase V. -me decía- que llega á morir Reissiger en una estación balnearia; su mujer podría pedir con el mismo derecho que la viuda de Weber, que se trajese el cuerpo de su marido con cruz y pendón.» Yo procuré tranquilizarlo sobre ese punto; si no conseguí hacerle comprender claramente la diferencia de los casos que confundía, por lo menos logré convencerlo de que ahora el asunto iba por buen camino, tanto más, cuanto que el teatro Real de Berlín acababa de anunciar una función á beneficio de nuestra obra. Efectivamente: á instigación de Meyerbeer, á quien se dirigió la comisión, llevóse á efecto ese beneficio con Euriante, y dió un ingreso líquido de 2.000 thalers. Siguieron el ejemplo algunos teatros de orden inferior, de lo que el teatro Real de Dresde no podía ya permanecer más tiempo á la zaga, y desde entonces pudimos presentar á nuestro banquero un capital suficiente para subvenir á los gastos de la traslación y encargar una tumba conveniente con monumento apropiado; pudimos también reservar un fondo para erigir en adelante una estatua á Weber. Uno de los dos hijos que habían sobrevivido al maestro marchó á Londres para traer las cenizas de su padre. El regreso se verificó por el Elba, y los despojos mortales llegaron al fin al desembarcadero de Dresde, donde por primera vez debían ser transportados en tierra alemana. La conducción debía efectuarse de noche, á la luz de las antorchas, con el desfile de un cortejo solernne;yo me encargué de la música fúnebre. La compuse con dos motivos de Euriante: utilicé el pasaje de la overtura que caracteriza la aparición del fantasma como introducción á la cavatina Aquí junto al manantial, que transporté al sí bemol mayor, sin cambio ninguno, y enlacé después, para concluir, con la repetición del primer motivo transfigurado, como en el final de la ópera. Esa pieza sinfónica se adaptaba, pues, perfectamente á las circunstancias. La orquesté para ochenta instrumentos de viento escogidos, y tuve ocasión de estudiar á fondo, entre otras cosas, el empleo de sus registros más suaves; sustituí el trémolo de las violas, que acompaña la parte tomada de la overtura, con veinte tambores enfundados que tocaban pianíssimo; obtuve así, aun en los ensayos del teatro, una impresión de conjunto tan arrebatadora y sobre todo en tan íntima armonía con nuestros recuerdos de Weber, que la señora Schroeder-Devrient, que había sido amiga del maestro y estaba presente en el ensayo, se sintió transportada á los últimos límites de la emoción, y yo pude felicitarme de no haber hecho jamás nada que respondiese tan perfectamente á su objeto. No fué menos feliz el efecto que produjo esa música ejecutada al aire libre durante el cortejo solemne. Como debían resultar dificultades especiales de la excesiva lentitud de la medida, que ninguna indicación rítmica caracterizaba claramente, hice que se evacuase la escena durante el ensayo general; asi gané el espacio preciso para que los músicos marchasen alrededor de mí tocando la pieza después de haberla estudiado convenientemente espectadores que vieron llegar y pasar el cortejo desde las ventanas me aseguraron que la impresión de solemnidad babia sido de una grandeza inexpresable.
Depositamos el féretro provisionalmente en la capillita funeraria del cementerio católico de Friedrichstadt, donde lo esperaba la señora Devrient con una corona, discreto y modesto homenaje de bienvenida; á la siguiente mañana tuvo efecto la solemne sepultura en el panteón preparado por nosotros. Al par que el otro presidente, recibí el honroso encargo de pronunciar una oración fúnebre. Me dió el asunto para componerla una circunstancia muy reciente y conmovedora: la muerte de Alejandro de Weber, el hijo menor del maestro difunto, acaecida poco tiempo antes de esa traslación. El fallecimiento inesperado de ese joven en la flor de la edad causó á su madre tan espantosa sacudida que, á no estar ya tan adelantada nuestra empresa, hubíésemos tenido que abandonarla al ver que la Viuda parecía descubrir en esa nueva y terrible pérdida un castigo del cielo por la vanidad de querer trasladar los despojos del sér que había perdido. Notando que el público con su sentimentalismo especial, se entregaba también á preocupaiiones de esa índole, me creí en el deber de presentar nuestra empresa bajo su verdadero punto de vista, y salí tan bien de mi empeño que según el testimonio de todo el mundo, no hubo la objección más míninia contra mi justificación. Entonces pude hacer sobre mí mismo una experiencia particular, porque era la primera vez de mi vida que me encargaba de pronunciar en público un discurso solemne Después cuando he tenido que hacer discursos, no he hablado nunca más que ex tempore; pero en aquel estreno, y á fin de dar á mi oración fúnebre la concisión necesaria, la escribí y aprendí de memoria. Completamente poseído de mi asunto y de las reflexiones que me había inspirado, me creía tan seguro, que no tomé ninguna medida para recibir auxilio; con eso causé á mi hermano Alberto, que estaba no lejos de mí durante la ceremonia, un instante de viva inquietud, hasta el punto de que llegó á maldecirme, según me confesó, por no haberle entregado el manuscrito para que me apuntase. Es el caso que, habiendo empezado mi discurso con voz clara y llena, me afectó tan profundamente durante un momento la impresión casi espantosa que produjeron sobre mí mi propia palabra, su acento y su sonoridad, que á la vez que me oía, creía verme enfrente de aquella multitud que contenía la respiración para escucharme; y, miestras me objetivaba de esa suerte fuera de mí mismo, caí en un estado de concentración absoluta, durante el cual esperaba el desarrollo de la acción subyugadora que iba á realizarse delante de mí, exactamente como si yo no hubiese sido la misma persona que ocupaba aquel puesto y tenía que llevar la palabra. Por mi parte no experimenté la menor ansiedad, ni siquiera la menor turbación; todo se redujo á que, después de una pausa natural, hubo una interrupción tan desmedidamente larga, que los que me vieron inmovil, absorto, con la mirada concentrada, no sabían qué pensar de mí. Por último, mi propio silencio y la muda inmovilidad de la multitud que me rodeaba me recordaron que estaba allí para hablar, no para escuchar; volví sobre mí en el acto, y pronuncié mi discurso hasta la conclusión con tal desenvoltura, que el célebre Emilio Devrient me aseguró luego que se había sentido impresionado asombrosamente, no sólo como espectador interesado en los funerales, sino ante todo en su calidad de actor dramático. La ceremonia terminó con la ejecución de una poesía escrita y puesta en música por mí para voces de hombres -obra muy difícil, que fué perfectamente interpretada bajo la dirección de los mejores cantantes de nuestro teatro.- El mismo Sr. de Lüttichau, presente en la ceremonia, me declaró que salía convencido de la legitimidad de la empresa y ganado á nuestra causa.
Fué un resultado hermoso que me complació, satisfaciendo mis sentimientos más íntimos y profundos; si hubiese faltado aún alguna cosa, la viuda de Weber, á quien visité á la salida del cementerio, hubiera contribuido á disipar toda nube á mis ojos con la extrema cordialidad de sus efusiones. Para mí encerraba aquel hecho un sentido profundo: atraído á la música con una pasión tan exaltada en los primeros años de mi adolescencia por la aparición exuberante de la vida de Weber, y afectado tan dolorosamente después por la noticia de su pérdida, ahora, en la edad madura, acababa de entrar, por decirlo así, en contacto personal é inmediato con él, merced á esa segunda y última inhumación. Después de mis antiguas relaciones con los maestros supervivientes, y después de la experiencia que les debía, puede colegirse en qué fuente tendrían que fortificarse mis aspiraciones hacia un comercio íntimo con los genios del arte musical. No era consolador dirigir la mirada desde la tumba de Weber á sus sucesores vivos; pero la poca esperanza que dejaba esa perspectiva no debía manifestarse claramente en mí sino con el tiempo.
DISCURSO PRONUNCIADO EN LA ÚLTIMA MORADA DE WEBER
Descansa al fin aquí. ¡ Sea éste el lugar sin fausto que nos guarde tus queridos despojos! Que aun cuando allá, á lo lejos, hubiesen ocupado régias tumbas en la más orgullosa catedral de una orgullosa nación, creemos, no obstante, que tú hubieses preferido para lugar supremo de reposo una tumba modesta en tierra alemana.... No pertenecías tú ciertamente á ese linaje de fríos ambiciosos que no tienen patria, que prefieren aquel país del mundo donde su avidez de honores encuentra suelo más rico para prósperar... Si fatales necesidades te arrastraron allí donde hasta el genio se subasta, tuviste tiempo al menos para volver tus ojos amorosos hacia el hogar nativo, hacia la mansión modesta y campestre, donde, al lado de tu querida mujer, brotaban de tu corazón las melodías. «¡Ah, si estuviese todavía junto á vosotros, amados míos!» ¡ Tal fué el último suspiro con que nos despediste en extranjera tierra!... Si tú fuiste un alma tan calorosa, ¿quién nos censuraría a nosotros por corresponderte con el mismo ardor, por compartir contigo ese vivo entusiasmo, por haber cedido á la aspiración silenciosa de poseerte á nuestro lado en la patria querida? ¡ Oh! ¡Ese entusiasmo te ha hecho, con una simpática violencia, el bien amado de tu pueblo! ¡Jamás hubo en el mundo un músico más alemán que tú! En cualquier región, en cualquier reino lejano y etéreo de la fantasía adonde el genio te arrebatara, permanecías encadenado siempre por mil delicadas fibras á este corazón del pueblo alemán con el cual lloraste y sonreiste, como alma crédula de niño cuando escucha atentamente las leyendas y los cuentos de su país. Sí: esa ingenuidad de niño fué la que guió, como angel bueno, tu espíritu viril, conservándolo eternamente casto y puró; y en esa castidad de alma residía tu originalidad: guardando sin mancha siempre esa magnífica virtud, no necesitabas reflexionar y meditar; no tenías más que sentir: habías descubierto de ese modo el manantial más profundo de belleza. Has conservado hasta la muerte esa suprema virtud: jamás pudiste sacrificarla; jamás pudiste desprenderte de esa hermosa herencia de tu origen alemán; jamás hubieses podido hacernos traición... Vé: ahora Inglaterra te hace justicia, Francia te admira; pero sólo Alemania puede amarte: eres cosa suya, eres un bello día de su existencia, una cálida gota de su sangre, una partícula de su corazón... ¿ Quién nos censuraría, pues, por haber querido que tus cenizas formen también una partícula del suelo de la cara patria alemana?
Una vez más: no nos dirijáis reconvenciones, vosotros los que desconocéis el genio profundo del corazón alemán, de este corazón que se exalta tan fácilmente, cuando ama. Si era exaltación lo que nos hacia suspirar por los queridos despojos de nuestro bien amado Weber, era esa exaltación que tan estrechamente nos asemeja á él, esa exaltación por cuya virtud brotaron todas las ricas floraciones de su espíritu, por la cual lo admira el mundo, por la cual lo amamos nosotros... Así, querido Weber, al sustraerte á los ojos de los que te admiran para restituirte á los brazos de los que te aman, realizamos un acto de amor hacia ti, que jamás buscaste la admiración, sino el amor tan sólo. Lejos del mundo que alumbran tus destellos, acompañamos tu vuelta al país natal, al seno de la familia. Preguntad al héroe que marcha á la victoria qué le causa mayor placer después de los días gloriosos pasados en el campo del honor. Seguramente el regreso á la patria donde lo esperan su mujér y sus hijos. Y ved, no hay que emplear aquí expresiones figuradas : tu mujer y tus hijos te esperan realmente. No tardarás en oír sobre tu lecho de reposo las pisadas de la esposa fiel que tanto y tanto tiempo aguardó tu vuelta, y que ahora, acompañada de un hijo querido, derrama las más ardientes lágrimas de ternura por el bien amado devuelto. Tú eres ya un espíritu bienaventurado... ella pertenece al mundo de los vivos y no puede posar sus ojos en los tuyos para darte la bienvenida... así Dios ha enviado un mensajero para acoger tu vuelta, para darte esa bienvenida, para atestiguarte el amor imperecedero de tus fieles. Tu hijo más joven ha sido elegido para esa misión á fin de estrechar los lazos entre los vivos y los muertos; ángel de luz, ciérnese ahora sobre vosotros, y os trae el anuncio de vuestro mutuo afecto... ¿ Dónde está, pues, la muerte? ¿Dónde la vida? ¡ Allí donde ambas se unen en alianza tan maravillosamente hermosa, allí reside el germen de la vida eterna!... ¡ Déjanos, pues, querido difunto, entrar contigo en esa bella alianza! No conoceremos ya muerte, ni corrupción, sino expansión y crecimiento. La piedra que encierra tus despojos será para nosotros la roca del desierto, de donde el gran profeta hizo brotar en otro tiempo la fuente viva: de ella manará hasta lo más lejano de las edades un magnifico torrente de vida incesantemente renovada, incesantemente creadora... ¡ Tú, manantial de todo lo que existe, haz que nunca olvidemos esta alianza, que seamos siempre dignos de esta unión!
POESÍA CANTADA DESPUES DE LA INHUMACIÓN
Elévense vuestros cantos ¡oh testigos de esta hora que tan grave y solemnemente nos conmueve! ¡ Confiad al Verbo en este instante, confiad á la Música el anuncio del sublime sentimiento que agita nuestros corazones! La materna tierra alemana no está ya de duelo por el hijo arrebatado tan lejos de su amor; no vuelve ya los ojos en actitud apasionada al través de los mares hacia la lejana Albión... ha vuelto á recoger en su regazo, al que un día envió noble, grande y cariñoso.
» Aquí, donde corrieron las lágrimas mudas de la aflicción, donde el amor llora aún su más caro objeto, hemos formado una noble alianza que nos une en torno de él, del Maestro radiante: acudid aquí, fieles compañeros de la alianza; saludáos como una piadosa procesión de peregrinos; traed á este noble lugar la ofrenda de las más bellas flores nacidas de este consorcio:
descanse, pues, aquí, admirado y amado, aquél á quien debe nuestra alianza la ventura de su consagración. »
4. MIS RECUERDOS SOBRE SPONTINI
I

La muerte de Spontini (1851), para quien observa la evolución de la música moderna de ópera, pone término á un fenómeno notable: el de haber sido contemporáneos los tres compositores que representan las tres direcciones principales de ese género artístico. Queremos hablar de Spontini, Rossini y Meyerbeer. Spontini fué el último eslabón de una cadena de compositores cuyo primer anillo forma Gluck; lo que quiso Gluck, lo que fué el primero en acometer metódicamente -la dramatización más completa posible de la cantata de ópera- lo realizó Spontini... hasta donde cabía en esa forma musical.
En el momento en que Spontini afirmaba con sus actos y sus declaraciones que era imposible ir más lejos que él en esa vía, apareció Rossini, el cual, dejando á un lado completamente el objeto dramático de la ópera, puso de relieve y desenvolvió de una manera exclusiva el elemento frívolo y puramente sensual, inherente á ese género. Aparte este contraste, había en el influjo ejercido por ambos músicos esta diferencia esencial: que Spontini y sus predecesores dirigían el gusto del público, merced á la firmeza de sus principios en materia de arte, de suerte que ese público tenía que tomarse el trabajo de penetrar en la intención de los maestros y adoptarla; mientras que, Rossini, lo apartaba de esa disposición estética, cogiéndolo por su lado flaco, por el de la pura sensualidad y la distracción á todo precio, y le sacrificaba su preeminencia de artista, abandonando el derecho de señalar por sí propio lo que debía agradarlo. Si hasta Spontini el compositor dramático conservó frente al público, en interés de una alta concepción artística, la actitud de un hombre que dirige y da el tono, desde Rossini, y mediante él, el público se ha visto en situación de proponer é imponer sus exigencias á propósito de la obra de arte, y esto hasta el punto de que ahora no puede obtener ya nada nuevo del artista, sino sólo variaciones del tema que él mismo ha reclamado.
Meyerbeer, que en su manera derivada de la tendencia rossiniana, adoptaba a priori por código artístico el gusto público preexistente, procuró dejar á sus procedimientos alguna apariencia de principios y de carácter, por consideración á cierta clase de inteligencias; además de seguir la tendencia rossiniana, se apropió la de Spontini, falseando y desnaturalizando las dos, como es de suponer. Sería difícil decir toda la aversión que sintieron Spontini y Rossini por esa explotación y esa mezcla de sus tendencias propias; si su autor hacía el efecto de un camandulero al genio desenfadado de Rossini, Spontini veía en él al artista que había vendido los secretos más inalienables del arte creador.
Muchas veces, durante los triunfos de Meyerbeer, nuestra vista se dirigía involuntariamente hacia aquellos maestros retirados, apenas pertenecientes ya á la vida real, que vislumbraban á distancia en aquella visión de gloria al hombre incomprensible para ellos. La figura artística que más encadenaba nuestras miradas era la de Spontini: aquel hombre podía considerarse con orgullo, pero sin tristeza -porque le guardaba de ello un extraordinario disgusto del presente- el último de los compositores de ópera que consagraron sus esfuerzos con austero entusiasmo y noble voluntad á una idea artística, y cuyo origen se asociaba á una época que ofrecía á los ensayos acometidos para realizar esa idea un tributo universal de estima y de profundo respeto, á que se unían frecuentemente el afecto y el apoyo.
Rossini, con el vigor de su exuberante naturaleza, ha sobrevivido á las variaciones éticas de Bellini y de Donizetti sobre su tema voluptuoso, ese plato suculento para el gusto del público, con que había agasajado al mundo musical; Meyerbeer asiste, al par que nosotros, á sus éxitos, que inflaman al orbe entero de la ópera, y proponen este enigma á las reflexiones del artista: ¿ á qué categoría de las artes públicas pertenece, propiamente hablando, el género ópera?.. Pero Spontini... ha muerto, y con él ha bajado visiblemente á la tumba todo un grande y noble periodo artístico, digno de un respeto profundo: ninguno de los dos pertenece ya á la vida, sino sólo á la historia del arte...
¡ Inclinémonos profunda y respetuosamente ante el sarcófago del creador de La Vestal, de Hernán Cortés y de Olimpia!
II
Acababa de saber la noticia de la muerte de Spontini, cuando escribí para un periódico de Zurich las anteriores consideraciones, tales y como me las había inspirado la gravedad del momento. Más tarde, entre los recuerdos de mi tiempo de capellmeister en Dresde, tuve que fijar también los singulares pormenores de mi íntimo comercio con Spontini en 1844. Encontré esos pormenores tan profundamente grabados en mi memoria, que no pude menos de atribuir esa persistencia á las cualidades especiales y sugestivas de su fisonomía, y creí, por lo mismo, que valían la pena de no quedar reservados para mí solo. Por mucha sorpresa que pueda causar la comunicación de tales recuerdos al lado de estas graves consideraciones preliminares, creo que el lector atento no descubrirá verdadera contradicción, sino que, antes bien, concluirá al fin de esta reseña que, para juzgar á Spontini desde un punto de vista serio y elevado, no necesitaba yo el estímulo de la noticia de su muerte.
III
En el otoño de 1844 decidimos poner en escena La Vestal, con el mayor esmero, en el teatro Real de Dresde. Prometiéndonos una interpretación casi excelente, gracias al concurso de la señora Schroeder-Devrient; sugerí al director, señor de Lüttichau, la idea de invitar á Spontini á dirigir en persona su obra, tan justamente celebrada. El maestro acababa de sufrir grandes humillaciones en Berlín é iba á alejarse de allí para siempre: las circunstancias eran, pues, á propósito para atestiguarle un interés tan expresivo.
Hízose así; en mi cualidad de director de orquesta, fuí el encargado de entenderme con el maestro sobre el particular. La carta que le dirigí, aun cuando no confié á nadie el cuidado de redactarla en francés, parece que le dió muy buena opinión de mi celo, porque en una epístola absolutamente majestuosa, tuvo á bien expresarme sus deseos particulares á propósito de los preparativos de la solemnidad.
En lo relativo á los cantantes, desde el momento en que figuraba entre ellos una Schroeder-Devrient, se declaraba francamente tranquilizado; respecto á coros y bailables, suponía que no se economizaría nada para presentar la obra de una manera digna; suponía también que la orquesta le satisfaría plenamente; no dudaba que encerraría el número requerido de instrumentos excelentes, con doce buenos contrabajos.
Este aditamento me consternó, porque por esa sola cifra me figuré de qué tenor serían las demás previsiones del maestro; corrí, pues, á advertir al Sr. de Lüttichau que el asunto iniciado no terminaría tan fácilmente. La señora Schroeder-Devrient supó nuestros apuros, y conociendo bien á Spontini, se echó á reir como una loca de la imprudencia que habíamos cometido, dirigiendo esa invitación; pero, como medida salvadora, nos propuso utilizar una ligera indisposición suya para dar largas al asunto.
Por fortuna, Spontini instaba á que se apresurase la ejecución del proyecto, porque se aguardaba su llegada á París con la más viva impaciencia, y tenía poco tiempo que consagrarnos. Ese fué mi asidero para urdir la trama inocente con que pretendía disuadir al maestro de aceptar definitivamente la invitación.
Respiramos al fin, y proseguimos los estudios. Habíamos llegado sin entorpecimientos á la víspera del ensayo general, cuando hacia el medio día pára un coche á mi puerta y héte aquí al maestro, envuelto arrogantemente en una larga hopalanda azul. El, que por lo común no andaba nunca sino con la solemnidad de un grande de España, entonces andaba precipitadamente. Sin aguardar á que nadie lo guiase, se va derecho á mi cuarto, me pone ante los ojos mis cartas, y me demuestra que, según esa correspondencia, no ha declinado ni remotamente la invitación, ni hecho otra cosa que diferir con toda sinceridad á nuestros deseos.
Olvidando todos los contratiempos que podían preverse, me entregué á la alegría verdaderamente cordial de ver de cerca al personaje asombroso, y oír su obra bajo su dirección; inmediatamente me propuse arreglarlo todo para que quedase satisfecho, y se lo declaré así con el acento del más vivo interés, á lo cual sonrió de una manera benévola, casi infantil. Y á fin de desvanecer todo recelo sobre mi sinceridad, le propuse que dirigiese él mismo, sin más espera, el ensayo señalado para el día siguiente; pero entonces cambió de expresión de pronto, como si pensara que se iban á oponer dificultades á varias de sus exigencias. Aunque muy agitado, no se explicaba claramente sobre nada, hasta el punto de costarme lo indecible averiguar qué medidas debería tomar yo para decidirlo á encargarse de esa tarea.
En fin, después de algunas vacilaciones, acabó por preguntarme que clase de batuta usábamos. Le indiqué aproximadamente las dimensiones de una varita de madera ordinaria, que se forraba de papel blanco, y que el mozo de orquesta se cuidaba de renovar siempre.
Suspiró, y me preguntó si creía posible mandarle hacer de allí al día siguiente una batuta de ébano de un largo y de un grueso bien visibles (me los indicaba con el brazo y la palma de la mano), y con remates de marfil bastante voluminosos. Le prometí que para el próximo ensayo habría ya una batuta de aspecto enteramente semejante á la que deseaba, y añadí que para la función tendría otra, hecha según su fórmula, con los materiales prescritos.
Se tranquilizó de una manera pasmosa, se pasó la mano por la frente, me autorizó para anunciar que se encargaba de dirigir al siguiente día, y se volvió á su hotel, no sin inculcarme de nuevo sus instrucciones meticulosas á propósito de la batuta...
Yo no sabía bien si soñaba ó estaba despierto; con la impetuosidad del huracán corrí á difundir la alarma, y á poner á las gentes al corriente de lo que acababa de suceder, y de lo que nos había caído encima: estábamos cogidos.
La señora Schroeder-Devrient se ofreció á interponer sus buenos oficios, y yo celebré una conferencia minuciosa con el carpintero del teatro acerca de la batuta. La cosa salió á maravilla: el instrumento poseía las dimensiones deseadas, su color semejaba el ébano, y tenía dos gruesos remates blancos.
Se trataba ahora de proceder al ensayo general.
Apenas estuvo en el sillón, fué evidente que Spontini se encontraba violento; quería ante todo que los oboes se hallasen colocados detrás de él, Como ese simple cambio en la disposición de la orquesta hubiese ocasionado entonces un gran trastorno, le prometí que se arreglaría después del ensayo. Sin responder nada cogió la batuta.
En seguida comprendí por qué concedía tanta importancia á su forma y á sus dimensiones. Efectivamente: en vez de cogerla por uno de los extremos como hacemos los directores de orquesta, la empuñó casi por en medio, y la blandió de tal modo, que se vió bien su intento de emplearla, no para marcar la medida, sino como un bastón de mando.
Pero á poco, en el curso de las primeras escenas, se produjo una confusión, tanto más difícil de deshacer cuanto que el alemán impropio en que el maestro hablaba á la orquesta y á los cantantes era un gran obstáculo para la inteligencia. No tardamos en comprender cual era su preocupación dominante: alejar de nosotros la idea de que aquello fuese un ensayo general, porque él se proponía resueltamente que empezaran de nuevo los estudios de la ópera.
Grande fué el desencanto de Fischer mi viejo maestro de coros. En un principio habíase asociado con mucho entusiasmo á nuestros esfuerzos por llevar á Spontini á Dresde; pero, cuando vió venir ese desarreglo del programa, su despecho acabó por convertirse en furor: ciego de rabia, en cuanto Spontini abría la boca, se figuraba que era para tomarla con él, y le replicaba sin empacho en el alemán más grosero.
Una vez, al fin de un trozo de conjunto, Spontini me hizo señas para que me acercase, y me dijo al oído: « ¿Sabe V. que sus, coros no cantan mal? » Fischer, que observaba con desconfianza, me preguntó furioso: « ¿ Qué tiene que pedir ese viejo todavía.?» Me costó algún esfuerzo calmar á medias al entusiasta, cambiado tan de pronto.
Lo que más nos detuvo en el primer acto fué el desfile de la marcha triunfal; el maestro se deshacía en anatemas contra la actitud indiferente del pueblo durante la procesión de las Vestales; indudablemente no había advertido que todo el mundo se arrodillaba á la aparición de las sacerdotisas, según las instrucciones del director de escena; porque todo lo que no tenía encima de los ojos no existía para él, afectado como estaba de una excesiva miopía. Reclamaba también que el respeto religioso del ejército se tradujese muy enérgicamente, prosternándose los soldados con la faz en tierra, y golpeando el suelo con las lanzas, todos á una. Hubo que repetirlo un número incalculable de veces; pero siempre se oía el choque de algunas lanzas rezagadas ó anticipadas. El mismo maestro ejecutaba la maniobra en su atril con la famosa batuta ¡ trabajo perdido! el golpe carecía siempre de decisión y de energía. Yo recordé entonces la notable precisión, el efecto casi espantoso, con que se habían ejecutado evoluciones analogas en Hernán Cortés, obra que ví representar en Berlín, y la viva impresión que me produjeron. Comprendí bien que, para combatir la flojedad corriente entre nosotros en esa clase de maniobras, se necesitaría un gran consumo de tiempo y de trabajo, antes de satisfacer al maestro, muy consentido siempre hasta allí en ese linaje de exigencias.
Después del primer acto, Spontini en persona subió á la escena, y, suponiéndose rodeado de los artistas del teatro Real de Dresde, empezó á puntualizar los motivos que le obligaban á insistir en un aplazamiento considerable de la representación, á fin de ganar el tiempo preciso para los ensayos más diversos, y preparar así una interpretación conforme á sus ideas. Pero todo el personal estaba ya en plena dispersión; cantantes y director de escena se habían eclipsado con la rapidez del huracán, desbandándose en todas direcciones, para desahogarse á su guisa sobre aquella situación calamitosa. Sólo los maquinistas, los gasistas y algunos coristas formaban semicírculo alrededor de Spontini, flechando los ojos en aquel hombre, singular, mientras él peroraba acaloradamente sobre las exigencias del verdadero arte dramático.
Esa escena deplorable atrajo mi atención. Con palabras deferentes y amistosas hice comprender á Spontini que se acaloraba inútilmente; le dí la seguridad de que se cumplirían todos sus deseos, y se mandaría llamar al Sr. Devrient, que conservaba aún en la memoria los menores detalles de la representación de La Vestal en Berlín, para que adiestrase á los coristas y comparsas. Así logré arrancar al maestro de la situación ridícula en que lo encontré, con gran sentimiento mío. Con esa promesa se calmó, y trazamos juntos un plan de estudios conforme á sus aspiraciones.
Realmente yo fui el único que no puse mala cara al nuevo sesgo que tomaban las cosas: es que, en medio de aquellas maneras que lindaban frecuentemente con lo burlesco, en medio de aquellas alteraciones extravagantes cuya explicación descubría poco á poco, notaba la energía poco común que desplegaba Spontini para perseguir y mantener un objetivo del arte dramático casi olvidado en nuestra epoca.
Volvimos á emprender nuestros estudios con un ensayo al piano para que el maestro pudiese comunicar á los artistas sus intenciones especiales. En el fondo no aprendimos entonces mucho de nuevo; él se fijaba, más que en las observaciones de detalle sobre la interpretación, en la concepción general de la obra. Observé su arraigada costumbre de tratar sin contemplaciones á los cantantes célebres, como la señora Schroeder-Devrient y Tichatschek. Prohibió á este último emplear la palabra Braut, que usaba Licinio en el texto alemán dirigiéndose á Julia; esa voz le rajaba los oídos; no comprendía que se pudiese poner en música un sonido tan vulgar.
En cuanto al artista, de menos facultades y cultura, que representaba el sumo sacerdote, el maestro le dió una lección circunstanciada sobre la manera de entender el personaje, de la cual debía deducir el carácter de su recitado dialogado con el arúspice; le demostró que, según ese pasaje, el conjunto del papel descansaba en la arteria sacerdotal y en los cálculos para sacar partido de la superstición. El pontífice debía dejar comprender que no temía á su adversario, aun cuando se hallase en el pináculo del poder militar de Roma; que estaba preparado á las peores eventualidades; y que, merced á los recursos que poseía, si las cosas no tomaban otro giro, podría producir á su antojo el milagro que debía volver á encender el fuego sagrado de Vesta, salvando así la influencia sacerdotal, aun en el supuesto de que Julia se librase de la inmolación.
Con motivo de una conversación sobre la orquesta, rogué á Spontini me explicase por qué él que había empleado tan vigorosamente los trombones en el curso de la partitura, les hacía guardar silencio precisamente durante la soberbia marcha triunfal del primer acto.
— « ¿Es que no tengo allí trombones? » — me respondió muy sorprendido.
Por toda respuesta le enseñé la partitura grabada. En seguida me suplicó que añadiese á esa marcha, partes de trombones, para que se ejecutasen ya en el próximo ensayo hasta donde fuera posible. Añadió : — « En su Rienzi he oído un instrumento que llama V. bass-tuba; no quiero que falte ese instrumento en la orquesta; hágame usted una parte para La Vestal. »
Tuve un placer en satisfacer con discreción el deseo del maestro. Cuando en el ensayo oyó por primera vez el efecto de los instrumentos añadidos, me lanzó una mirada de gratitud verdaderamente afectuosa. La impresión que conservó de ese fácil enriquecimiento de su partitura fué tan persistente, que más tarde me escribió una carta desde París suplicándome le enviase ese suplemento instrumental de mi cosecha; pero, como su orgullo no le permitía convenir en que solicitaba una cosa de que yo fuese autor, expresó en esta forma su deseo: « Envíeme V. la parte de los trombones para la marcha triunfal y la de la bass-tuba, tal y como se ejecutó bajo mi dirección en Dresde. »
Dí al maestro nuevas pruebas de mi devoción personal, modificando completamente, según sus ideas, la colocación de los instrumentos. Esas ideas respondían más que áun sistema á hábitos añejos; y cuando el maestro tuvo á bien explicarme su modo de dirigir la orquesta, ví claro como la luz lo que importaba no contrarrestar sus manías.
—«Yo -me dijo en propias palabras- dirijo simplemente con los ojos: ojo izquierdo, primeros violines; ojo derecho, segundos violines. Ahora bien: para obrar con la mirada, hay que dejarse de anteojos, aun en el caso de miopía, y eso es lo que ignoran tantos malos medidores de compás. Por mi parte -me confesó- no veo más allá de mis narices, y, sin embargo, á una ojeada mía todo sale á pedir de boca.»
En su manera de distribuir la orquesta había á la verdad más de un pormenor ilógico, debido únicamente á sus manías; v. gr., su costumbre de colocar los oboes detrás de él, costumbre que traía de una orquesta de París, donde, por circunstancias especiales, había habido que arreglar de esa suerte las cosas. Los dos instrumentistas se veían, pues, obligados á volver el orificio de los instrumentos en sentido contrario al público, y uno de ellos se sintió tanto de esa exigencia, que no logré apaciguarlo sino reduciendo el asunto á broma.
Pero, aparte de esas ligeras extravagancias, la práctica seguida por Spontini en la disposición de la orquesta descansaba en un principio muy justo, que desgraciadamente desconocen aún de una manera absoluta la mayoría de las orquestas alemanas: según ese principio, la cuerda se distribuye uniformemente en toda la orquesta; el metal y la percusión, que, concentrados en un mismo punto, predominan y aplastan á la masa instrumental, se dividen y reparten á los dos lados; los demás instrumentos de viento, cuyo timbre más suave se asocia mejor al de las cuerdas, se colocan en su inmediación, á una distancia conveniente, y sirven de lazo entre las mismas.
Contra este sistema, todavía está en vigor en las orquestas más numerosas y renombradas la división de la masa instrumental en dos grupos, cuerda y viento: práctica que denota una verdadera ordinariez de gusto, una verdadera indiferencia hacia la belleza de una sonoridad orquestal íntimamente fundida y perfectamente homogénea.
Por mi parte, me felicité de la ocasión que se me ofrecía de introducir en el teatro de Dresde una innovación tan feliz; porque, gracias á la iniciativa de Spontini, no habia ya dificultades en obtener del Rey una orden manteniendo lnueva disposición. No faltaba más que aguardar la partida del maestro para corregir algunos errores accidentales, modificar ciertas rarezas de detalle de su agrupación, y conseguir así para lo sucesivo una disposición de la orquesta completarnente satisfactoria
A pesar de todas las singularidades que se advirtieron en la dirección de Spontini durante los ensayos, aquel hombre extraordinario no dejó de fascinar á músicos y cantantes, hasta el punto de que se esmeraron en su interpretación con inusitado celo. Una de las circunstancias más notables de su dirección fué la energía con que insistía en que se hiciesen resaltar los acentos rítmicos, y hasta en que se exajerasen muchas veces; al efecto, en la orquesta de Berlín había adquirido la costumbre de designar la nota que debía acentuarse con la palabra diese (ésta), cuyo sentido no comprendí al pronto. Ese procedimiento regocijó á Tichatschek, naturaleza de cantante prendada del ritmo; también él, en las entradas importantes del coro, solía inflamar el celo de los coristas mediante la precisión del ataque, afirmando que bastaba dar á la parte fuerte el relieve debido, para que el resto marchase por sí solo.
Así se difundía poco á poco por todo el personal un espíritu de simpatía y de condescendencia hacia los deseos de Spontini. Los violas fueron los únicos que no le perdonaron en mucho tiempo un susto que les dió. Sucedió que en el final del segundo acto la ejecución de su parte, que acompaña con un suave estremecimiento la lúgubre cantinela de Julia, no respondió á la intención del maestro; por lo cual, volviéndose de repente, les gritó con voz cavernosa, sepulcral: « ¡ Muertas las violas ! » A ése apóstrofe los dos pálidos viejos, hipocondriacos incurables que con gran disgusto mío se habían obstinado hasta entonces en aferrarse al primer atril, aun cuando tuviesen la espectativa de su retiro, dirigieron miradas extraviadas á Spontini con el espanto de gentes que acaban de oir una amenaza... Pasé todos los trabajos del mundo para restituirlos progresivamente á la vida y procuré explicarles lo que quería Spontini, absteniéndome de expresiones melodramáticas y de imágenes de efecto.
Mientras esto pasaba en la orquesta, el Sr. Devrient se ocupaba de la escena, consiguiendo poco a poco restablecer la disciplina y obtener efectos sorprendentes. El también supo sacarnos de apuros, satisfaciendo las exigencias de Spontini, que nos había puesto á todos en gran aprieto.
Adoptando el corte que se hace por todas partes en Alemania, habíamos resuelto terminar la ópera con el duo apasionado que cantan Lucinio y Julia, acompañados por el coro, después de la liberación. Pero el maestro insistió en que siguiese al duo la conclusión original con baile y coro de alegría, según la antigua tradición de la ópera seria francesa. Le repugnaba hasta lo sumo ver extinguirse miserablemente su brillante partitura en un lugar de suplicio. Quería á todo trance un cambio de decoración, un nuevo cuadro que representase el bosquecillo de rosas de Venus en el seno de la más viva luz; allí, entre bailes alegres y cantos de regocijo, la pareja, libre de pruebas, sería conducida al altar nupcial por un gracioso cortejo de sacerdotes y sacerdotisas de Venus, adornados de rosas.
Así se hizo, aunque la adición distase mucho desgraciadamente de favorecer el éxito que tan vivamente anhelábamos.
La representación marchó con gran precisión, y estuvo animada por el más hermoso celo; pero en cuanto al desempeño del papel principal, saltó á los ojos de todos un inconveniente, en que ninguno había reparado antes. Evidentemente nuestra gran Schroeder-Devrient no estaba ya en edad de representar á Julia; tenía en todo un aire de matrona, poco en armonía con la calificación del libreto, la más joven de las Vestales. Esa discordancia resaltaba especialmente al lado de una gran Vestal como la de la interpretación de Dresde. Desempeñaba ese papel mi sobrina Juana Wagner, entonces de diez y siete años: el brillo de su belleza virginal era tan extraordinario, que no podía disimularlo ningún artificio; además el encanto irresistible de su voz y sus félices disposiciones para la gran dicción dramática, inspiraban á todos los concurrentes el involuntario deseo de verle cambiar su papel por el de la gran trágica.
Esa comparación desfavorable no podía ocultarse á la perspicacia de la señora Devrient; en su consecuencia, pareció creerse obligada á mantenerse victoriosamente en su difícil posición, haciendo un llamamiento supremo á todos los recursos de su talento. Ese sentimiento la impulsó á exagerar algunas veces, y hasta á caer en una falta de mal gusto en un pasaje importante.
Después del gran trío del tercer acto, Julia, en el momento en qué su amante ha encontrado la salvación en la huida, vuelve desfallecida, moribunda, hacia el proscenio, dejando salir esta exclamación de su alma oprimida: « ¡ Está salvado .... » La señora Schroeder habló estas palabras, en vez de cantarlas.
Ya en Fidelio había visto más de una vez los poderosos transportes que excitaba en el público, cuando en el exceso de la pasión profería una frase decisiva en un tono próximo al puro acento hablado: en la frase «un paso más, y eres muerto», pronunciaba así la palabra muerto, en vez de cantarla.
Yo, por mi parte, había experimentado ese efecto sorprendente: me sentía sobrecogido de un terror prodigioso, como si me precipitasen bruscamente con un hachazo desde las alturas de la esfera ideal á que la música eleva aun las situaciones más horribles, al suelo desnudo de la realidad más espantosa. Era cómo una revelación directa de los límites extremos de lo sublime; al recordar esa impresión, no puedo hacer más que compararla á un relámpago que iluminase de pronto dos mundos absolutamente diferentes en el momento mismo de tocarse para volverse á separar en absoluto; y eso de tal manera, que en tan breve momento se creyese abrazar realmente el uno y el otro de una sola ojeada.
Pero ¡ qué difícil sorprender ese rápido instante! ¡ Qué peligroso jugar con ese elemento, ese temible elemento, y trata de apropiarlo áun objeto personal! Lo vi patentemente entonces, porque el intento de la gran artista fracasó por completo. Al oir aquella exclamación penosamente proferida con una voz sorda y ronca, creí recibir, como todo el público, una ducha de agua fría, porque allí no se vió nada sino un efecto teatral fallido.
¿ Debe pensarse que se sobreexcitó demasiado la expectación del público, encima de obligarle á pagar doble por el goce de ver á Spontini dirigiendo la orquesta? ¿ Hay que creer que el estilo general de la obra, con su asunto antiguo afrancesado, pareció algo fuera de moda á despecho de los esplendores y de la belleza de la música? ¿ O ha de pensarse, en fin, que perjudicó la languidez del desenlace, del mismo modo que los efectos dramáticos de la señora Devrient?... Sea como quiera, los sentimientos del público no pudieron llegar al verdadero entusiasmo; los aplausos bastante tibios con que acabó la velada parecieron un simple testimonio de consideración á la reputación universal del maestro; así es que no pude desechar un sentimiento penoso al verle adelantarse al proscenio cargado con todas sus condecoraciones, y responder con saludos de gratitud á la llamada poco calorosa del público después de la caída del telón.
Nadie se hizo menos ilusiones que él en punto á esa acogida tan poco animadora. Decidió probar mejor fortuna, y recurrió al medio que solía emplear en Berlín para tener un lleno y un público entusiasta. Habiendo aprendido por experiencia que las dos cosas se reunían los domingos, hacía de modo que sus óperas se, representasen en ese día. Nos ofreció, pues, volver á dirigir su Vestal el domingo siguiente. Esa prolongación de su estancia nos proporcionó el placer de disfrutar por más tiempo de su interesante compañía. Yo he conservado fielmente el recuerdo de las largas horas que pasé con Spontini, ya en casa de la señora Devrient, ya en la mía, y trasladaré con gusto algunos.
Me acuerdo sobre todo de una comida en casa de la señora Devrient. Spontini fué con su mujer, una hermana de Erard, el célebre. fabricante de pianos, y tuvimos una conversación muy larga y muy animada.
Generalmente no tomaba parte en las conversaciones sino prestando á ellas una atención tranquila y digna con la actitud de quien espera que se pida su parecer. Cuando se dignaba tomar la palabra, lo hacía en tono pomposo, en frases absolutas y categóricas y con inflexiones sentenciosas, que excluían toda idea de contradicción como una falta grave. Pero después de la comida, cuando nos juntamos, se abandonó y animó más. Ya he dicho que me demostraba todo el afecto compatible con su naturaleza; así, pues, me declaró sin rodeos que sentía amistad hacia mí, y que quería probármela poniéndome en guardia contra la idea funesta de seguir mi carrera de compositor dramático. Comprendía de sobra \añadió- que le costaría trabajo convencerme del valor de ese consejo de amigo; pero miraba como un deber tan indispensable preocuparse de esa suerte de mi felicidad, que, á trueque de conseguirlo, se resignaría á permanecer seis meses en Dresde; al paso se podrían preparar bajo su dirección sus otras óperas, especialmente Inés de Hohenstaufen.
Para que me penetrase mejor de lo peligroso que era aventurarse en la carrera dramática después de Spontini, empezó por dirigirme un elogio singular. He aquí sus palabras: « Cuando oí su Rienzi de V., me dije: es un hombre de genio, pero ha hecho ya más de lo que puede hacer.» Y para explicarme esa paradoja, se remontó al pasado en estos términos: « Después de Gluck, yo soy el que he hecho la gran revolución con la Vestal; he introducido la prolongación de la sexta en la armonía y el bombo en la orquesta; con Hernán Cortés dí un paso más hacia adelante; luego avancé tres con Olimpia; Nurmahal, Alcidor y todo lo que hice en los primeros tiempos de Berlín se lo regalo á V.: eran obras ocasionales; pero después he dado cien pasos con Inés de Hohenstaufen, donde ideé un empleo de la orquesta que reemplaza perfectamente al órgano. »
Añadía que desde esa época se había ocupado de un nuevo asunto, Los Atenienses; que el príncipe heredero, á la sazón rey de Prusia, le había instado vivamente á acabar esa obra... Y hélo aquí sacando de su cartera en apoyo algunas cartas de dicho monarca para que las leyésemos. Así que cumplimos concienzudamente esa tarea, declaró que, á pesar de tan lisonjeras instancias, había renunciado definitivamente á tratar en música aquel asunto, aun cuando le parecía excelente, Porque estaba convencido de no poder superar á su lnés de Hohenstaufen y llegar á inventar nada nuevo. Concluyó así: «¿Cómo quiere V., pues, que haya nadie que pueda inventar algo nuevo, cuando yo, Spontini, declaro que no puedo de ninguna manera superar á mis obras precedentes, y cuando sé, por otra parte, que después de La Vestal no se ha escrito una nota que no fuese robada de mis partituras? »
Para demostrarnos que esa acusación de plagio no era simplemente una frase lanzada al vuelo, sino que descansaba en hechos científicamente comprobados, invocó el testimonio de su mujer. Ella había tenido á la vista, como él mismo,una voluminosa disertación sobre el particular, escrita por uno de los miembros más ilustres de la Academia francesa; en esa Memoria, que por motivos particulares no había sido entregada á la publicidad, se probaba clarísima y concluyentemente que, sin la prolongación de la sexta, inventada por Spontini y practicada en la Vestal, no existiría nada de la melodía moderna, y que todas las fórmulas melódicas empleadas después estaban tomadas para y simplemente de sus composiciones.
Yo no volvía de mi asombro; pero concebí, sin embargo, la esperanza de atraer al inflexible maestro á apreciaciones menos severas, siquiera en lo tocante á los progresos que le estaban reservados realizar á él mismo. Admitiendo con él que las cosas eran realmente como había demostrado el académico, me arriesgué á preguntarle si no se sentiría estimulado á buscar nuevas formas musicales, en el caso de que se le presentara un libreto de una tendencia poética que no hubiese abordado aún.
Mirándome con una sonrisa de compasión, me hizo advertir que había un error en mi misma pregunta: ¿Dónde encontrar ese elemento nuevo? «En La Vestal -dijo- he compuesto un asunto romano; en Hernan Cortés, un asunto español-mejicano; en Olimpia, un asunto greco-macedonio; y, en fin, en Inés de Hohenstaufen, un asunto alemán; todo lo demás no vale nada. » Por supuesto, daba de barato que, al hablarle de una obra de tendencias nuevas , no pensaría en el llamado género romántico á lo Freischütz: semejantes puerilidades eran indignas de ocupar á un hombre serio; el arte, efectivamente, era cosa seria, y todo lo serio lo había agotado él. ¿ De qué país, en suma, saldría el compositor capaz de superarlo? No había peligro de que ese fénix viniera de los italianos -á quienes trataba simplemente de cochinos- ni de los franceses, que se limitaban á imitar á los italianos, ni de los alemanes, que no podían sustraerse á sus idealismos pueriles, y cuyas buenas disposiciones, si alguna vez las tuvieron, se habían echado á perder completamente con el influjo de los judíos. «¡Oh, créame usted! Había esperanza para Alemania, cuando yo era emperador de la música en Berlín; pero desde que el rey de Prusia ha entregado su música al desorden ocasionado por los dos judíos errantes, que ha traído, se ha perdido toda esperanza. »
Llegados á este punto de la conversación, nuestra amable anfitriona creyó conveniente variar de tema, vista la gran sobreexcitación del maestro. El teatro estaba á dos pasos de su casa; como aquella noche la representaba precisamente la Antígone, animó á Spontini á que fuese allá con uno de los invitados, asegurándole que le interesaría mucho el arreglo de la escena, dispuesta excelentemente. á la manera antigua, según los planos de Semper. Se negó al pronto, diciendo que ya sabía lo que era eso desde su Olimpia, y en condiciones mucho mejores. Consiguióse decidirlo, sin embargo; pero no fué larga su ausencia: volvió sonriendo desdeñosamente, y declaró que había visto y oído más de lo que necesitaba para confirmarse en su opinión.
El amigo que lo acompañaba nos contó después que, apenas entró con Spontini en la tribuna casi vacía del anfiteatro, el maestro, desde el principio del coro de Baco, se volvió hacia él: «¿Esto es la Berliner Sing-Acadernie? Vámonos.» Y diciendo y haciendo, entreabrió lá puerta. Cayó un rayo de luz sobre una sombra que no habían notado antes, y que se ocultaba solitaria detrás de una columna; nuestro amigo reconoció á Mendelssohn, y coligió que habría oído perfectamente la frase de Spontini.
En los días siguientes descubrimos a través de las expresiones exaltadas del maestro su propósito decidido de que lo invitásemos á prolongar su estancia en Dresde para representar la serie de sus óperas. Pero la señora Schroeder-Devrient, en interés mismo de Spontini, pensaba impedir la segunda representación de La Vestal, por lo menos mientras él estuviese allí; quería evitarle el cruel desencanto de ver frustradas las esperanzas que apasionadamente concebía. Pretextó una nueva indisposición, y yo recibí el encargo de participar al maestro que era de prever un aplazamiento indefinido. La misión me era tan penosa, que me alegré mucho de ir acompañado de Roeckel, nuestro director de música. Roeckel se había captado también el aprecio de Spontini, y hablaba el francés con mucha más facilidad que yo.
Entramos en casa del maestro con verdadera ansiedad; nos esperábamos una mala acogida. Así, ¿ cuál no fué nuestro asombro al verlo, prevenido ya oportunísimamente por una carta de la señora Devrient, acercarse á nosotros con cara risuena? Nos dijo que tenía que marchar lo más pronto posible á París, desde donde pensaba trasadarse inmediatamente á Roma, llamado por el Santo Padre, que acababa de conferirle el título de onde de Sant Andrea. A la vez nos enseñó un segundo documento, por el cual el rey de Dinamarca acababa de darle despachos de nobleza. En realidad se trataba del diploma de caballero de la orden del Elefante, diploma que confiere en efecto la dignidad nobiliaria; pero Spontini no se refería á la condecoración, cosa de poco precio á sus ojos; lo que él citaba con orgullo era ese título aristocrático, que lo halagaba hasta el punto de desbordarse en transportes de una alegría infantil. Desde el estrecho círculo de los trabajos de La Vestal en Dresde se veía elevado, como por arte de encantamento, á una esfera de gloria desde cuyas alturas contemplaba este mundo y sus miserias de ópera con angélica beatitud.
Ya se comprende que Roeckel y yo bendijimos desde el fondo del alma al Padre Santo y al rey de Dinamarca. Nos despedimos, no sin emoción, de aquel hombre original, y para colmar su júbilo, le prometí meditar detenidamente sus benévolos consejos acerca de la carrera de compositor dramático.
No debía volver á verlo. Más adelante Berlioz me participó la muerte del maestro, á quien él había asistido fielmente en su agonía. Me dijo que, al acercarse su fin, Spontini se sublevó con todas sus fuerzas contra ese trance extremo, exclamando varias veces: «¡Yo no quiero morirme, no quiero morirme ! » Berlioz le respondió á guisa de consuelo:« ¿ Cómo puede usted pensar en morir, maestro, V. que es inmortal? » -« ¡ Déjese V. de frases !»- le replicó el viejo encolerizado.
Recibí en Zurich la noticia de esa pérdida, que me impresionó profundamente á despecho de los singulares recuerdos de Dresde. Escribí en la Gaceta federal un articulo en que exponía en términos concisos mi manera de ver sobre Spontini procurando hacer resaltar este punto: Spontini, al contrario de Meyerbeer, que dicta actualmente la ley en el mundo musical, y de Rossini, cuya vejez se prolonga todavía, se distinguió por una fe en su arte y en su propio genio. Que esa fe hubiese degenerado en una superstición extravagante, aunque tuve la pena de comprobarlo, me faltó valor para decirlo.
No recuerdo que en Dresde llegase á reflexionar más á fondo sobre las impresiones extraordinariamente singulares que me causó mi curioso encuentro con Spontini, ni que me tomase el trabajo de armonizarlas con la alta estima que sentía hacia ese gran maestro, y que, en resumen, no hizo más que acrecentarse. Yo no ví evidentemente más que su cargo; en cuanto á las prendas de su carácter como hombre, con la edad y con la prodigiosa exageración de la conciencia que tenía de su valer, habían degenerado en una caricatura. No me asombré menos del influjo que ejerció sobre Spontini la absoluta decadencia de la música dramática durante el periodo en que se le vió envejecer en Berlín en una situación equívoca y estéril. El hecho de cifrar su gloria principalmente en pormenores secundarios sólo prueba que sus facultades habían vuelto á la infancia; pero eso no podía rebajar á mis ojos el valor excepcional de sus obras, por excesiva que fuese la opinión que tenía de sí. Iré más lejos: si su orgullo había crecido tan desmedidamente, ¿no era por la comparación de su propio mérito con el de los músicos célebres que entonces lo suplantaban? Yo hacía esa comparación por mi parte,y no contribuía poco á justificar á mis ojos al viejo maestro. Al ver el escaso aprecio que hacía de esos príncipes del arte musical, no se me ocultaba que en el fondo de mi corazón estaba mucho más de acuerdo con él de lo que me hubiese atrevido á confesar por el momento. De donde resulta este hecho extraño: que aquella visita á Dresde, por mucho que la deslucieran circunstancias ridículas casi únicas, me llenó el corazón de una profunda simpatía, mezclada de una especie de terror, hacia aquel hombre á quien nunca he encontrado semejante.
Notas
(1) Novia, prometida.— (N. del T.)
(2) La Academia de canto de Berlín.
5. CARTA SOBRE EL «TANNHAUSER»
París, 27 de Marzo de 1861.
Prometí á ustedes noticias circunstanciadas sobre todo lo relativo al Tannhauser. Ha llegado la hora de cumplir mi promesa, y lo hago con tanto mayor gusto cuanto que el asunto ha tomado un sesgo franco, y ahora puedo verlo desde lo alto, abarcar todos sus pormenores, y hacer una reseña á sangre fría, como si hablase conmigo mismo. Para la mejor inteligencia, es menester que diga algunas palabras sobre los verdaderos motivos que me decidieron á venir á París con preferencia á ninguna otra parte. Empezaré, pues, por aquí.
Hace cerca de diez años me veía privado del placer animador de oír buenas ejecuciones de mis obras dramáticas, ni aun de tarde en tarde, y sentí finalmente la exigencia de un sitio donde poder disfrutar en un porvenir más ó menos lejano esas emociones vivas de mi arte que se me habían hecho necesarias. Soñaba para eso con algún modesto rincón de Alemania. Ya el gran duque de Baden, con una amabilidad que agradecí mucho, me había concedido autorización para montar y dirigir mi última obra en el teatro de Karlsruhe; en su consecuencia, en el estío de 1859, le insté para que me permitiese convertir mi estancia en sus Estados, puramente temporal al principio, en una residencia definitiva; si no, no me quedaba más partido que ir á establecerme en París. Á la expresión de mi deseo se me respondió : ¡ Imposible!
En el otoño del mismo año me puse en camino para París. Tenía fijó el pensamiento en la representación de mi Tristán, para la cual esperaba ser llamado á Karlsruhe, el 3 de Diciembre; suponía que después de presidir personalmente la primera audición de mi ópera, podría dejarla pasar á los otros teatros alemanes, y me bastaba la perspectiva de hacer lo mismo en el porvenir con mis restantes obras. En esa hipótesis, París no tenía para mí otro interés que permitirme oír de vez en cuando un excelente cuarteto ó una orquesta selecta, y poder remozarme así en ese comercio seguido con los órganos vivos de mi arte. Esos proyectos cayeron á tierra de un sólo golpe con la noticia que recibí de Karlsruhe: se declaraba imposible la representación del Tristán. Las dificultades de mi situación me sugirieron la idea de contratar en París para la primavera próxima cantantes alemanes de talento y reputación probada, y organizar con su concurso en los Italianos esa ejecución modelo, que tanto deseaba, de mi nueva obra; mi pensamiento era invitar á tal representación á los directores de orquesta y de escena de los teatros alemanes en que era favorablemente conocido, á fin de alcanzar de ese modo el resultado que me prometía en Karlsruhe. Pero, como mis planes no podían prosperar sin una participación importante del público parisiense, tenía interés en que dicho público apreciase desde luego mi música, y á este propósito di los tres famosos conciertos en los Italianos. Aunque el éxito fué muy grande, así en lo que toca á la acogida como á la concurrencia, no pude apresurar desgraciadamente la realización del designio principal que había concebido, porque en aquella misma ocasión resultaron patentes las dificultades de tal empresa, sin hablar de la irnposibilidad de reunir en París entonces a los cantantes alemanes elegidos por mí; así que esas razones me obligaron á renunciar al proyecto.
Cuando se acumulaban tantos obstáculos en torno mío, y en el momento en que, devorado de preocupaciones, volvía de nuevo los ojos hacia Alemania, supe con gran sorpresa que mi situación había sido objeto de conversaciones y de recomendaciones calorosas en la corte de las Tullerías. Debí ese movimiento de simpatía tan extraordinario, á la iniciativa ignorada hasta entonces de algunos miembros de la legación alemana en París. Fueron tan afortunados sus esfuerzos que el Emperador, á instancias de una princesa alemana que gozaba de gran favor cerca de él, y que habló sobre todo de mi Tannhauser con el mayor encomio, dió inmediatamente la orden de preparar esa ópera, á la Academia imperial de música.
Sin negar el vivo placer que me causó ese inesperado testimonio del éxito de mis obras en círculos á que yo había permanecido tan extraño, confieso, no obstante, que no miraba sin grandes temores una representación del Tannhauser en aquel teatro. ¿ Quién sabía mejor que yo que ese gran teatro de ópera había renunciado desde hacía mucho tiempo á toda mira artística seria, que habian prevalecido en él exigencias muy agenas á la música dramática, y que la ópera misma no servía ya más que de pretexto para el bailable? Declaro que, con ocasión de las reiteradas instancias que se me han dirigido en estos últimos años para que se representase una de mis obras en París, pensé mucho más que en lo que se llama la Gran Ópera en el Teatro lírico, más modesto, y, por consiguiente, más á propósito para un ensayo. Tenía dos razones principales: el público que da el tono en el Teatro lírico no es de una categoría particular, y, merced á la exigüidad de los recursos, el baile propiamente dicho no ha llegado á ser allí el eje de toda la máquina artística. Pero el director de ese teatro después de acariciar varias veces la idea de poner en escena el Tannhauser, tuvo que desistir por falta de un tenor á la altura de las dificultades del papel principal.
No me había engañado: desde mi primera conferencia con el director de la Gran Opera, lo primero de que se trató, la condición más esencial que había que satisfacer para el éxito de la obra, fué la adición de un bailable, y precisamente en el segundo acto. No tardé mucho en descubrir el verdadero motivo de semejante exigencia. En efecto: después de declarar que el segundo acto era cabalmente aquel cuya marcha no podía interrumpirse por un baile, desprovisto de toda razón de ser en aquel momento, añadí que, en cambio, en el primer acto, el punto en que empieza la acción, el coro voluptuoso de Venus, me parecía muy adecuado para motivar una escena coreográfica del más amplio carácter, tanto más, cuanto que en mi primera concepción había creído que se imponía la necesidad del baile en aquel mismo sitio. Hasta me seducía la idea de tener que colmar esa laguna evidente de mi primera partitura, y bosquejé un plan detallado con el cual adquiría una gran importancia esa escena del Venusberg. El director rechazó el plan enérgicamente, y me confesó sin artificios que no se trataba sólo de tener un baile, sino de que se bailara hacia mitad de función: el baile es propiedad casi exclúsiva de los abonados, y los abonados, que comen muy tarde,no entran en los palcos hasta entonces; un baile al principio de la noche no les serviría de nada, porque jamás asisten al primer acto. El ministro de Estado me reiteró después esas declaraciones y otras del mismo género. En resumen: se me afirmó tan categóricamente que toda probabilidad de éxito dependía del cumplimiento de tales condiciones, que me sentí inclinado á dar por terminada allí la empresa.
Pero, por más que pensase en volverme precipitadamente á Alemania, por más que cavilase ansiosamente dónde dirigirme para la ejecución de mis nuevas obras, al cabo tuve que reconocer la trascendenciá de la orden imperial que ponía á mi disposición, sin condiciones ni reservas, toda esa gran institución de la Opera, y me concedía cuantas contratas juzgase necesarias. Apenas formulaba el deseo de una adquisición, estaba satisfecho sin mirar á los gastos; en cuanto al aparato escénico, se procedía con una minuciosidad de que yo no tenía idea hasta entonces. En medio de circunstancias tan nuevas para mí, fué subyugándome más cada vez el pensainiento de gozar de una representación enteramente perfecta, casi ideal. La perspectiva de una ejecución semejante (cualquiera que sea la obra) es precisamente la que me ha perseguido durante mucho tiempo y preocupado de una manera seria, desde que me encuentro apartado de nuestro teatro de ópera; y hé aquí que los medios de que no había podido disponer nunca, en ninguna parte, se encontraban ahora á mi disposición en París, de un modo inesperado, y en una época en que ningún esfuerzo hubiese podido procurarme en mi patria un favor que se acercase á éste ni aun de lejos. Lo confieso con franqueza: esa idea me comunicó un entusiasmo que no habia sentido hacía mucho tiempo, y si á ella se asociaba alguna amargura, sólo sirvió para exaltar ese entusiasmo. Pronto me poseyó un pensamiento único: la posibilidad de una representación perfectamente bella; y en medio de la preocupación constante de dar cuerpo á esa posibilidad, me negué á dejarme influir por ningún linaje de consideraciones; si logro realizar lo que creo posible -me dije- ¡ qué importan el Jockey-Club y su baile!
Desde entonces no me cuidé más que de la interpretación. Según me declaró el director, no había tenor francés á quien encargar del papel de Tannhauser Por lo que me habían referido de las brillantes dotes del joven cantante Niemann, lo propuse para el papel principal, aunque sin haberlo oído; pero la circunstancia de que poseía una buena pronunciación francesa, contribuyó á cerrar su contrata con honorarios muy elevados, después de una discusión minuciosísima. Se contrató á otros varios cantantes, especialmente al barítono Morelli, sólo por el deseo que expresé de tenerlos como intérpretes. Preferí á algunos artistas de viso y ya en posesión del favor público en París, pero cuyos hábitos inveterados me contrariaban, artistas que estaban aún en sus comienzos, y que era de suponer se prestarían con más flexibilidad á las exigencias de mi estilo. Me sorprendió la atención escrupulosa que se concedía á los ensayos de canto al piano; es una cosa absolutamente desconocida entre nosotros; gracias á la viva inteligencia y al delicado sentimiento del «maestro de canto » Vauthrot, nuestros estudios dieron resultados inmediatos de una rara perfección. Me satisfizo mucho singularmente el ver la pronta inteligencia de los artistas franceses de la nueva generación para penetrarse del espíritu de sus papeles, y el celo y ardimiento con que cumplían su cometido.
Yo mismo volvía á tomar placer en mi antigua obra: revisé la partitura con el mayor esmero, rehice del todo la escena de Venus con el baile que la precede, y me esforcé en armonizar exactamente la parte cantada con la nueva letra francesa.
Hasta aquí había concentrado mi atención entera en la interpretación, y había dejado á un lado toda consideración extraña á este objeto; pero al fin acabé por advertir con pena que esa misma interpretación no se mantendría á la altura en que yo la soñaba. No es cosa fácil especificar exactamente los puntos en que debí abandonarme á mis decepciones; pero el inconveniente más sensible procedía del encargado del difícil papel principal: Cuanto más nos acercábamos al día de la función, más crecía su desaliento; juzgóse necesario que se pusiese en relación con los críticos y éstos le predecían la caída irremisible de mi ópera. Las esperanzas favorables que alimenté durante los ensayos al piano, fueron desvaneciéndose á medida que se acercaba la lectura á la orquesta. Ví que descendíamos al nivel de una representación vulgar de ópera, y que todos los esfuerzos que hicíésemos para superarlo serían estériles Faltaba un elemento de éxito en que era natural que yo no pensase al pronto, y el único que hubiese podido dar el relieve apetecible á una representación de esa clase: la presencia de un artista de viso, ya adoptado y mimado por el público, en vez de la compañía, casi toda de simples principiantes, con que me presenaba á solicitar sus sufragios. En fin, me dolía sobre todo no haber conseguido que me cediese el puesto el director de orquesta, en cuyo caso hubiese podido ejercer un gran influjo sobre la interpretación; y lo que acababa de contristarme, lo que todavía á la hora presente pone el colmo á mi verdadera pena, es no haber logrado que defiriesen á mi deseo de retirar la partitura, es haber tenido que consentir con una triste resignación á que se ejecutase mi obra sin inspiración ni entusiasmo.
En cuanto á la manera como acogía el público mi ópera, me era casi indiferente en tales circunstancias; la más brillante acogida no hubiese podido decidirme á seguir una larga serie de representaciones, dado el poco placer que sentía.
En lo que toca á la naturaleza de esa acogida, me parece que hasta ahora los han tenido á ustedes deliberadamente en un error. Se engañarían de medio á medio, si en vista de sus anteriores noticias, formasen del público parisiense un juicio, lisonjero acaso para el público alemán, pero muy injusto de todas veras. Yo insisto, al contrario, en reconocer al público parisiense cualidades muy estimables, sobre todo una comprensión muy viva y un sentimiento de la justicia verdaderamente generoso.
Hé aquí un público (hablo de él considerado en su conjunto) para el cual soy desconocido del todo personalmente, un público á quien los periódicos, los charlatanes y los desocupados, cuentan de mi diariamente las cosas más absurdas, y áquien se previene en contra mía con una furia casi sin ejemplo. Pues bien: ver á tal público luchando por mí contra una fracción conjurada durante cuartos de hora seguidos y prodigándome los testimonios más tenaces de su aprobación, es un espectáculo de que debía holgarme por fuerza, así hubiese sido el hombre más indiferente del mundo.
Gracias á la extraña solicitud de los que disponen exclusivamente de las localidades en días de estreno, y que casi me habían negado un hueco para mis pocos amigos personales, veíase reunido aquella noche en la sala de la Gran Opera un público cuyo cariz anunciaba á todo observador desapasionado una extrema prevención contra mi obra; agréguese á eso toda la prensa de París, invitada oficialmente en semejantes casos, y de cuya hostilldad podrán juzgar ustedes con sólo leer sus reseñas. En tales condiciones, se me concederá que pueda permitirme pronunciar la palabra victoria, si afirmo sin la menor exajeración que la ejecución mediana de mi obra hizo estallar aplausos más nutridos, más unánimes, que los que he recibido hasta el presente en Alemania.
Los críticos musicales de aquí en su mayoría, y aun puede decirse que todos ellos, eran los instigadores de la oposición, casi general al principio. Hasta el fin del segundo acto se habían esforzado en desviar la atención del público; entonces dejaron traslucir el temor de tener que asistir á un éxito completo y ruidoso del Tannhauser, y en su vista recurrieron á una estratagema, que fué prorrumpir en risas bastante groseras después de aquellos pasajes sobre los cuales se habían puesto de acuerdo en los ensayos. De esa suerte, consiguieron disminuir la importancia de las manifestaciones que tuvieron efecto á la caída del telón. Esos señores habían advertido en todos los ensayos generales, á que yo no pude impedir que asistiesen, que el éxito propiamente dicho de mi ópera estribaba en el acto tercero. Una bellísima decoración de M. Despléchin, representando el valle al pie del Wartburg, á la luz de un crepúsculo de otoño, produjo ya en cuantos asistían á los ensayos generales, el encanto que debía preparar la disposición de espíritu necesaria, para la inteligencia de las escenas siguientes. Por parte de los artistas, esas escenas fueron la parte brillante de toda la interpretación. La ejecución musical y escénica del coro de los peregrinos, alcanzaba una belleza insuperable. Mlle. Sax, decía la plegaria de Isabel de un modo perfecto y con una expresión arrebatadora. Morelli, suspiraba los pensamientos dirigidos al lucero de la tarde, con una perfecta delicadeza elegiaca. Esa serie de números, preparaba tan felizmente el relato de la peregrinación (la mejor parte de la interpretación de Niemann, la que siempre le ganó los más vivos sufragios), que hasta los más encarnizados enemigos de mi obra, tuvieron que reconocer la importancia excepcional del éxito reservado á ese tercer acto; y contra ese acto precisamente dirigieron sus ataques los fautores del motín, intentando perturbar con ruidosas carcajadas, por los motivos más fútiles y pueriles, el recogimiento y la emoción contenida del público, en cuanto advertían esa disposición favorable y necesaria de los espectadores. Mis intérpretes no se dejaron desconcertar por esas demostraciones hostiles: el público se mantuvo firme también, y prestó una atención simpática á sus animosos esfuerzos, frecuentemente recompensados por aplausos calorosos, tanto que al final, la oposición, quedó completamente avasallada, por las llamadas vehementes á escena de los intérpretes.
La actitud del público en la segunda representación me probó que no me había engañado al considerar el éxito de la primera noche como una completa victoria; porque entonces se pudo ver de una manera decidida con qué género de oposición tenía que habérmelas en adelante. Quiero hablar del Jockey-Club de aquí, y puedo permitirme citarlo, toda vez que el mismo público, con sús gritos de « ¡ A la calle los Jockeys! » designó á mis principales adversarios en alta é inteligible voz. Los miembros de ese Club (ustedes me dispensarán ¿verdad? sí insisto demasiado sobre la legitimidad del derecho que creen poseer de reinar soberanamente en la Gran Opera), los miembros de ese Club se habían sentido mucho por la supresión del baile habitual en el momento de su entrada, es decir, hacia la mitad de la representación. ¡Cuál no fué, pues, su asombro, al ver que el Tannhauser, no sólo no había fracasado en la primera representación, sino que en realidad había conseguido un triunfo! En adelante, corría de su cuenta, arreglar las cosas de modo que no les hiciesen tragar todas las noches esa ópera sin baile; al efecto, hicieron buen acopio de silbatos de caza y otros instrumentos del mismo género, y apenas entraron en el teatro empezó la maniobra contra el Tannhauser.
Hasta allí, es decir, durante el primer acto y hasta la mitad del segundo, no se hubiese podido sorprender el menor asomo de oposición; aplausos sostenidos, acompañaban sin ninguna protesta los pasajes que gustaron desde un principio. Pero, á partir de aquel momento, fué inútil toda demostración favorable; en vano el mismo Emperador y la Emperatriz dieron por segunda vez á mi obra públicas muestras de su benevolencia; los que se miran como soberanos del teatro, pertenecientes todos á la más alta aristocracia de Francia, pronunciaron la sentencia irrevocable contra el Tannhauser. Los silbatos acompañaron hasta el fin á las salvas de aplausos del público.
En vista de la impotencia absoluta de la dirección frente á aquel poderoso Club, y en vista del miedo manifiesto del mismo ministro de Estado, no me creí con derecho á seguir exponiendo á mis fieles intérpretes á aquella innoble agitación de que se los hacía victimas sin escrúpulo, con la esperanza de que habrían de batirse en retirada forzosamente. Declaré á la dirección que retiraba mi ópera, y, si consentí en que se representase una tercera vez, fué con la condición expresa de que sería en domingo, es decir, fuera de abono, para que pudiese ocupar toda la sala el público propiamente dicho. Pusiéronse reparos contra mi deseo de que se designase esa representaeión en los carteles como la última; así que no tuve otro recurso que advertirlo yo mismo á mis conocidos.
Esas medidas de precaución no consiguieron disipar los temores del Jockey-Club; al contrario, sus miembros creyeron ver en la representación dominical una demostración audaz y amenazadora para sus intereses: pensaban que después de eso, después de acogida la ópera por un éxito no discutido y admitida en el repertorio, fácilmente les sería impuesta á la fuerza. No se atrevían á creer que yo hablase sinceramente, cuando aseguraba que, aun supuesto tal éxito del Tannhauser, no estaría menos decidido á retirar la partitura. Esos caballeros renunciaron, pues, por aquella noche á sus otras diversiones; volvieron á la Ópera, bien pertrechados, y renovaron las escenas de la segunda noche.
Esta vez la exasperación del público, al ver que le sería absolutamente imposible seguir la representación, creció en proporciones nunca vistas, segun me dijeron; parece que los señores perturbadores á no ser por la inviolabilidad de su posición social, no hubiesen escapado a los malos tratamientos y á las vías de hecho. Lo digo sin ambages: tanto como me asombró la actitud desenfrenada de esos señores me conmovieron los esfuerzos heroicos del verdadero público por reparar aquella injusticia; nunca ha estado más lejos de mí, concebir dudas del público parisiense, cuando se encuentra en un terreno neutral.
La retirada de mi partitura ha puesto á la dirección de la Ópera en un verdadero y grande apuro. Clama que en lo ocurrido con el Tannhauser ve un grandísimo éxito, en vez de un fracaso, y que, por más que consulta sus recuerdos, no tiene idea de que se haya visto jamás un público tomando parte con tan viva pasión por una obra discutida. Le parece que el Tannhauser, tiene asegurados los mayores ingresos, porque las localidades están tomadas ya con anticípación para varias representaciones. Le informan de la irritación creciente del público, al ver defraudado por una ínfima minoría el interés que tiene de oír y apreciar en paz una obra nueva de que tanto se ha hablado.
Sé, por mi parte, que el Emperador permanece completamente fiel á sus buenas disposiciones en pro de mi causa, que la Emperatriz quiere tomar mi ópera bajo su protección y reclamar medidas para prevenir la repetición de nuevos desórdenes. En este mismo momento circula entre los músicos, los pintores, los artistas y los literatos de París una protesta dirigida al ministro de Estado contra los vergonzosos acontecimientos de la Opera; me dicen que se cubre de firmas. En tales circunstancias, parece que debería sentirme animado á autorizar la reaparición de mi ópera. Pero me lo impide una importante consideración artística.
Hasta ahora no he podido lograr una sola audición tranquila y recogida de mi obra. Las condiciones particulares, necesarias para comprender lo que yo he querido hacer, para colocarse en esa disposición de espíritu extraña al público ordinario de ópera, y sin la cual no se abraza el conjunto, la unidad de una producción, esas condiciones, digo, han faltado hasta ahora á mis oyentes, que sólo han podido fijarse en brillantes episodios, fáciles de comprender aisladamente, y puestos allí como simple marco de mi cuadro; esos oyentes han tenido que limitarse á notar dichas páginas y á saludarlas con sus vivas simpatías. Admitiendo que yo consiguiese ahora esa audición tranquila y recogida, no dejaría de temer lo que antes dije sobre el carácter de la ejecución de aquí: tal ejecución carecía por completo de vigor y de entusiasmo, cosa que no ha pasado inadvertida para ninguno de los que están familiarizados con la obra. En cuanto á mí, me estaba vedado intervenir personalmente para estimular esa debilidad, y temiendo, en consecuencia, que la debilidad se patentizase poco á poco, he renunciado á toda esperanza de asistir por esta vez á un éxito sólido y no puramente superficial.
¡ Queden, pues, todas las deficiencias de esa ejecución indulgentemente veladas por el polvo de estas tres noches de combate! ¡ Y qué más que uno, después de haber defraudado cruelmente las esperanzas cifradas en él, .pueda retirarse de la lucha con la convicción de que ha sucumbido por una buena causa y por amor á esa causa!
¡ Acabe por esta vez su carrera el Tannhauser de París! Si llegara a cumplirse la aspiración de amigos serios de mi arte, si se realizara el proyecto acariciado á estas horas por personas muy expertas, y que no se endereza nada menos que á la inmediata fundación de un nuevo teatro de ópera donde puedan introducirse las reformas cuya iniciativa he tomado aquí, quizá volverían ustedes á recibir de París mismo noticias del Tannhauser.
En cuanto á lo que ha pasado en París hasta hoy, á propósito de mi obra, tengan ustedes por seguro que el presente relato es la verdad pura y cabal; y sírvales de garantía el saber que me es imposible contentarme con apariencias, cuando quedan por cumplir mis más íntimas aspiraciones, que mis deseos no pueden verse satisfechos más que cuando tengo la conciencia de haber provocado una impresión franca y patente.
6. MIS RECUERDOS
SOBRE LUIS SCHNORR DE KAROLSFELD
MUERTO EN 1865
Oí hablar por primera vez del joven cantante Luis Schnorr de Karolsfeld á mi antiguo amigo Tichastchek que me visitó en Zurich durante el estío de 1856, y llamó mi atención, en previsión del porvenir, sobre las grandes dotes de ese neófito del arte. Schnorr había empezado entonces su carrera dramática, en el teatro Real de Karlsruhe, y el director de ese teatro, que me visitó también durante el estío del año siguiente, me habló de su predilección singular por mi música y por las dificultades que imponía al cantante dramático. Convinimos, pues, en reservar el estreno de mi Tristán, cuya concepción meditaba en aquella época, para el teatro de Karlsruhe; de esa suerte era de suponer que el gran Duque de Baden, muy bien dispuesto en mi favor, podría allanar las dificultades que se oponían aún, á que yo reapareciese en el territorio de la Confederación germánica sin ser molestado. Poco después recibí una atenta carta del mismo Schnorr, expresándome casi apasionadamente su adhesión hacia mí.
Por motivos en que quedaba más de un punto oscuro, declaróse finalmente imposible estrenar en Karlsruhe esa ópera, acabada durante el verano de 1859. En cuanto á Schnorr, me participaban también que, á despecho de su gran abnegación por mí, no creía poder llegar á vencer las dificultades que ofrecía el papel principal en el último acto. Además, se me pintaba como grave el estado de su salud; me decían que estaba afligido de una obesidad que desfiguraba su porte juvenil. Esta última noticia fué la que peor me impresionó. Cuando visité por primera vez á Karlsruhe en el estío de 1861, volvió á agitarse el suspendido proyecto, gracias á la perseverancia amistosa de las buenas disposiciones del gran Duque; pero acogí con cierta repugnancia la proposición que me hicieron de entrar en negociaciones con Schnorr, contratado entonces en el teatro Real de Dresde. Declaré que no tenía el menor deseo de conocer personalmente á ese cantante, porque, dado su achaque, temía que las ideas grotescas evocadas por su presencia, pudiesen prevenirme contra sus méritos reales de artista hasta el punto de hacerme insensible á ellos.
No habiendo podido celebrarse en Viena una ejecución de mi nueva obra, proyectada en el ínterin, pasé una temporada en Biebrich, á orillas del Rhin, durante el verano de 1862, y de allí fuí á Karlsruhe con objeto de asistir á una representación de Lohengrin, para la cual había sido contratado Schnorr. Llegué secretamente; me había propuesto no presentarme á nadie, á fin de que Schnorr sobre todo, ignorase mi presencia, porque temía ver confirmados mis temores por la impresión repulsiva de su supuesta deformidad, é insistía en eludir toda relación personal entre nosotros, y en pasarme sin él. Pronto cambiaron esas disposiciones. Si la vista del caballero del cisne, al abordar á la ribera en su navecilla, me hizo el efecto algo extraño de la aparición de un Hércules juvenil, no bien se adelantó á la escena, obró sobre mí inmediatamente el encanto especial del héroe legendario, del enviado de Dios; era el personaje sobre el cual no se pregunta: «¿ Cómo es?», sino que se dice: «¡Helo ahí! » Esa impresión instantánea, tan profundamente penetrante, no puede compararse mas que á un hechizo; recuerdo haberla recibido de la gran Schroeder-Devrient, en los primeros años de mi adolescencia, de una manera decisiva para toda mi vida, y después jamás he vuelto á experimentarla tan poderosamente como en la salida de Luis Schnorr en Lohengrin. Durante la representación, no tardé en advertir que había muchas cosas en su manera de concebir é interpretar que no habían llegado aún á la madurez; pero esos mismos defectos tenían á mis ojos el atractivo de una pureza juvenil incólume, de una casta disposición al desarrollo artístico más floreciente. El entusiasmo y la tierna exaltación en que rebosaban las miradas maravillosamente amorosas de aquel jovenzuelo, me revelaron en seguida la llama genial en que acabarían por arder; en pocos instantes fué para mí un ser cuyas facultades ilimitadas me inspiraron una trágica angustia. Al final del primer acto encargué á un amigo, á quien busqué con ese objeto, que pidiese á Schnorr una cita conmigo después de acabada la ópera. Hízose así: á una hora avanzada de la noche, entró el joven adalid, fresco y ágil, en mi cuarto del hotel, y quedó concluida la alianza. Entonces no podíamos decirnos gran. cosa, pero se convino que celebraríamos una entrevista más larga en Biebrich lo antes posible.
Allí, á orillas del Rhin, volvimos á encontrarnos á poco para pasar juntos dos semanas felices; Bülow, que había ido á verme en la misma época, ocupaba el piano, y recorrimos á nuestro sabor mis bosquejos del Anillo de los Nibelungos y sobre todo Tristán. Todo lo que podía llevarnos á la inteligencia más íntima en punto á los intereses artísticos, fué dicho y hecho. En cuanto á las dudas de Schnorr sobre la posibilidad de interpretar el tercer acto de Tristán, me confesó entonces, que esas dudas se referían más que á un desfallecimiento del órgano, á las dificultades que encontraba para poseer á fondo la inteligencia de uná frase: ese pasaje único, pero que creía de la más alta importancia, era la maldición de amor; se trataba especialmente de la expresión musical exigida á partir de las palabras: «Risa y llanto, voluptuosidades y heridas...» Le expliqué mis intenciones y el acento indudablemente extraordinario que había querido dar á esa frase. Me entendió inmediatamente; reconoció que bajo el punto de vista musical se había engañado en lo tocante al movimiento, que él suponía demasiado rápido, y vió que la precipitación exajerada resultante de ese modo, procedía de que había equivocado la justa expresión por no haber comprendido tampoco el pasaje. Le hice advertir que, al indicar un movimiento más amplio, me proponía seguramente obtener un esfuerzo insólito y hasta quizá de una intensidad extraordinaria, á lo cual me manifestó que no era exigir un imposible, y me probó al instante cómo con aquella amplitud del movimiento lograba interpretar el pasaje de una manera completamente satisfactoria.
Ese simple pormenor ha sido para mí una cosa inolvidable y de las más instructivas: el extremo esfuerzo físico, dejaba de ser penoso desde el punto y hora en que el artista llegaba á entender la expresión justa de la frase; la inteligencia le comunicaba al momento la fuerza requerida para vencer la dificultad material. Y hé ahí el delicado escrúpulo, que durante años, había atormentado la conciencia artística de ese joven; su incertidumbre en la interpretación de un sólo pasaje lo había intimidado hasta el punto de dudar que pudiese salir airoso de todo su cometido; en cuanto á cortar el pasaje, medio á que no hubieran dejado de recurrir nuestras más renombradas celebridades de ópera, no podía cruzarle siquiera por las mientes, porque sabía que ese era el vértice de la pirámide hasta donde se elevaba la tendencia trágica del tipo de Tristán.
¡ Quién puede medir lás esperanzas que me alentaron al encontrar en mi camino tal cantante!
Nos separamos, hasta que nuevos y singulares destinos volvieron á unirnos años después para la realización definitiva de nuestra empresa.
A partir de ese instante, mis esfuerzos por conseguir una representación de Tristán se confundieron con los que hice para asegurarme el concurso de Schnorr; pero no dieron resultado hasta la época en que un augusto amigo del arte, que la suerte me deparó después, me asignó con ese objeto el teatro Real de Munich. A comienzos de Marzo de 1865, Schnorr hizo una corta aparición en Munich, á fin de celebrar conmigo las conferencias necesarias á propósito de nuestro proyecto, pronto á entrar en vías de ejecución. Se aprovechó su presencia para dar una representación de Tannhauser, sin preparación ninguna, y encargándose él del papel principal con un sólo ensayo en la escena. No podía servirme, pues, más que de indicaciones verbales para hacerle comprender las explicaciones que esperaba sobre su cometido, el más arduo entre todos los papeles de hombres de mis dramas. Bajo un punto de vista general, le comuniqué la triste experiencia que había hecho sobre el efecto producido hasta entonces en el teatro, por mi Tannhauser: el resultado último nunca había sido satisfactorio, porque jamás habían sido vencidas, ni siquiera comprendidas, las dificultades del papel prinicipal. Le indiqué como rasgo dominante de ese papel la suma intensidad, así del éxtasis como de la contrición, sin emplear ninguna gradación intermediaria de sentimiento, sino bruscamente y por un contraste bien acentuado. Para fijar mejor este principio de su interpretación, le señalé la importancia de la primera escena con Venus: si falla el efecto conmovedor que debe producir esa escena, es inevitable el fracaso de todo el conjunto; por más que el actor lance gritos de alegría en el primer final, por más que se arrebate y subleve en el tercero bajo el anatema, no hay ya modo de enderezar las cosas. La importancia de esa escena no estaba indicada bastante claramente en el primer bosquejo; más tarde, cuando lo reconocí, me ocurrió la idea de la nueva interpretación, que en la época de que hablo, aún no había sido puesta en estudio en Munich. Schnorr tenía que salir de su empeño con el antiguo sistema; razón demás para que se esforzase en traducir un combate espiritual extraordinariaménte doloroso, lo cual en ese pasaje depende exclusivamente del artista; podía conseguirlo, siguiendo mi consejo de considerar como un crescendo poderoso todo lo que precede á la exclamación decisiva: ¡Mi salvación reposa en María! Le dije que al llegar á esta palabra ¡María! debía haber una explosión tan enérgica, que el milagro operado inmediatamente del desencanto del Venusberg y del transporte al valle natal, apareciese de un modo claro y rápido como la realización necesaria de las exigencias inevitables de un alma sobreexcitada hasta el extremo. Añadí que en el momento de esa exclamación debía tomar la actitud de un hombre arrebatado por el éxtasis más sublime, dirigiendo al cielo una mirada exaltada y fija, y permanecer así, sin cambiar de sitio, hasta el instante en que los caballeros entran en escena y lo apostrofan. En cuanto al modo de dar cima á esa empresa, declarada imposible algunos años atrás por un cantante renombradísimo, yo mismo se lo indicaría directamente en el ensayo, poniéndome cerca de él. Me colocaría enfrente, y siguiendo paso á paso la música y el desarrollo de la escena, desde la canción del pastor hasta el desfile de los peregrinos, le apuntaría la marcha interior de los sentimientos extáticos, desde la completa y sublime inconsciencia hasta el despertar gradual de la percepción exterior, producido sobre todo por el renacimiento del oído, mientras la mirada, desencantada por la vista del azul celeste, se niega á reconocer aún el antiguo mundo terreno de la patria, como si temiese romper el encanto, permaneciendo, pues, fija esa mirada, dirigida sin cesar hacia el cielo; sólo el juego expresivo de la fisonomía y una blanda distensión á lo último de la actitud erguida del cuerpo, deben delatar la invasión de la ternura en el alma regenerada, basta que toda agitación se desvanece ante el avasallamiento divino, hasta que el pecador se postra con humildad, profiriendo al fin la exclamación: ¡Loor á tí, Omnipotente! ¡ Grandes son las maravillas de tu gracia! Luego, cuando ya de rodillas une su voz tímidamente á la de los peregrinos, su mirada, su cabeza, su cuerpo entero, se inclinan más profundamente cada vez, hasta que, sofocado por las lágrimas, poseído de un nuevo y saludable desfallecimiento, queda tendido, inanimado, con la faz en tierra.
En este sentido y en voz baja, comuniqué á Schnorr mi pensamiento, permaneciendo cerca de él durante todo el ensayo. A las brevísimas indicaciones que yo le hacía, respondía por su parte con una discreta y furtiva mirada; esa mirada, iluminada por una exaltación profunda, me atestiguaba la inteligencia más maravillosa, el actor despertaba en mí de rechazo nuevas inspiraciones sobre mi propia obra; con lo cual tuve un ejemplo inaudito del fecundo cambio de resultados que puede producir un comercio inmediato y afectuoso entre dos artistas de diversas dotes, cuando sus facultades se completan perfectamente.
Después de aquel ensayo no volvimos á decir una palabra de Tannhauser. Aun después de la representación, que tuvo efecto la noche siguiente, apenas si cruzamos una palabra sobre el particular; por mi parte, ni le dirigí elogios ni le di las gracias: aquella noche, merced á la interpretación maravillosa, enteramente inexpresable, de mi amigo, dirigí hasta el fondo de mi propia creación una de esas miradas que rara vez, quizás jamás, ha sido dado dirigir á un artista. Se siente uno poseído entonces de un arrobamiento sagrado, ante el cual debe guardarse un silencio religioso.
En esa única representación de Tannhauser, que jamás se repitió, Schnorr había realizado cumplidamente mis intenciones artísticas más íntimas; no se perdía de vista un sólo instante el elemento demoniaco en el transporte ó el dolor; el pasaje de una importancia tan decisiva en el segundo final «Para guiar al pecador á la salvación... », sobre el cual había expresado yo tantas veces exigencias inútiles; ese pasaje que dejaban á un lado obstinadamente todos los cantantes por su gran dificultad, y todos los directores por el movimiento obligado de los instrumentos de cuerda, lo interpretó Schnorr por primera y única vez con la expresión intensamente conmovedora que convierte al héroe, de un objeto de horror, en el sér sobre el cual se concentra la piedad. El ardor frenético de su contrición durante la conclusión tan movida del segundo acto, y su despedida en respuesta á la de Isabel, preparaban perfectamente su aparición en el tercer acto con los signos de la demencia; de aquel alma helada brotaba después la emoción de una manera más embargadora, hasta el momento en que un nuevo acceso de locura volvía á evocar la visión mágica de Venus con un poder casi tan despótico como el del primer acto, cuando la invocación á María hacía reaparecer milagrosamente el mundo de la luz, el mundo de la patria cristiana. En esa última explosión de una desesperación frenética, Schnorr estaba verdaderamente espantoso, y no creo que Kean y Luis Devrient hayan podido alcanzar un poder más alto en el papel de Lear.
La impresión del público fué para mí sumamente instructiva. Más de un pasaje, como la escena casi muda que sigue al desencanto del Venusberg, produjo un efecto conmovedor, y provocó explosiones impetuosas y unánimes del sentimiento general. Pero en el conjunto noté más bien sorpresa y asombro; las partes enteramente nuevas, especialmente el pasaje discutido y siempre suprimido del segundo final, desorientaron y casi desconcertaron al público. A este propósito tuve que recibir á quemaropa la lección de un amigo que no carecía de inteligencia: me dijo que, hablando propiamente, no tenía derecho para hacer interpretar el Tannhauser a mi modo, siendo así que público y amigos, acogiéndolo con favor por todas partes, expresaban manifiestamente que la manera más sentimental de comprender la obra hasta entonces, aunque insuficiente para mí, era en el fondo la mejor. La objeción formulada sobre la puerilidad de tales asertos era recibida con encogimientos de hombros tan indulgentes, que no había modo de discutir.
Así, á esa relajación y aun diré á esa corrupción general, no sólo del gusto público, sino hasta del sentido artístico de los mismos que nos rodeaban, tuvimos que oponer Schnorr y yo una común resistencia; y lo hicimos, merced á un simple acuerdo sobre lo que era verdadero y justo, creando y obrando con tranquilidad, sin otra demostración que nuestros actos de artistas.
Se preparó esta demostración en los comienzos del siguiente Abril, con el regreso del artista tan profundamente identificado conmigo y con los ensayos generales para la representación del Tristán. Jamás el más torpe de los cantantes ó de los músicos aceptó de mí tan gran número de instrucciones sobre el detalle más nimio como ese héroe del canto, que desde el primer instante conquistaba la maestría suprema: la más leve apariencia de obstinación en mis consejos, hallaba en él una acogida tan inteligente y tan simpática, que me hubiera creído desleal, si por temor de no herirlo hubiese intentado evitarle la menor crítica. Bien es cierto que esa disposición dimanaba de que mi amigo, por su propia iniciativa, había penetrado ya el sentido ideal de mi obra, y se lo había asimilado cumplidamente: ni el menor hilo de esa trama espiritual, ni la más discreta indicación de las relaciones más ocultas, nada había que no adivinase con el tacto más exquisito. No se trataba, por consiguiente, sino de someter á un examen rigoroso los medios técnicos de expresión del artista bajo el punto de vista vocal, musical y mímico, á fin de conseguir en todo el curso de la obra la armonía entre las facultades personales y características del intérprete y el objeto ideal de la interpretación. Los que asistieron á aquellos estudios, deben recordar que nunca les ha sido dado conocer nada semejante en punto á inteligencia entre artistas amigos.
Sólo del tercer acto del Tristán, no dije nada á Schnorr (excepto mi explicación precedente del único pasaje que no había comprendido). Después de prestar la atención más sostenida á mis intérpretes, así con la vista como con el oído, mientras se ensayaban el primero y el segundo acto, una vez empezado el tercero, me desvié involuntariamente del espectáculo del héroe herido, tendido en su lecho de dolor, para abstraerme, inmóvil en mi asiento, con los ojos medio cerrados. Como no me volví una sola vez durante esa larguísima escena, ni aún al oir los acentos más vigorosos, y en cambio no hacía más que agitarme, Schnorr pareció experimentar alguna perplejidad ante la duración insólita de aquella indiferencia aparente. Pero cuando al fin me levanté titubeando después de la maldición de amor, cuando me incliné hacia ese admirable amigo que seguía tendido en su lecho, y abrazándole cariñosamente, le dije muy bajo, que me era imposible expresar ningún juicio sobre el ideal realizado por él, entonces centellearon de repente sus ojos sombríos como la estrella del amor. Un sollozo apenas perceptible... y después nunca volvimos á pronunciar una palabra seria sobre ese tercer acto. A lo sumo me permití demostrarle mi sentimiento con bromas por ese estilo: una cosa como ese tercer acto es fácil de escribir, pero verse obligado á oírsela cantar á Schnorr es algo fuerte; así que me sería imposible mirarlo encima...
A decir verdad, hoy mismo, al apuntar estos recuerdos después de tres años, no puedo describir la manera cómo me secundó Schnorr en el papel de Tristán, hasta llegar al punto culminante del tercer acto de mi drama; y es sin duda por la sencilla razón de que esa manera no admite paralelo. Héme aquí en un gran apuro para saber cómo podría dar siquiera una idea aproximada; estoy convencido de que el único medio de fijar para la reflexión ulterior ese prodigio tan formidablemente fugitivo, el arte de la interpretación por la música y la mímica combinadas, consiste en recomendar á los amigos sinceros de mi persona y de mi obra, que tomen en las manos ante todo la partitura de ese tercer acto. Desde luego tendrían que escrutar á fondo la orquesta, siguiendo, desde el principio del acto hasta la muerte de Tristán, los motivos musicales que sin tregua surgen, se desarrollan, se asocian y separan para volver de nuevo á confundirse, crecer y borrarse, hasta que finalmente entran en lucha, se traban y se devoran casi los unos á los otros; después deberían notar que esos motivos, cuya significación exigía la más minuciosa armonización al par que una orquestación del más independiente movimiento, expresan una vida afectiva en donde alternan el más vehemente anhelo de voluptuosidad y la aspiración más decidida á la muerte, una vida que hubiera sido imposible bosquejar hasta hoy en una obra puramente sinfónica, porque no se podía hacer sensible, sino mediante combinaciones instrumentales que apenas si ha necesitado poner en juego hasta el día con tal riqueza, un compositor puramente sinfónico. Nótese ahora que toda esa orquestación extraordinaria, no representa bajo el punto de vista de la ópera propiamente dicha, con respecto á los monólogos en que se desahoga el cantante tendido en su lecho, sino el acompañamiento de lo que se llama un solo de canto, y se medirá el alcance de la ejecución de Schnorr, si digo, invocando el testimonio de cualquier oyente sincero de aquellas representaciones de Munich, que desde el primero hasta el último compás toda la atención y todo el interés, se concentraban exclusivamente en el actor y en el cantante, permaneciendo encadenados á su persona; que no hubo un sólo momento de distracción, ni se perdía la más mínima palabra; más aún: que la orquesta desaparecía completamente ante el cantante, ó, por mejor decir, parecía envuelta en su misma ejecución. Al que haya estudiado de cerca la partitura le pintaré la grandeza incomparable de la interpretación de mi amigo, con sólo advertirle que, después del ensayo general, los oyentes desapasionados auguraban á ese acto tercero, un efecto popularísimo y le predecían un éxito unánime...
Al asistir á aquellas representaciones del Tristán, la prodigiosa hazaña de mi amigo me inspiró desde el comienzo un asombro respetuoso, que creció hasta trocarse en verdadero espanto. Acabé por mirar como un crimen el consentir que Schnorr repitiese normalmente aquella proeza, según los usos de nuestro repertorio de ópera; y á la cuarta representación, después de la maldición de amor de Tristán, me creí en el deber de declarar resueltamente que esa representación sería la última y que yo no toleraría ninguna otra.
Era algo difícil hacer comprender claramente mi sentimiento íntimo en aquel caso. No entraba en juego para nada el escrúpulo de sacrificar las fuerzas físicas de mi amigo, porque lo que ya sabia por experiencia, había disipado ese escrúpulo completamente. A este propósito hizo observaciones muy acertadas y notables el experto cantante Antonio Mitterwurzer, que en calidad de colega de Schnorr en el teatro de Dresde, y compañero suyo en la representación de Tristán en Munich, donde desempeñaba el papel de Kurwenal, se interesó de la manera más viva y más inteligente por la interpretación y el éxito de nuestro amigo. Como sus cofrades de Dresde clamasen que Schnorr se había arruinado la voz en el papel de Tristán, les hizo observar muy juiciosamente, que el que dominaba su cometido tan soberanamente como Schnorr, no podía temer abusar de sus fuerzas físicas, puesto que esa soberanía espiritual con que se posesionaba del papel implicaba igual soberanía sobre el empleo de aquellas fuerzas. Y el hecho es que ni antes ni después de las representaciones, se notó el menor desfallecimiento de la voz en ese artista ni siquiera cansancio físico; al contrario: si antes de las representaciones lo embargaba completamente la preocupación de salir airoso de su empeño, después de cada nueva acogida favorable, se encontraba en la disposición de ánimo más firme y serena. Los resultados de esas experiencias, tan oportunamente apreciados por Mitterwurzer, nos movieron á reflexionar muy seriamente sobre el partido que debería sacarse de ellos para fundar un nuevo estilo de ejecución dramático-musical correspondiente al verdadero espíritu del arte alemán. Y hé aquí cómo mi encuentro con Schnorr, provocando una unión tan íntima entre nosotros, abría á nuestra acción combinada en el porvenir, una perspectiva que prometía un éxito inesperado.
Se concibe, pues, fácilmente que nuestras experiencias sobre el órgano vocal de Schnorr, nos revelasen de una manera clara la naturaleza inagotable de un talento verdaderamente genial. Aquel órgano lleno, flexible y brillante nos parecía inagotable, en efecto, cuando servia de instrumento inmediato para cumplir una función perfectamente dominada bajo el punto de vista espiritual. El solo ejemplo de la ejecución de dificultades tan importantes nos demostraba que era posible aprender, lo que no puede enseñar ningún profesor de canto del mundo... Pero ¿en qué consisten esas dificultades para las cuáles precisamente no han encontrado aún nuestros cantantes el verdadero estilo?... Preséntanse desde luego bajo la forma de un llamamiento insólito á la resistencia física de la voz, y cuando el maestro quiere ayudar á los cantantes, cree preciso (y con razón bajo su punto de vista), recurrir á artificios puramente mecánicos para reforzar el órgano á trueque de una desnaturalizaeión absoluta de sus funciones. En esto la voz se considera puramente como un órgano humano-animal, y no hay que decir que, tratándose del punto de partida de su formación, no cabe proceder de otra manera; pero si en el curso de su ulterior perfeccionamiento debe desenvolverse al fin el alma de ese órgano, entonces sólo pueden servir de regla para su empleo los ejemplos consagrados, y todo lo demás depende de las dificultades propuestas en esos ejemplos. Hasta aquí, no obstante, el arte del canto se ha formado exclusivamente según el modelo del canto italiano; no había otro. El canto italiano á su vez se inspiraba completamente en el espíritu de la música italiana; á ese canto correspondieron los castrados en la época de florecimiento de tal música, cuyo espíritu tendía á la satisfacción sensual con exclusión de toda pasión del alma propiamente dicha; entonces tampoco se empleaba casi nunca la voz del hombre joven, la voz de tenor, ó bien, como sucedió más tarde, se derrochó en el sentido de un falsete análogo á la voz del castrado. Pero ahora la tendencia de la música moderna, bajo la dirección indiscutible del genio alemán, representado principalmente por Beethoven, se ha elevado al nivel de la verdadera dignidad artística, porque no sólo ha introducido en el dominio de su incomparable expresión el elemento de placer sensual, sino también la energía espiritual y la pasión profunda. ¿ Cómo debe proceder, pues, el cantante formado según la antigua tendencia con respecto á las dificultades que ofrece el arte alemán del día? Desenvuelta la voz según un principio sensual, material, apenas puede descubrir otra cosa que pretensiones al vigor y á la resistencia puramente fisica; y á adiestrar la voz de esa suerte parece limitarse la tarea del actual profesor de canto. Fácilmente se comprende el error de proceder así, porque toda voz de hombre, educada exclusivamente bajo el punto de vista de la fuerza material, en cuanto intente resolver las dificultades de la música alemana moderna, tales como las propuestas por mis obras dramáticas, sucumbirá al punto y se gastará infructuosamente, si el cantante no está á la altura del elemento espiritual de su ministerio. Schnorr fué el que nos suministró el ejemplo más convincente en este sentido; y para que se vea bien la profunda y radical diferencia de que se trata aquí, citaré la enseñanza que saqué del pasaje del Tannhauser correspondiente al adagio del segundo final: Para guiar al pecador á la salvación. Si la naturaleza ha producido en nuestro tiempo la maravilla de una hermosa voz de hombre, es sin duda la del tenor Tichatscheck, cuyo vigor y brillo se conservan desde hace cuarenta años. Los que han podido oirle interpretar el recitado del San Graal en Lohengrin con la sencillez más brillante y grandiosa, se han sentido conmovidos y embargados profundamente como si asistieran á un prodigio. En cuanto al pasaje de Tannhauser, ya en Dresde -hace mucho tiempo de eso- me vi obligado á suprimirlo después de la primera representación, porque Tichatscheck, que disfrutaba entonces de toda la plenitud de sus medios vocales, no pudo conseguir, dentro de las disposiciones de su talento dramático, asimilarse la expresión de ese pasaje, que es la de una contrición extática, y cayó, al contrario, en un verdadero agotamiento físico á consecuencia de algunas notas elevadas. Si afirmo, pues, que Schnorr no sólo interpretaba ese pasaje con la más patética expresión, sino que profería aquellos gritos agudos de un dolor violento con una verdadera plenitud de sonido y una perfecta belleza, no trato de rebajar la voz de Tichatscheck para posponerla á la de Schnorr, como si esta última hubiese sobrepujado á la otra en poder natural; sólo reivindico para ella, frente á un órgano dotado por la naturaleza de una manera poco común, el mérito comprobado por nosotros, de ser un órgano inagofable al servicio de la comprensión espiritual.
Con el conocimiento de la importancia inapreciable de Schnorr para mi propia creación artística, lució en mi vida una nueva primavera de esperanza. Estaba encontrado el lazo de unión directo, que debía poner mi obra en comunicación con el tiempo presente y hacerla fecunda. Era una ocasión de enseñar y de aprender: había llegado el momento de convertir en una innegable realidad artística lo que había sido universalmente desdeñado, escarnecido y cubierto de baba. Fundar un estilo alemán para la ejecución y representación de obras nacidas del genio alemán: tal fué nuestra consigna. Y porque concebí esa consoladora esperanza de un éxito grande y continuo, por eso me declaré contra toda repetición inmediata de Tristán. Con esas representaciones, como con la obra misma, se había dado un salto demasiado violento, casi desesperado en dominios desconocidos, que había que conquistar ante todo; en el intervalo se abrían abismos, precipicios; había que empezar por llenar cuidadosamente esas lagunas para allanarnos el camino á nosotros, artistas aislados, hacia la parte opuesta, hacia esas cimas de la indispensable asociación...
Schnorr debía, pues, ser de los nuestros. Acordóse la fundación de una Escuela real de música y de arte dramático. Las consideraciones impuestas por las dificultades que encontraría ese artista para abandonar su contrata de Dresde, nos obligaban á ofrecer al cantante una posición que de una vez para todas fuese digna de él. Schnorr debía renunciar completamente al teatro, y sólo con ocasión de representaciones especiales y extraordinarias que correspondiesen á una sanción de nuestro fin docente, tendría que colaborar á la enseñanza de nuestra escuela. Así era una cosa indicada la necesidad de emancipar del repertorio corriente de ópera, á ese artista animado del más noble ardor; y por mí mismo juzgaba á maravilla lo que debía ser para él consumirse en semejante empleo. Mis mayores tribulaciones, mis más punzantes preocupaciones, mis humillaciones más degradantes, ¿no dimanaban de esa fatalidad de Ia configuración exterior de la vida y del estado de las cosas, que me representaba ante el mundo y ante el conjunto de las relaciones estéticas y sociales, sólo como un compositor de ópera y como un director de orquesta? Sí: ese singular quid pro quo me ha conducido á una confusión constante de mis relaciones con el mundo, y sobre todo de mi actitud frente á sus exigencias para conmigo, no debían ser tampoco de escasa monta los sufrimientos que acarrease al joven artista de alma profunda, de noble y serio talento, su posición de cantante de ópera, su esclavitud á un reglamento teatral ideado contra los héroes recalcitrantes de bastidores, su sumisión á las órdenes de gentes pedantes y mal educadas.
Schnorr era poeta y músico de nacimiento; como yo, pasó de una educación clásica general al estudio particular de la música, y es muy verosimil que hubiese seguido mi propia dirección, á no producirse en él ese desarrollo del aparato vocal que, en su calidad de órgano inagotable, debía servir para realizar mis más ideales aspiraciones, asociándolo directamente á mi carrera y trayendo un complemento á la tendencia propia de mi vida. En esa nueva situación, nuestra civilización moderna no ofrecía otro recurso que aceptar contratas de teatro, hacerse tenor, como Listz, en un caso semejante, se hizo pianista.
Por fin, la protección de un príncipe de sentimientos elevados y favorable á mi ideal de arte alemán, iba á permitir implantar en nuestra civilización la rama cuyo crecimiento y desarrollo, hubiesen fecundado el suelo para ejecuciones artísticas verdaderamente alemanas; y ya era tiempo ciertamente de proporcionar ese alivio al ánimo decaído de mi amigo. Ese decaimiento era el gusano roedor que devoraba la alegría de aquel artista y sus fuerzas vitales. Adquirí una convicción cada vez más clara de este hecho, al notar no sin sorpresa, el apasionamiento vehemente y hasta la furia con que resistía á esas inconveniencias constantes en las relaciones de teatro, en que á la falta de conciencia de los cómicos se une el estrecho espíritu de los burócratas, y que no sienten por supuesto los que son objeto de ellas. Un día se quejaba á mí: « ¡ Dios mío! Lo que me fatiga en Tristán no es la representación ni el canto, sino la bilis que hago en el ínterin. Permanecer tendido en el suelo, sin moverse, después del gran acaloramiento de la . agitación anterior, y con la transpiración que es de suponer, en la gran escena del acto último, he ahí lo que es mortal; porque, por más que hago, no puedo conseguir que se cierre el teatro en ese momento para evitar la terrible corriente de aire que pasa sobre mí y me deja transido de frío; mientras tanto, esos caballeros están urdiendo entre bastidores el chisme del día.» Como no notásemos en él ningún sintoma de enfriamiento y de catarro, nos dió á entender con acento triste que aquellos aires habían de traerle más graves consecuencias. Su irritabilidad durante los últimos días de su estancia en Munich adquirió un tinte más sombrío cada vez. Para acabar, volvió á presentarse en escena con el papel de Erico de El Holandés errante; sostuvo ese difícil papel episódico en términos de excitar nuestra admiración en el más alto grado y hasta de estremecernos por la siniestra vehemencia, que como un fuego sombrío y devorador se desencadenaba en los sufrimientos de aquel joven cazador del Norte, infortunado en amores -en lo cual no hacía más que amoldarse al deseo expresado por mí-. Aquella noche me dió á entender con breves alusiones, el profundo desacuerdo que lo separaba del mundo en que vivía. Parecía haber concebido repentinas dudas á propósito de la realización de los planes y proyectos que constituían nuestra felicidad; parecía no poder comprender cómo de aquellos adláteres fríos é indiferentes, que hasta nos acechaban con odiosa perfidia, podía prometerse nuestra obra una prosperidad seria. Amargo fué el sentimiento que experimentó al sólo anuncio de la insistencia con lo que llamaban de Dresde para volver en día fijo á ensayar El Trovador ó Los Hugonotes.
Yo acabé por participar de ese sentimiento de desacuerdo, de esa sombría inquietud, Todavía nos vimos libres de ella una hermosa noche, la última de los días que pa samos juntos. El Rey había pedido al teatro de la Residencia, una audición privada en que debían ejecutarse trozos característicos de mis diversas obras -Tannhauser, Lohengrin, Tristán, el Oro del Rhin, la Walkiria, Sigfredo y Los Maestros Cantores- todo cantado y ejecutado á gran orquesta bajo mi dirección personal. Schnorr, que oía entonces por primera vez alguna cosa nueva de mí, cantó por su parte con una belleza y un vigor asombroso la Canción de amor de Sigmundo, los Cantos de la Fragua de Sigfredo, el papel de Loge en el número escogido del Oro del Rhin y el de Gualterio de Stolzing en el fragmento más importante entresacado de Los Maestros cantores.
Sintióse como sustraído á los tormentos de la existencia, cuando después de una entrevista de media hora, á que lo había invitado el Rey, único oyente, de nuestra ejecución, volvió y me abrazó impetuosamente «¡Dios mío! ¡cómo bendigo esta noche! -exclamó-. ¡Ahora comprendo lo que fortifica tu fe!... ¡Oh, entre ese Rey divino y tú, será forzoso que yo haga también alguna cosa buena ! . . . »
...No era ocasión de seguir en tono serio. Nos fuimos á un hotel para tomar el te juntos. Nuestra conversación, en broma casi toda, rebosaba en tranquila jovialidad, y denunciaba una fe amistosa, una firme esperanza. « ¡ Vamos ! -decíamos-. ¡ Mañana vuelta á la mogiganga! ¡ Enseguida, libres para siempre! » Teníamos una confianza tan profunda en volver á encontrarnos de allí á poco, que nos pareció supérfluo y hasta extempóraneo despedirnos en regla. Nos separamos en la calle como si nos diésemos las buenas noches de costumbre; al otro día por la mañana mi amigo salía tranquilamente para Dresde...
Unos ocho días después de esa despedida, de que apenas habíamos hecho aprecio, me telegrafiaron la muerte de Schnorr. Había vuelto á cantar en un ensayo, teniendo que andar en constestaciones con sus compáñeros, que se asombraban de que aún conservase voz. Después sintió un terrible reuma en la rodilla, que lo condujo en pocos días á una enfermedad mortal. Los planes concertados por nosotros, la representación de Sigfredo, el temor de que pudiera imputarse su muerte al exceso de esfuerzos que exigía el Tristán, fueron las últimas preocupaciones de aquel alma luminosa, exhalada al fin.
Búlow y yo esperábamos llegar á Dresde á tiempo para el entierro de aquel amigo tan querido. Fué en vano, hubo que dar tierra al cadáver antes de la hora prefijada; llegamos demasiado tarde. A la misma hora, con un claro sol de Junio, la ciudad de Dresde, adornada de mil colores, salía á recibir á los viajeros que acudían á la fiesta universal de las Sociedades corales alemanas. El cochero que nos conducía, y á quien yo daba prisa para llegar al cementerio, me decía, tratando de abrirse camino con gran trabajo al través de la muchedumbre, que habían afluido cerca de 20.000 cantantes. «¡Sí! -pensé- ¡ pero falta precisamente el cantante! »
Nos apresuramos á volver la espalda á Dresde.
7. UN RECUERDO DE ROSSINI
A principios de 1860 dí en París, bajo forma de concierto (cuyo programa se repitió dos veces), algunos fragmentos de mis óperas, en gran parte trozos puramente sinfónicos. La mayoría de los periódicos me fueron hostiles, y sufrí un fracaso. No tardó en circular entre ellos una pretendida frase de Rossini. Referíase que su amigo Mercadante había defendido mi música, y que Róssini le había dado una lección durante la comida, sirviéndole la salsa tan sólo de un plato de pescado, acompañado de estas palabras: «No necesita más que la salsa el que no hace caso del plato, como de la melodía en la música. »
Yo había oido distintos relatos poco lisonjeros sobre las escabrosas complacencias de Rossini con la tertulia muy heterogénea que llenaba su salón todas las noches, y no creí deber tener por falsa esa anécdota, que corría también por los periódicos alemanes con gran regocijo de la gente. En ninguna parte se citaba sin acompañarla de elogios sobre la ingeniosa malicia del maestro. Sin embargo, cuando Rossini lo supo, creyó conveniente escribir al director de un periódico para protestar muy expresamente contra esa mauvaise blague (1), como él decía; aseguraba que no se creía con derecho para formar un juicio sobre mí, no habiendo oído más que una marcha mía (que le gustó mucho) ejecutada por la orquesta de una población de baños alemana; añadía, en fin, que estimaba demasiado á un artista que intentaba agrandar el dominio de su arte para permitirse bromas respecto de él.
A instancias de Rossini el periódico en cuestión publicó esa carta, pero los demás se guardaron mucho de reproducirla.
Aquel modo de proceder del maestro me decidió á anunciarle mi visita; recibí una acogida amistosa, y supe de viva voz el sentimiento que tal invención le había causado. Conversando más ampliamente después de ese preámbulo, procuré convencer á Rossini de que no me había herido la frase, aun durante el tiempo que la crei suya realmente; que, en efecto, á consecuencia de observaciones y discusiones sobre ciertas expresiones aisladas de mis escritos estéticos, ora mal comprendidas, ora desnaturalizadas de propósito, era natural que hasta las personas benévolas conmigo me hiciesen víctima de una confusión, que no esperaba poder disipar sino mediante excelentes ejecuciones de mis obras dramático-musicales; que, hasta lograrlo, me resignaba con paciencia á mi singular destino, y que no tenía ningún resentimiento contra quien pudiese hallarse complicado en él sin culpa suya. Rossini pareció deducir con sentimiento de mis explicaciones que yo no tenía motivos para recordar con satisfacción la suerte reservada á los músicos en Alemania; en cambio él, como preámbulo á una corta exposición de su propia carrera de artista, me confió su creencia, reservada hasta entonces, de que quizá hubiese podido cumplir su destino, á nacer y formarse en mi país. «Yo tenía facilidad -dijo- y quizá hubiera podido llegar á algo.»
«Pero en su tiempo -continuó- Italia no era ya el país en que hubiese podido provocarse y sostenerse un esfuerzo más serio, y menos precisamente en el terreno de la música de ópera; allí se ahoga brutalmente toda aspiración más elevada, y no se ha enseñado al pueblo otra cosa que la haraganería. Así ha pasado su juventud inconsciente, y así ha crecido á merced de esa tendencia, obligado á buscar en torno suyo lo más indispensable para vivir. Cuando llegó con el tiempo á una situación mejor, era demasiado tarde; hubiese tenido que hacer esfuerzos excesivos para una edad avanzada. Espíritus más elevadós debían juzgarlo, pues, con indulgencia. El, no pretendía figurar, por su parte, en el número de los héroes; pero lo único que no podría mirar con indiferencia, sería merecer tan poca estima que se le incluyese entre los necios amigos de burlarse de las aspiraciones serias. De ahí su protesta. »
Por esas palabras, así como por el modo jovial, pero benévolo y serio, de expresarse, me produjo la impresión del primer hombre verdaderamente grande y digno de veneración que había tropezado hasta entonces en el mundo artístico.
Aunque no volví á verlo después de esa visita, he conservado otros recuerdos acerca de él.
Compuse un prólogo para una traducción en prosa francesa de varios de mis poemas de ópera, é hice en él un resumen general de las ideas desenvueltas en mis diversos escritos sobre el arte, especialmente sobre las relaciones de la música con la poesía. Al tratar de juzgar la moderna música italiana de ópera, me guié sobre todo de aquellas confidencias y declaraciones tan características, fundadas en una experiencia enteramente personal, que en la citada entrevista me hizo Rossini. Esa parte de mi argumentación fué precisamente la que sirvió de pretexto á una agitación prolongada y alimentada hasta el día en la prensa musical de París. Supe que el anciano maestro se veía asediado sin tregua en su propia casa por referencias y representaciones sobre mis supuestos ataques contra él; pero, á despecho de los deseos manifestados, no pudo decidírsele á pronunciarse contra mí. ¿Se creyó ofendido por las calumnias que le contaban diariamente? No he podido averiguarlo nunca. Algunos amigos me instaron á ir á ver á Rossini para darle informes precisos á propósito de esa agitación. Declaré no querer hacer nada que pudiese dar pábulo de nuevo á malas inteligencias; que si Rossini, entregado á su propio juicio, no veía claro en aquel asunto, no sería yo el que lograse exclarecérselo desde mi punto de vista. Después de la catástrofe que sufrió mi Tannhaser en París en la primavera de 1861, Listz, que llegó á esa capital poco después, y cuyas relaciones con Rossini eran frecuentes y amistosas, renovó las mismas instancias visitando á aquel viejo, que, á pesar de todas las obsesiones hostiles á mi persona, se había mantenido firme, profesándome una amistad nunca desmentida, disipando las últimas nubes que podían subsistir aún entre nosotros. Támpoco en aquel momento creí conveniente pretender allanar con demostraciones exteriores, dificultades que provenían de causas más profundas, y temí, como antes, dar motivo á falsas interpretaciones. Después de la marcha de Listz, Rossini me envió desde Passy, por intermedio de uno de sus íntimos, las partituras de mi amigo que hábían quedado en su casa, y me mandó á decir que de buena gana me las hubiese llevado él personalmente, si el mál estádo de su salud no lo tuviese encadenado á la casa en aquel momento. Aun entonces insistí en mis resoluciones precedentes. Salí de Paris sin haber tratado de ver á Rossini, resignándome á soportar mis propias reconvenciones sobre la conducta, tan delicada de apreciar, que seguía con aquel hombre á quien honraba sinceramente.
Más tarde supe que un periódico musical de Alemania (Signale für Musik) había publicado en la misma época la reseña de una última visita que se suponía hecha por mí á Rossini, después de la caída de mi Tannhauser, como un tardío « yo pecador ». En esa reseña sé atribuía también al anciano maestro una réplica mordaz; decíase que, al declarar yo que no tenía intención ninguna de destruir todas las grandezas del pasado, Rossini respondió sonriendo: -«Sí, querido señor Wagner, suponiendo que pudiese V. hacerlo.»
A la verdad, no podía yo hacerme la ilusión de que el mismo Rossini desmintiese esa nueva anécdota, porque, después de la lección recibida, se tenía la precaución de que las historietas de esa índole no llegasen á su conocimiento; á pesar de todo, no me creí más obligado que antes á salir á la palestra en favor del ofendido, que á mis ojos era evidentemente Rossini. Pero es el caso que, desde el día de su muerte, por todas partes se manifiestan disposiciones á publicar reseñas biográficas del maestro; y veo con pena que se cede ante todo á la comezón de hacer efecto, refiriendo historietas de diversos orígenes, contra las cuales no puede protestar el difunto; ahora, pues, no hallo mejor manera de demostrar mi respeto sincero hacia el maestro, que hacer pública mi experiencia personal sobre el crédito que merecen las anécdotas que se le atribuyen, y contribuir á la justa apreciación histórica de esos relatos.
Rossini, que desde hace mucho tiempo no pertenecía más que á la vida privada, y que parece haberse conducido en ella con la indulgencia indiferente del excéptico jovial, no podría pasar á la historia en peor situación que marcado, por una parte, con el sello de un héroe del arte, y rebajado, por la otra, al papel de un frívolo gracioso. También sería grave falta buscarle un puesto intermediario entre esos dos extremos á la manera de la crítica que ahora presume de imparcial. Rossini no será juzgado en su justo valor, sino cuando se acometa inteligentemente una historia de la civilización de nuestro siglo desde su comienzo hasta nuestros días; en ese trabajo, en vez de ceder á la tendencia tan en boga que atribuye á la civilización de esta centuria un progreso universalmente floreciente, deberíase al fin no perder de vista la decadencia real de una civilización anterior de delicado espíritu; si se marcase exactamente ese carácter, no cabe duda de que se asignaría á Rossini con la misma exactitud el verdadero puesto que le corresponde y debe ocupar. Y el puesto no sería en modo alguno despreciable, porque Rossini pertenece á su tiempo en la misma proporción en que pertenecieron al suyo Palestrina, Bach y Mozart: si la época en que vivieron estos maestros fué una época de esfuerzos llenos de esperanza, y considerada en su plenitud original, una época de renovación, la de Rossini debería juzgarse probablemente según los propios dichos del maestro, esos dichos con que favorecía, merced á una recíproca confianza, á los que creía serios y sinceros, pero de que se retractaba, por lo visto, en cuanto se veía espiado por los aduladores y gorrones que lo rodeaban. Entonces, y sólo entonces, se apreciaría á Rossini en su justo valor, y se le juzgaría según su propio mérito; lo que faltase á ese mérito en punto á perfecta nobleza, no se imputaría seguramente ni á sus talentos ni á su conciencia artística, sino á su público y al medio en que vivió, las dos causas precisamente que le hicieron difícil elevarse sobre su tiempo y participar de la grandeza de los verdaderos héroes del arte.
Hasta que se encuentre un historiador autorizado para esa empresa, no estaría de sobra prestar alguna atención á los documentos que contribuyen á rectificar tantos chistes, es decir, tanto lodo como á guisa de flores se arroja hoy en la tumba abierta del difunto maestro.
NOTAS
(1) Contra esa broma de mal gusto. (N.DEL T.)
8. HISTORIA DE UNA SINFONÍA
(CARTA AL EDITOR FRITZSCH)

Venecia, San Silvestre, víspera de Año Nuevo, 1882.
En reconocimiento de sus buenos oficios, escuche hoy este relato, misterioso de todas veras.
Durante la última Navidad, celebré en Venecia el jubileo de la primera ejecución de una sinfonía mía, realizada hace medio siglo; esa sinfonía, escrita á los diez y nueve años por mi propia mano, se ejecutó entonces con una partitura de otra mano que la mía, por una orquesta compuesta de profesores y de alumnos del liceo San Marcello, bajo mi dirección y en celebridad del cumpleaños de mi mujer.
Insisto en el hecho de que la partitura no estaba escrita por mi mano. Enlázase con esto una historia que transporta el asunto á las regiones del misterio... Así no será conocida más que de V.
Y ante todo, permítame exponer los hechos históricos.
En la era cristiana de Leipzig (¿hay alguno de mis cónciudadanos que guarde memoria de todo esto?), lo que se llama el Gewandhaus-Concert era accesible hasta á los debutantes de mi tendencia. La admisión de obras nuevas dependía entonces de un digno anciano, el consejero áulico Rochlitz, que presidía la junta y hacía las cosas con mucha conciencia y escrupulosidad; Habiéndole sido presentada mi sinfonía, tuve que ir á ofrecerle mis respetos.
Cuando aparecí en persona, aquel hombre imponente se ajustó los anteojos y exclamó:-«¡Cómo! ¿Pero es V. un jovenzuelo? ¡ Yo me esperaba un compositor de mucha más edad, á juzgar por su gran experiencia! »- Las cosas marchaban á maravilla: la sinfonía fué aceptada; pero se expresó el deseo de que antes la interpretase la Euterpe á guisa de ensayo.
Nada más fácil: yo estaba en buenas relaciones con esa orquesta de orden inferior, que había ejecutado ya una overtura mía en la antigua Schutzenhaus, fuera de la Puerta Pedro. En aquella época, sin embargo (Navidad de 1832), esos músicos habían trasladado sus cuarteles á la Casa de los sastres, cerca de la Puerta Tomás -pormenores que pongo á disposición de nuestros traficantes en chistes baratos-. Recuerdo que nos vimos en buenos apuros con la iluminación defectuosa de la sala; pero, en fin, nos las compusimos de modo que se viese lo suficiente para degollar mi sinfonía después de un ensayo, y de un ensayo que debía servir para el programa de un concierto entero.
Por mi parte, no disfruté gran cosa con mi obra, porque me parecía que no sonaba bien. ¡ Pero ved la ventaja de tener fe! Enrique Laube, que disfrutaba entonces en Leipzig de la reputación de literato distinguido, y que era indiferente en absoluto á la manera como sonaba una obra, me había tomado bajo su protección; alabó calorosamente la sinfonía en su Gaceta del gran mundo, y ocho días después mi querida madre vió ascender mi obra desde la Casa de los sastres al Gewandhaus, donde se ejecutó una vez en circunstancias semejantes á las ya descritas. Por aquellos días recibí en Leipzig testimonios de benevolencia; gracias al ligero asombro que excitó mi obra y á la aprobación que mereció, pude encontrarme á mis anchas durante algún tiempo.
Ese buen tiempo no fué eterno, y más tarde las cosás tornaron otro giro. Me dediqué á la ópera; en el Gewandhatts comenzó algunos años después con la dirección de Mendelssohn una situación nueva menos cómoda y grata. Maravillado de los talentos del joven maestro, traté de acercarme á él durante la estancia que hice entonces en Leipzig (1834 ó 1835). En aquella ocasión no sé que singular sentimiento me indujo á presentarle ó más bien á imponerle el manuscrito de mi sinfonía, rogándole, no que lo examinara, sino simplemente que lo conservase. « Después de todo -pensé- quizá le eche la vista y me diga algo. » Nada de eso. Pasaron los años, y las vicisitudes de mi profesión me aproximaron frecuentemente á Mendelssohn; nos encontramos, comimos juntos en Leipzig una vez, leimos música: él asistió en Berlín al estreno de El Holandés errante, y opinó que no había sido un pastel completo, y que podía estar satisfecho del éxito; con motivo de una representación del Tannhauser en Dresde declaró que le agradaba mucho una entrada en forma de canon en el adagio del segundo final; pero en cuanto á la sinfonía y al manuscrito , jamás dijo una palabra; por supuesto, era lo bastante para que yo no me informase de su destino.
Pasó el tiempo. Hacía ya mucho que había dejado de existir mi célebre y discreto protector, cuando algunos amigos míos tuvieron la idea de buscar esa sinfonía. Uno de ellos conocía al hijo de Mendelssohn, y se dirigió á él como heredero del maestro; pero este y otros pasos fueron estériles: el manuscrito se había perdido, ó por lo menos no se veían rastros de él.
Al fin, un antiguo amigo me participó desde Dresde que se había encontrado allí una maleta llena de música; la había olvidado yo durante mis días azarosos. Entre esa música se descubrieron las partes de orquesta de mi sinfonía, copiadas á mis expensas por un copista de Praga. Esas partes volvieron á mi poder, y mi joven amigo Antonio Seidl se sirvió de ellas para componer una nueva partitura.
Al leer entonces esa partitura después de medio siglo, debía volver á pensar en la desaparición del manuscrito, y en los motivos de tal desaparición, probablemente los más naturales del mundo. Pero como sabía muy bien que la recuperación del manuscrito no podía tener más importancia que la de satisfacer una afectuosa costumbre doméstica, decidí dejar oír una vez más mi obra, aunque sólo en la intimidad familiar.
El proyecto acaba de cumiplirse en Venecia hace algunos días de la manera más feliz, y puedo manifestarle en algunas palabras las impresiones que entonces experimenté.
Permítame afirmar ante todo que me satisfizo mucho la interpretación de la orquesta del Liceo; ese resultado se debía sin duda al suficiente número de ensayos (cosa que se me negó en otro tiempo en Leipzig). Las dotes naturales de los músicos italianos para el acento y la expresión podrían desenvolverse excelentemente, si el gusto italiano quisiese interesarse por la música instrumental alemana.
Mi sinfonía pareció agradar de veras. A mí me interesaba bajo el punto de vista de la dirección típica seguida por todo genio musical en su camino hacia la verdadera independencia. Por lo que hace á los grandes poetas (Goëthe y Schiller, por ejemplo) sabemos que las obras de su juventud permiten prever con gran claridad el carácter dominante de toda su vida de producción: Werther, Goetz de Berlichingen, Egmont y Fausto fueron escritos, o por lo menos, claramente concebidos por Goëthe al comienzo mismo de su carrera. No acontece lo propio con los músicos. ¿ Quién adivinaría en sus primeras obras al verdadero Mozart, al legítimo Beethoven, con tanta certidumbre como reconocería al Goëthe completo ó al verdadero Schiller en las pro ducciones de su juventud, que causaron una impresión universal?
No me propongo entrar en una discusión profunda sobre la diferencia extraordinaria entre el poeta, que contempla el mundo, y el músico que saca emociones de él. Séame lícito, sin embargo, establecer la siguiente distinción: la música es un arte esencialmente artificial, cuyas reglas hay que aprender, y donde no se llega al magisterio (es decir, á poder expresarse de una manera original y personal) sino aprendiendo una nueva lengua; mientras que el poeta puede expresar en su lengua materna desde el primer momento lo que hiere realmente su vista. El músico joven, después de haber batallado durante un tiempo suficiente con lo que se ha convenido en llamar la producción melódica, acaba por advertir con gran confusión suya que no ha hecho más que tartamudear las obras de sus modelos preferidos; suspira por la independencia, y su libertad data del día en que se hace perfectamente dueño de la forma. Así, el melodista anticipado se hace contrapuntista; no se cuida ya de melodías sino sólo de temas y de la manera de tratarlos; se deleita en los strettos de fuga, en la combinación de dos ó tres motivos: hace orgías de contrapunto, agota todos los artificios imaginables. Todos los progresos realizados por mi en ese sentido (aunque sin renunciar á mis grandes modelos sinfónicos, Mozart, y sobre todo Beethoven), fueron los que asombraron al excelente Rochlitz cuando descubrió que el autor de la sinfonía era un joven de diez y nueve años.
En cuanto á mí, la resurrección de esa obra precoz me hizo pensar detenidamente en los verdaderos motivos por los cuales dejé de escribir sinfonías. La audición debía sorprender á mi mujer, y yo creí que valía más quitarle de antemano toda esperanza de encontrar ninguna huella de sentimiento en mi obra; si la producción llevaba alguna marca de Ricardo Wagner, sería á lo sumo la confianza ilimitada en sí mismo, que desde aquella época le impedía dudar de nada, y lo ponía completamente al abrigo de esa mezquina humildad, cuyo omnipotente influjo no tardó en nacer y desenvolverse entre los alemanes. Fundábase esa confianza, no sólo en mi seguridad como contrapuntista (cualidad que después me fué discutida más que ninguna otra por un músico de la corte en Munich, por Strauss) sino también en una gran ventaja que llevaba á Beethoven. En efecto; aunque deteniéndome en el punto de vista de su segunda sinfonía, yo estaba entonces completamente familiarizado con la Heroica y las en do menor y la mayor, obras de que el maestro no tenía ninguna idea, ó por lo menos, no tenía sino una idea muy vaga, cuando escribió su segunda sinfonía.
A despecho de temas principales, muy apropiados para el contrapunto, pero muy poco expresivos se aplaudió mi sinfonía como obra de un joven, designación á que yo debo añadir desgraciadamente el epíteto de anticuada...
Aunque sin este motivo jamás hubiese visto la luz seguramente sin el andante de la sinfonía en do menor y sin el allegretto de la sinfonía en la mayor de Beethoven me agradaba tanto en aquella época, que con motivo de la celebridad del Año Nuevo en Magdeburgo, me serví de él para dar un adiós melancólico al año transcurrido. Permítame utilizarlo hoy para el mismo objeto, despidiéndome de V.,
Richard Wagner.»
9. CARTA Á M. G. MONOD (1)
Sorrento, 25 de Octubre de 1876.
Mi muy estimado amigo: Hubiese debido responder antes á V.; pero no quería hacerlo deprisa, y esperaba tener un poco de tranquilidad. Esa tranquilidad hubiera debido encontrarla aquí, en Sorrento; mas no puedo disfrutar de ella sino á condición de olvidar las fatigas del último estío, y, para manifestarle la verdadera impresión que me ha causado su carta, hubiese tenido que pensar en la obra y en los acontecimientos que le movieron á escribir esa epístola.
Sin embargo, quizá el mejor modo de olvidar la representación del Nibelungo sea hablar á V. de una cuestión presentada bajo los más falsos colores en lós artículos escritos sobre mi obra. Tengo tanto más interés en rectificar esos errores, cuanto que han alterado frecuentemente mis relaciones amistosas con diversos representantes de la nación francesa, algunos de ellos muy queridos para mí.
Veo que mis amigos franceses se consideran obligados de continuo á dar toda clase de explicaciones y excusas por las invectivas que se me atribuyen contra la nación francesa. Si fuese cierto que en cualquier época y bajo la impresión de sucesos desagradables, hubiese llegado á insultar al pueblo francés, sufriría las consecuencias sin preocuparme, toda vez que no tengo intención de hacer ninguna cosa en Francia. Pero sucede lo contrario. Los que quieran conocer mi pensamiento sobre el público parisiense que contribuyó al fracaso del Tannhauser en la Gran Opera, no tienen sino leer la reseña que hice poco después de ese episodio, y que se ha reproducido en el séptimo volumen de mis obras completas. Los que lean las páginas 189 y 190 dé ese volumen (2) se convencerán de que, si he atacado á los franceses, no ha sido por mal humor contra el público de París. Pero ¿ qué quiere V.? Todo el mundo cree las falsas interpretaciones con que extravían la opinión pública periodistas de mala fe; muy pocos van á la fuente para rectificar sus juicios.
Note V. que todo lo que he escrito sobre el espíritu francés lo he escrito en alemán, exclusivamente para los alemanes: es, pues, manifiesto que no he tenido intención de ofender ni provocar á los franceses, sino sólo de apartar á mis compatriotas de la imitación de Francia, de invitarlos á permanecer fieles á su propio genio, si quieren hacer alguna cosa buena. -
Una vez sola, en el prólogo de la traducción de mis cuatro óperas principales, me he explicado en francés sobre las relaciones de las naciones latinas con los alemanes, y sobre la diversa misión que en mi sentir corresponde á aquéllas y á éstos. Asignaba á los alemanes la misión de crear un arte ideal, á la vez que profundamente humano, bajo una nueva forma; pero no tenía la más mínima intención de rebajar por eso el genio de las naciones latinas, entre las cuales sólo Francia ha conservado hasta hoy la fuerza creadora. ¿ No hay, pues, nadie que sepa leer atentamente? Más aún: ¿ no hay en la prensa actual quien tenga bastante inteligencia y penetración para reconocer que en el escrito que más se ha censurado, compuesto en el peor momento de la guerra, en una disposición de espíritu de amarga ironía, mi principal objeto era ridiculizar el estado del teatro alemán? Recuerde V. la conclusión de aquela farsa. Los directores de los teatros alemanes se precipitan sobre París sitiado á fin de llevarse á sus teatros respectivos todas las novedades en punto á música y baile.
¿Podía explicarme contra todo antagonismo artístico entre Alemania y Francia de una manera más precisa y expresiva que en el alegre banquete á que mis amigos franceses me han invitado en Bayreuth? He reconocido á los franceses un arte admirable para dar á la vida y al pensamiento, formas precisas y elegantes; he dicho, al contrario, que los alemanes me parecen torpes é impotentes cuando buscan esa perfección do la forma. Yo quisiera que cuando los francesés tratan de entrar en relaciones con las naciones extranjeras para renovar sus concepciones intelectuales, y huir del agotamiento y la esterilidad, y sobre todo cuando recurren á Alemania, quisiera, digo, que los alemanes pudiesen ofrecerles, no una caricatura de la civilización francesa, sino el tipo puro de una civilización verdaderamente original y alemana. Combatir desde este punto de vista la influencia del espíritu francés sobre los alemanes no es combatir el espíritu francés, sino poner de relieve lo que encierra de contradictorio con las cualidades propias del espíritu alemán, y cuya imitación sería funesta para esas cualidades nacionales.
¿Cuál es el defecto que más vivamente censuran á los compatriotas de V. los franceses más cultos y de un espíritu más libre? Es la ignorancia de lo extranjero y el menosprecio consiguiente por todo lo que no es francés. De ahí esa vanidad y esa arrogancia aparentes de la nación que debían ser castigadas en un momento dado. Pues yo añado que hay que disculpar ese defecto de los franceses, toda vez que en sus vecinos más próximos, los alemanes, no encuentran nada que pueda invitarlos á estudiar una civilización distinta de la suya. Todo lo que es exteriormente visible en la cultura alemana, lleva el sello de una tosquedad bárbara ó de una servil imitación de Francia. ¡Y qué desdichada es esa imitación! ¡ Qué ridícula debe parecer á los franceses esa caricatura de todas las cosas francesas! Nosotros nos servimos de palabras francesas que ningún francés comprende, mientras que hay en la lengua alemana voces que no conoce ningún escritor á la moda del día; porque, así como en aquellos galicismos tergiversan el idioma francés, así también desnaturalizan el propio, merced á esa costumbre de emplear términos que no entienden. Y lo que ocurre con la lengua, acaece asimismo con todas las demás manifestaciones de la vida intelectual y social. El que ve palmariamente ese deplorable estado de cosas, el que ha sufrido largo tiempo sus consecuencias y ha adquirido cada día una conciencia más clara de él, como yo, ése llega á desesperar al cabo de ver nacer nunca una forma de espíritu verdaderamente alemana y original; hoy en ninguna parte la descubre, y está tentado á creer que lo que ha anhelado tanto tiempo no es más que una ficción de su fantasía.
Pero lo importante para mí en mi experiencia reciente, es que la esperanza de que pudiese realizarse esa ficción me la han inspirado los extranjeros. Los ingleses y los franceses han juzgado mis representaciones de Bayreuth, para volver á ellas al fin con más inteligencia que la mayor parte de la prensa alemana. Creo que esa grata sorpresa es debida á que los ingleses y los franceses cultos, están preparados por su propio desarrollo para comprender lo que hay de original y de individual en una obra que les era extraña hasta aquí. Usted mismo me lo prueba del modo más concluyente. Usted buscaba y esperaba algo distinto del espíritu francés, algo original, individual; lo ha comparado con lo que poseía en sí propio, y se ha enriquecido asimilándoselo. ¡Cuán recompensado me creeré con la convicción de que V. ha comprendido á fondo mi obra y mis esfuerzos! ¿ Qué hubiera podido ofrecer á V., al contrario, si allá en París me hubiese doblegado en otro tiempo á las exigencias de la ópera francesa, asegurándome un puesto y quizá un éxito semejantes á los de algún otro músico alemán? Estoy seguro de que no hubiese podido escribir una sola ópera enteramente conforme al modelo parisiense. Así es que me considero dichoso por haber podido saludarle en mi modesto Bayreuth. Aquí he conseguido darle á conocer algo nuevo, que no hubiese podido ofrecerle en París.
Tan gratos resultados, por raros que sean, constituyen y constituirán mi recompensa única; un éxito mayor, un movimiento más grande en la misma Alemania, no lo espero ya. He permanecido más lejos de la esfera en que se encierra el movimiento intelectual de la Alemania contemporánea, que de las regiones donde me encuentro con los espíritus serios del extranjero, tan diferentes de esta llamada cultura alemana. Esa es quizá una prueba del carácter profundamente humano de mi arte, en que extranjeros y alemanes de poca penetración han pretendido no ver más que una tendencia extrechamente nacional.
Suyo afectísimo,
Richard Wagner.
NOTAS
(1) En respuesta á otra de M. Monod, director de la Revista histórica, participándole su admiración por los Nibelunqos y su sentimiento de que el público francés no pudiese juzgar desapasionadamente sus obras, por figurar entre ellas La Capitulación, alusiva al sitio de París.—(N. DEL T.)
(2) véase la Carta sobre el Tannhauser, páginas 197 á 233.—(N. DEL T.)
10. CARTA AL DUQUE DE BAGNERA (1)
Villa de Angri, 22 de Abril de 1880.
Señor duque: Ayer mismo hubiese recibido usted las lineas que tengo el gusto y el deber de dirigirle, expresándole mi gratitud, si no me hubiese creído obligado, por la confianza con que me honra V., á añadir á ellas la manifestación de un pensamiento serio sobre el sentido y la trascendencia que podrían tener para el arte dramático italiano los estudios musicales del Conservatorio de Nápoles. Ha surgido en mí ese pensamiento durante la audición de la opereta, en que ví manifestarse notables facultades, tanto de parte de los alumnos como del joven compositor. ¿ Qué dirección -me preguntaba entonces- debería darse á disposiciones tan notorias? ¿ Cómo prevenir su alteración al contacto con el amaneramiento teatral de nuestros días? ¿Cómo impedir, v. gr., que los cantantes se adelanten continuamente hacia el proscenio para declamar sus sentimientos al público? ¿Cómo hacer que un compositorjoven tenga en cuenta su asunto, y no aplique efectos de óperas heroicas y trágicas á un idilio? ¿ Cómo evitar sobre todo ese rebuscamiento del efectó por los medios más extraños al gran arte escénico? ¿ Cómo inculcar, en fin, el sentimiento de la belleza de un modo imborrable en esas naturalezas jóvenes tan ricamente dotadas?
He buscado la respuesta á estas preguntas, sugeridas por la simpatía que me inspiraban todos los que tomaron parte en la ejecución, y puedo decir que la medito desde que abandoné el bello recinto donde he encontrado una acogida tan hospitalaria y lisonjera. Hé aquí ahora, señor Duque, lo que me dictan mis reflexiones.
Un estudio serio, profundo y constante de una obrá de Mozart, como Le Nozze di Figaro, sería, en mi sentir, lo único capaz de poner á los alumnos de canto y de composición dramática en la vía que V. les hace seguir en la música vocal. De ese estudio resultarían naturalmente una declamación correcta, una enunciación pura de la melodía y un conocimiento exacto de los medios de instrumentación y de la oportunidad de su aplicación respectiva; y si un día ofreciese el Conservatorio una buena representación de la obra maestra que acabo de citar, no sólo daría una lección a muchos teatros, sino que habría cumplido su misión, que consiste en prevenir a los alumnos contra la decadencia reinante, presentándoles los grandes ejemplos y haciéndoles cooperadores de los grandes maestros mediante la interpretación viva de sus creaciones.
Alumnos que conociesen exclusivamente obras del orden de la que acabo de nombrar, no podrían adquirir ninguno de los resabios que tanto abundan en los teatros, como ese olvido; v. gr., de lo que pasa en la escena para ocuparse del público y atraer sus aclamaciones mediante una cadencia final á grito herido. En cuanto á la trajedia, recomendaría, para empezar, las dos Ifigenias de Gluck, y para concluir, La Vestal de Spontini. Una vez bien estudiadas y conocidas esas obras, una vez analizadas sus cualidades y apreciado verdaderamente su mérito, el alumno se ejercitará por sí mismo, y V. estará seguro entonces de no verlo caer en las exajeraciones y el amaneramiento que deshonran nuestra escena dramática presente, y son causa de que no conozcamos más que de oídas á los grandes cantantes que fueron en otro tiempo la gloria del teatro italiano. En el arte, como en la vida, hay buenas y malas compñías, y es deber de padres y maestros velar porque los jóvenes no tengan más que buenas compañías hasta que se hallen en situación de distinguir lo verdadero de lo falso, hasta que, armados de piés a cabeza, sean invulnerables á los tiros del esfecto. Poco importa que frecuenten después lo que yo llamo la bohemia musical, porque, una vez que sean capaces de juzgarla y de clasificar sus productos, ganarán con su contacto el saber distinguir claramente lo que seduce al vulgo de lo que es bueno.
Es verdaderamente digno del Conservatorio de Nápoles, de sus altas tradiciones y de la distinción de sus actuales miembros dar el ejemplo de una estricta conciencia y presentar al público italiano, por intermedio de sus alumnos, no lo que acostumbra á encontrar en el teatro, sino precisamente lo que ya no encuentra allí: ¡el estilo! Yo he aplaudido ese ejemplo en el dominio de la música vocal y de la música di camera. Sobre todo, el coro del maestro flamenco, tan interesante y tan perfectamente ejecutado, y la pieza de Corelli, tan bien comprendida y tan bien interpretada, me animan á aconsejar á usted que aplique a la enseñanza de la música dramática el método que ya ha dado frutos y de que he podido juzgar, gracias á la benevolencia de que he sido objeto.
Me ha parecido, señor Duque, que sólo una exposición seria de mis opiniones estaría á la altura del recibimiento con que ha tenido V. á bien honrarme. El señor bibliotecario y los señores profesores del Conservatorio, verán en estas líneas, si V. se digna comunicárselas, el valor que concedo á la acogida que se me ha dispensado y la profunda impresión que conservo de mi visita. En cuanto á los alumnos, también encontrarán el testimonio de los sentimientos que me inspiran á cambio de la calorosa simpatía que me atestiguaron.
Dígnese, pues, señor Duque, hacerse intérprete de todos estos sentimientos, y de aceptar, por su parte, con la reiteración de mi más viva gratitud, la seguridad de mi profunda y sincera estimación.
Richard Wagner.
FIN
NOTAS
(1) Como presidente del Colegio de Música de Nápoles, y á consecuencia de la invitación que dirigió á Wagner para presenciar un ejercicio de los alumnos de aquel centro. — (Nota DEL Traductor.)

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