segunda-feira, agosto 27, 2007

Carta a Federico Villot

Dramas musicales de Wagner. Tomo I.
Casa editorial Maucci. Barcelona, 1908
Carta a Federico Villot
Por Richard Wagner

Os habéis dignado pedirme un resumen claro de las ideas sobre el arte, que he emitido en una serie de artículos publicados hace largo tiempo en Alemania. Estas ideas levantaron allí bastantes clamores y produjeron bastante escándalo, para excitar en Francia la curiosidad con que se me acogió. Habéis pensado que estas explicaciones eran importantes en interés mío, vuestra amistad os ha hecho confiar en que una exposición madurada de mi pensamiento podría servir para disipar más de un error, más de una preocupación y hacer que los espíritus más prevenidos, en el momento en que va á presentarse en París una de mis óperas, puedan juzgar la obra en sí misma, sin tener que dictaminar á la vez sobre una teoría contestable.
Difícil por demás me hubiera sido, lo confieso, responder á vuestra benévola invitación, si no me hubiéseis manifestado el deseo de verme ofrecer, al mismo tiempo, al público una traducción de mis poemas de ópera, indicándome así el solo medio que me permitía complaceros. Efectivamente ; no hubiera podido emprender otra vez más, la tarea de lanzarme á un laberinto de consideraciones teóricas y puras abstracciones. Por la marcada repugnancia que me causa actualmente la lectura de mis escritos teóricos, me es fácil conocer que, cuando los compuse, me encontraba en una de aquellas situaciones en que el artista puede hallarse una vez en su vida, mas no otras.
Permitidme, ante todo, que os describa ese estado en sus rasgos esenciales, tales como puedo representármelos hoy. Dejadme extender algo sobre este punto; lisonjéame la esperanza de que, por medio de esta pintura de una disposición puramente personal, conseguiré haceros apreciar el valor de mis principios sobre el arte; por lo demás, el reanudar hoy la exposición de estos principios bajo su forma puramente abstracta, seríame tan imposible, como contrario al fin que me propongo.
Podemos considerar la naturaleza en su conjunto, como un desenvolvimiento graduado desde la existencia puramente ciega hasta el pleno conocimiento de sí propio; el hombre, en particular, ofrece el ejemplo más notable de este progreso. ¡ Pues bien! la observación de este progreso en la vida del artista es tanto más interesante, cuanto que su genio, sus creaciones, son cabalmente las que ofrecen al mundo su propia imagen, y le elevan á la conciencia de sí mismo. Pero en el artista mismo, la energía creatriz es naturalmente espontánea, instintiva; y hasta en los casos en que necesita de estudio para apropiarse el tecnicismo indispensable para la realización, bajo las formas del arte, de los tipos que engendra su fantasía, la elección definitiva de los medios de expresión no presupone la reflexión; más bien le guía una tendencia espontánea, tendencia que constituye precisamente, en el artista, el carácter de su genio particular. La reflexión sostenida no empieza á ser para él una necesidad hasta el momento en que choca contra algún grave obstáculo en la aplicación de los medios que requiere la expresión de sus ideas; quiero decir, cuando los medios de realizar sus concepciones le son muy difíciles de reunir, ó le faltan del todo. En este caso, corre riesgo de encontrarse, más que otro cualquiera, el artista que para realizar sus concepciones necesita, no sólo de organos inanimados, sino de un conjunto de fuerzas artísticas vivientes. Al poeta dramático le es absolutamente indispensable este conjunto para dar á su obra una expresión inteligible; vese precisado á recurrir al teatro, y el teatro, como conjunto de las artes de representación, sometido á leyes particulares, constituye, de por sí, una rama especial del arte. Ante todo, el poeta dramático, al abordar el teatro, halla en él un elemento del arte constituído ya; ha de fusionarse con él, y las leyes particulares que lo rigen, para ver realizadas sus propias concepciones. Si las tendencias del poeta se hallan en perfecto acuerdo con las del teatro, no cabría el conflicto que he señalado; y lo único de considerar, para apreciar el valor de la obra producida y ejecutada, sería el carácter de este acuerdo. Si, por el contrario, estas tendencias son realmente divergentes, compréndese sin dificultad á qué funesta extremidad se ve reducido el artista, obligado á emplear, para la expresión de sus ideas, un órgano destinado desde su origen á fines distintos del suyo.
Convencido de que me hallaba en situación semejante, me fué preciso, en cierta época de mi vida, hacer un alto en una carrera de producción más ó menos espontánea, y forzóme la necesidad á largas reflexiones para sondear y explicarme los motivos de esta situación enigmática. Atrévome á imaginar que nunca artista alguno sintió pesar en tan sumo grado la necesidad de salir de este problema, pues nunca se habían encontrado puestos en juego elementos tan diversos, tan particulares: la poesía y la música, por una parte, y por otra, la escena lírica, es decir: la institución pública artística más equívoca, más discutible de nuestra época: el teatro de ópera; he aquí lo que se trataba de conciliar.
Dejad que, ante todo, os señale una diferencia gravísima á mis ojos, entre la situación de los autores de óperas frente á frente del teatro en Francia y en Italia, y su situación en Alemania; tan importante es esta diferencia, que en cuanto la haya definido, apreciaréis fácilmente por qué el problema en cuestión no podía surgir tan imperioso, sino ante un autor alemán.
En Italia, donde se constituyó al principio la ópera, ¿ cuál era la misión única del músico? Escribir para este ó aquel cantante, dotado de escaso talento dramático, motivos destinados exclusivamente á suministrarle ocasión de lucir su habilidad. Poema y escena no eran más que un pretexto, no servían más que para dar lugar y ocasión á esta exhibición de artistas; la bailarina alternaba con la cantatriz, danzando lo que ésta había cantado; y el único empleo del compositor consistía en suministrar variaciones sobre motivos de un género determinado. Como veis, reinaba aquí la más completa armonía, hasta en el más mínimo detalle; el compositor escribía para tales ó cuales cantantes, y la individualidad de estos le indicaba el carácter de las variaciones de motivos que había de proporcionar. La ópera italiana se había convertido, así, en género aparte, que nada tenía que ver con el drama verdadero, y permanecía particularmente extraño á la música misma. Del desenvolvimiento de la ópera en Italia, data, para el compositor, la decadencia de la música italiana. La evidencia de este aserto se hará tangible á cuantos posean idea exacta de la sublimidad, de la riqueza, de la incomparable profundidad de expresión de la música de iglesia en Italia, en los siglos precedentes; en efecto, ¿ quién, después de haber oído el Stabat Mater de Palestrina, podría considerar la música italiana de ópera como hija legítima de tan admirable madre? Dicho esto de paso, y en vista del fin que me propongo, doy como establecido que en Italia ha existido hasta nuestros días, la más completa armonía entre las tendencias del teatro de ópera y las del compositor.
Lo mismo digo de Francia; estas relaciones no han cambiado. Eso sí, el cantante, como el compositor, han visto agrandada su tarea, por haber tomado la cooperación del poeta dramático una importancia infinitamente mayor que en Italia. Apropiadas al carácter de la nación, al estado de la poesía dramática y de las artes de representación que acababan de emprender notable vuelo, las exigencias de estas artes imponianse también imperiosamente á la ópera. En el Gran teatro de la Opera formóse un estilo fijo que, tomando sus principales rasgos de las reglas del Teatro Francés satisfacía á todas las convenciones, á las exigencias todas de una representación dramática. Sin querer, por ahora, definirlo con más rigor, noto también: que existía un teatro modelo determinado, que en este teatro se había formado el estilo que se imponía al actor, y al compositor con igual autoridad; que el autor encontraba un cuadro exactamente circunscrito, cuadro que tenía que llenar por medio de una acción y de la música, con el concurso de actores y cantantes hábiles, conocidos de antemano y perfectamente acordes con él para realizar lo que se proponía.
Cuando Alemania recibió la ópera, era ésta un producto exótico, ya desarrollado, producto radicalmente extraño al carácter de la nación. Varios príncipes alemanes habían llamado á sus cortes á sociedades italianas de ópera, acompañadas de sus compositores. Los compositores alemanes debían ir á Italia para aprender á componer Óperas. Más adelante los teatros, para complacer al público, unieron á ello la ejecución de óperas traducidas, entre ellas bastantes francesas. Las tentativas de ópera alemana no pasaban de simple imitación de óperas extranjeras; alemán, sólo tenían la letra. En ninguna parte se formó un teatro central, un teatro modelo. Todos los estilos coexistían en la más completa anarquía: estilo francés, estilo italiano, imitación alemana de uno y de otro, y por remate, tentativas de composición de la antigua pieza de canto, que nunca se había elevado al género popular é independiente, tentativas vencidas casi siempre por la preeminencia de las formas técnicas, que venían del extranjero. Bajo estas influencias y de esta confusión nacía un inconveniente de los más visibles: la ausencia absoluta de estilo en las representaciones de ópera. En villas de reducida población, donde el teatro sólo contaba con un público rara vez renovado, para dar al repertorio el atractivo de la variedad, representábanse sucesivamente, en brevisimos intervalos, óperas francesas é italianas, óperas alemanas, imitación de ambos géneros ó bien sacadas de las más vulgares piezas de canto; asuntos cómicos, asuntos trágicos, todo lo cantaban, todo lo desempeñaban los mismos cantantes. Producciones compuestas para los primeros artistas italianos, y apropiadas á sus cualidades personales, eran ejecutadas por cantantes faltos de estudio y de ejercicio, en una lengua de un genio diametralmente opuesto al de la lengua italiana, y desfiguradas de la más ridícula manera. O bien, eran óperas francesas, cuyo efecto se basaba en una declamación patética de frases de retórica cuidadosamente notadas, que se representaban en traducciones fabricadas á toda prisa y á vil precio por obreros literarios, casi siempre sin respetar en lo más mínimo la ilación de las frases declamadas con la música y con faltas de prosodia capaces de poner los pelos de punta. Esta única circunstancia habría bastado para impedir que la dicción alcanzase un buen estilo y para hacer que público y cantantes mirasen el texto con igual indiferencia. De ahí, como resultado, toda especie de imperfecciones. No existía en parte alguna un teatro modelo de ópera, un teatro guiado por una dirección inteligente, un teatro que diese el tono; la misma educación de las voces (cuando las había) era defectuosa, ó no existía absolutamente; reinaba, en fin, la anarquía en el arte.
Ya comprendéis que para el músico verdadero y formal ese teatro no existía, en verdad. Si una inclinación decidida, si la educación le llamaban al teatro, prefería necesariamente escribir óperas en Italia para los italianos, en Francia para los franceses; y mientras Mozart y Gluck componían óperas italianas y francesas, la música verdaderamente nacional se desenvolvía en Alemania bajo principios muy distintos de la ópera. Bien lejos de la ópera, ingertada en esa rama de la música que los italianos descuidaron de repente al nacimiento de la ópera, la música propiamente dicha se desenvolvía en Alemania desde Bach hasta Beethoven, alcanzando la altura, la maravillosa riqueza que la han elevado al rango que todo el mundo le reconoce.
El músico alemán cuyos ojos, dejando el dominio que le era propio, se fijaban en la música dramática, no hallaba en la ópera una forma acabada, imponente, de perfección relativa que pudiese servirle de modelo, como los encontraba en los otros géneros de música. En el oratorio, en la sinfonía sobre todo, hallaba una forma noble y acabada; la ópera, por el contrario, le ofrecía un montón confuso y desparramado de formas no desarrolladas; sobre estas formas veía pesar una convención que no acertaba á comprender y que sofocaban toda libertad de desarrollo.
Para apreciar debidamente lo que quiero significar, comparad la riqueza infinita, prodigiosa, que ofrece en su desenvolvimiento, una sinfonía de Beethoven con los trozos de música de su ópera Fidelio, y al momento comprenderéis cuán cohibido se veía aquí el maestro, cuán sofocado y cuán imposible le era llegar á desplegar su potencia original; así, como si quisiese abandonarse, una vez al menos, á la plenitud de su inspiración, ¡con qué furor desesperado se lanza á la overtura esbozando un número de una amplitud y de una importancia hasta entonces desconocida! Este único ensayo de ópera le llena de disgusto; no renuncia, empero, al deseo de encontrar por fin un poema que abra ancho sendero al desenvolvimiento de su potencia musical. El ideal flotaba en su pensamiento. Sí; el músico alemán, después de haber perseguido este género cuyo carácter le parecía problemático, que no cesaba de atraerle y de rechazarle al mismo tiempo y cuyas formas juzgaba absolutamente insuficientes, la ópera, en una palabra, debía necesariamente ver abrirse ante él una dirección ideal. Aquí reside la significación propia de los esfuerzos de Alemania, no solo en música, sino también en casi todas las artes. Permitid que me detenga un momento en este particular.
Es incontestable que las naciones romanas de Europa han adquirido, de largo tiempo, una gran superioridad sobre las naciones germánicas; me refiero á la perfección de la forma. Italia, España y Francia habían alcanzado ese atractivo en las formas que respondían á su carácter, y la vida entera, lo mismo que el arte, iban revestidas de singular elegancia, que ha pasado al estado de ley; pero Alemania, en este particular, permanecía en un estado de anarquía innegable; y los esfuerzos hechos para apropiarse formas extranjeras, en vez de disimularla á duras penas, parecían aumentar dicha anarquía. La evidente inferioridad en que la nación alemana había caído por lo concerniente á la forma (¿y qué no le concierne?) retardó tan largo tiempo también, por una consecuencia natural, el desenvolvimiento del arte y de la literatura en Alemania, donde hasta la segunda mitad del siglo pasado no se había producido un movimiento semejante al que las naciones romanas habían visto realizarse desde el principio del Renacimiento. Este movimiento, en Alemania, no podía tener, ab initio, otro carácter que el de una reacción contra las formas, las formas extranjeras que se desfiguraban y que desfiguraban. Esta reacción no podía favorecer la forma alemana, por cuanto en realidad no existía; así, este movimiento inducía al descubrimiento de una forma ideal, puramente humana y que no perteneciese exclusivamente á nacionalidad alguna. La actividad tan original, tan nueva, sin ejemplo en la historia del arte, de los dos grandes poetas alemanes Goethe y Schiller tiene su rasgo distintivo: por primera vez esta investigación de una forma ideal puramente humana, de valor ilimitado, fué objeto del genio y esta investigación constituye ó poco menos, uno de los fines esenciales de sus creaciones. Rebeldes al yugo de la forma cuya ley aceptaban todavía las naciones romanas, viéronse llevados á considerar esta forma en sí misma, á darse cuenta de sus inconvenientes y de sus ventajas, á remontarse de lo que es en la actualidad hasta el origen de todas las formas del arte en Europa, á saber: la forma griega, á abrirse con la libertad necesaria la plena inteligencia de la forma antigua, á elevarse, por fin, apoyados en esta, á una forma ideal puramente humana, manumitida de toda traba de costumbres nacionales, llamada por consiguiente á transformar estas costumbres nacionales en costumbres puramente humanas, sometidas únicamente á las leyes eternas. La inferioridad en que la nación alemana se había hallado hasta entonces con respecto á las naciones romanas, venia á ser una ventaja. El francés, por ejemplo, encontrándose en frente de una forma perfeccionada, cuyas partes todas constituían un armonioso conjunto, sujeto á leyes que le satisfacían plenamente y que aceptaba sin resistencia, como inmutables, sentíase ceñido á una perpetua reproducción de esta forma, y por consiguiente, condenado á una especie de estancamiento (tomando esta palabra en superior sentido); el alemán, sin negar las ventajas de semejante situación, no dejaba de reconocer sus inconvenientes y sus peligros; las pesadas trabas que imponía no le pasaban inadvertidas, y veía en perspectiva una forma ideal, que le ofrecía lo que toda forma tiene de imperecedero, desembarazada de las cadenas del azar y de lo falso. El valor inmenso de esta forma consistía en que, libre del carácter estrecho de una nacionalidad particular, debe ser accesible á toda inteligencia. Si, en cuanto á la literatura, la diversidad de las lenguas europeas es un obstáculo á esta universalidad, la música es una lengua igualmente inteligible á todos los hombres y debía ser la potencia conciliadora, la lengua soberana que, resolviendo las ideas en sentimientos, ofrecía un órgano universal de lo más íntimo de la intuición del artista, órgano de alcance sin límites, sobre todo si la expresión plástica de la representación teatral le daba esa claridad que solo la pintura ha podido, hasta hoy, reclamar como su exclusivo privilegio.
Ved, desde aquí, á vuelo de pájaro, el plan, el esbozo de la obra cuyo ideal se ofrecía cada vez más claro á mi pensamiento. Este plan no pude menos que bosquejarlo en otra ocasión teóricamente; era en una época en que sentía una aversión creciente contra el género que, con el ideal que me ocupaba, tenía la repugnante semejanza del mono con el hombre; á tal punto llegaba, que me daban tentaciones de huir lejos, muy lejos, donde no viera semejante espectáculo.
Desearía haceros comprender esta crisis de mi vida, sin fatigaros no obstante con detalles biográficos; permitid pues que de todo ello os pinte únicamente el singular combate que debe sostener un músico alemán en nuestra época, cuando, embargada el alma por la sinfonía de Beethoven, se ve inducido á abordar la ópera moderna tal como os la he descrito en Alemania.
A pesar de una educación científica seria, había vivido yo desde mi primera juventud en relaciones íntimas, continuas con el teatro. Esta parte de mi vida corresponde á los últimos años de Carlos María de Weber, el cual á la sazón dirigía en Dresde la ejecución de sus óperas. De este maestro recibí mis primeras impresiones musicales; sus melodías me entusiasmaban, su carácter y su naturaleza ejercían en mi una verdadera fascinación; su muerte, en país lejano, llenó de desconsuelo mi corazón de niño. La muerte de Beethoven siguió de cerca á la de Weber; fué la primera vez que oí hablar de él y entonces trabé conocimiento con su música, atraído, si cabe decirlo, por la noticia de su muerte. Estas graves impresiones desenvolvían en mí una inclinación cada vez más enérgica, hacia la música. Sin embargo, no llegué á estudiar más á fondo la música sino más adelante, cuando ya mis estudios me habían introducido en la antigüedad clásica, é inspirado algunos ensayos poéticos. Había compuesto una tragedia y quería escribir para la misma un acompañamiento musical. Cuentan que Rossini preguntó un día á su profesor si, para componer óperas, le era indispensable aprender el contrapunto, y como el profesor, preocupado únicamente de la ópera italiana moderna, le contestase que no, el discípulo se abstuvo: no deseaba más. Pues bien, mi profesor, después de haberme enseñado los procedimientos más difíciles del contrapunto, me dijo: «Es probable que jamás hayáis de escribir una fuga; pero bueno es que la sepáis escribir; así seréis independiente en vuestro arte, y el resto os será fácil.» Adiestrado de esta suerte, entré en la carrera de director de música en el teatro y empecé á escribir óperas sobre poemas de que era autor.
Básteos esta breve noticia biográfica. Por lo que os he dicho de la ópera en Alemania, podéis prever fácilmente la marcha ulterior de mi espíritu. La dirección de nuestras óperas ordinarias me causaba un particularísimo sentimiento de malestar, una especie de punzante tedio; pero, á menudo, este sentimiento era interrumpido por un gozo y un entusiasmo que no puedo describrir, cuando, á intervalos, se ejecutaban obras más nobles, y el incomparable efecto de las combinaciones musicales reunidas al drama, se dejaba sentir en mi alma, en el momento mismo de la representación, con una profundidad, con una energía y una viveza á que ningún otro arte puede igualarse. La esperanza de encontrar sin tregua nuevas impresiones del mismo género que me ofrecían, como los rápidos resplandores del relámpago, un mundo de posibilidades desconocidas, manteníame encadenado al teatro, á pesar de la repugnancia que experimentaba en el atolladero abierto sin remisión por nuestras representaciones de ópera. Entre otras impresiones de este género que me afectaron con particular intensidad, recuerdo una ópera de Spontini, que oí ejecutar en Berlín bajo la dirección del maestro mismo; sentíme también arrebatado, durante cierto tiempo, á un mundo superior, haciendo estudiar á una reducida compañía de ópera la magnífica obra: Joseph, de Méhul. Cuando, veinte años há, vine á establecerme en París, por largo tiempo, las representaciones del Gran teatro de la Opera, la perfección de la ejecución musical y del aparato, no podían dejar de deslumbrarme, y causarme viva impresión. Pero, desde largo tiempo también, una cantatriz, una trágica cuyo mérito, á mi entender, nunca ha sido sobrepujado, me causó también en el teatro una impresión indeleble y decisiva; me refiero á Mad. Schroeder-Devrient. El incomparable talento dramático de esta artista, la inimitable armonía y el carácter individual de su ejecución, que mi vista y mi oído aspiraban con avidez, ejercieron en mí tan grande hechizo que decidió de mi dirección de artista. Semejantes efectos eran posibles; yo mismo los había visto, y llena el alma de estos recuerdos me había acostumbrado á legitimar impaciencias, no sólo tocante á la música y á la ejecución dramática, sino también en lo concerniente á la concepción á la vez poética y musical de una obra que no puedo designar definitivamente con el nombre de ópera. Entristecíame el ver á tan eminente artista reducida, para alimentar su talento, á apropiarse las producciones más nulas en el campo de la ópera. Por otra parte, llenábanme de asombro la profundidad y la encantadora belleza que sabía prestar al personaje de Romeo en la débil ópera de Bellini; pero al mismo tiempo, pensaba en lo que podía ser la obra incomparable cuyas partes todas fueran completamente dignas del genio de tan insigne artista y de una reunión de artistas del mismo orden.
Exaltado por estas impresiones, surgió en mí, cada vez más, la idea de lo que aún quedaba qué hacer en el género de la ópera, y esta idea parecía me cada vez más realizable, recogiendo en el lecho del drama musical el rico torrente de la música alemana tal como la produjera Beethoven; y de rechazo, sentíame más desanimado, más lastimado cada día por mi comercio habitual con la ópera propiamente dicha; ¡distaba tanto de mi ideal! A medida que percibía más netamente la posibilidad de realizar una obra infinitamente más perfecta, á medida que se veía más estrechado, por las funciones que desempeñaba, en el circulo mágico é indestructible del género donde veía todo lo contrario de su ansiado ideal, el malestar del artista crecía sin tregua y había acabado por hacerse insoportable. Permitid que os lo describa en unos cuantos rasgos. Todas mis tentativas para realizar una reforma en la institución de la ópera, mis proyectos de imprimir por esfuerzos resueltamente declarados, una dirección que condujera á la realización de mis deseos, mi voluntad infatigable, todo ello fué trabajo perdido. Hube de comprender, por fin, con qué objeto se cultiva el teatro moderno y para qué, en particular, la ópera; y este descubrimiento, á cuya evidencia no pude oponerme, fué lo que me llenó de tedio, de desesperación hasta el extremo de que, abjurando todo ensayo de reforma, rompí todo comercio con tan frívola institución.
Las circunstancias me inducían poderosamente á explicarme la constitución del teatro moderno y su resistencia á todo cambio, por el puesto que ocupa en la sociedad. Veía en la ópera una institución cuyo especial destino es, casi exclusivamente, ofrecer una distracción y una diversión á un público tan fastidiado como ávido de placer; veíala, además, obligada á tender al resultado pecuniario para hacer frente á los gastos que necesita el pomposo aparato que tantos atractivos tiene; y no podía desconocer que era verdadera locura el pretender desviar esta institución hacia un objeto diametralmente opuesto, es decir: aplicarla á arrancar á un pueblo de los intereses vulgares que le ocupan todo el día para elevarlo al culto y á la inteligencia de lo más profundo y de lo más grande que el espíritu humano puede concchir. Tiempo tenía para reflexionar en las causas que han reducido el teatro á este papel en nuestra vida pública, é investigar, por otra parte, los principios sociales que darían por resultado el teatro que yo soñaba, del modo que la sociedad moderna ha producido el teatro moderno. Había encontrado en algunas raras creaciones de inspirados artistas una base real donde sentar mi ideal dramático y musical; actualmente la historia me ofrecía á su vez el modelo y el tipo de las relaciones ideales del teatro y de la vida pública, tales como yo los concebía. Este modelo era el teatro de la antigua Atenas; allí, no abría su recinto sino en ciertas solemnidades, á la celebración de una fiesta religiosa acompañada de los goces del arte; los más distinguidos personajes del Estado figuraban en estas solemnidades en calidad de poetas ó directores, presentándose, como los sacerdotes, á los ojos de la población congregada, y esta población tenía en tan alto concepto la sublimidad de las obras que iban á presentársele, que los poemas más profundos, los de un Esquilo ó de un Sófocles podían serle propuestos con la seguridad de que serían comprendidos. Entonces se ofrecieron á mi mente las razones, con gran pena investigadas, de la caída de este arte incomparable; mi atención se fijó primero en las causas sociales de esta caída y creí verlas en las razones que habían acarreado las del estado antiguo mismo. Procuré, después, deducir de este examen los principios de una organización política de las razas humanas que, corrigiendo las imperfecciones del estado antiguo, pudiese fundar un orden de cosas en que las relaciones del arte y de la vida pública, tales como existían en Atenas, renacieran aunque más nobles si es posible, y en todo caso, más duraderas. Vertí los pensamientos que se me ocurrieron sobre este punto en un opúsculo intitulado: El Arte y la Revolución. Mi primer deseo había sido publicarlos en una serie de artículos en un periódico político francés; esto acontecía en 1849. Aseguráronme que el momento era inoportuno para llamar la atención del público parisiense sobre un asunto de esta naturaleza; y renuncié á esta idea. Yo mismo, hoy, creo que sería engorrosa tarea deduciros el contenido de mi folleto, no lo intentaré y creo que me agradeceréis esta reserva. Lo que llevo dicho antes os bastará para ver á qué meditaciones, extrañas en apariencia á mi tema, me consagré para encontrar un terreno real, aunque ideal todavía, que sirviese de base al ideal de arte que me ocupaba.
Púseme entonces á investigar lo que caracteriza esa disolución tan deplorada del gran arte griego, y este examen me ocupó más largo tiempo. Llamó desde luégo mi atención un hecho singular: la separación, el aislamiento de las diferentes ramas del arte, reunidas antaño en el drama completo. Miradas sucesivamente, llamadas á cooperar todas á un mismo resultado, las artes, con su concurso, habían suministrado el medio de hacer inteligibles, á un pueblo congregado, los fines más elevados y más profundos de la humanidad; después, las diferentes partes constitutivas del arte se habían separado y desde entonces, en vez de ser institutor é inspirador de la vida pública, ya no fué el arte sino el agradable pasatiempo del aficionado, y mientras la muchedumbre afluía á los combates de gladiadores ó de fieras que constituían la diversión pública, los más delicados alegraban su soledad ocupándose de las letras ó de la pintura. Como un hecho de capital importancia, creí reconocer que las diversas artes, aisladas, separadas, cultivadas aparte, por alta que hubiesen colocado los más grandes genios su potencia de expresión, no podían sin recaer en su rudeza nativa y corromperse fatalmente, reemplazar en modo alguno ese arte de ilimitado alcance, que resultaba precisamente de su unión. Fortalecido con la autoridad de los críticos más eminentes, por ejemplo con las investigaciones de un Lessing sobre los límites de la pintura y de la poesía, creíme en posesión de un resultado sólido, á saber: que cada arte tiende á una extensión indefinida de su potencia, que esta tendencia lo conduce finalmente á su limite, y que no podría franquear este límite sin correr peligro de perderse en lo incomprensible, en lo extravagante y en lo absurdo. Al llegar aquí parecióme ver claro que cada arte, en cuanto alcanzó los limites de su potencia, requiere dar la mano al arte vecino; y en vista de mi ideal, sentí vivo interés, siguiendo esta tendencia en cada arte particular; parecióme que podría demostrarlo de la manera más palpable en las relaciones de la poesía con la música, sobre todo en presencia de la importancia extraordinaria que ha adquirido la música moderna. Procuré, también, representarme la obra de arte que debe abrazar todas las artes secundarias y hacerlas cooperar á la realización superior de su objeto; por esta senda, llegué á la concepción madurada del ideal que se había formado oscuramente en mí, vaga imagen á que el artista aspiraba. La situación subordinada del teatro en nuestra vida pública, situación cuyo vicio me era tan evidente, no me permitía creer que este ideal pudiese lograr en nuestros días una realización completa; así pues lo designé con el calificativo de Obra de arte del porvenir. Dí este titulo á un escrito extenso exponiendo con mayores detalles las ideas que acabo de indicar; y á este título somos deudores (dicho sea de paso) de ese espectro, inventado á maravilla, de una «música del porvenir.» Tan popular se ha hecho este espectro, que le hemos visto correr como un aparecido hasta en escritos franceses. Y ahora comprenderéis claramente el error y el objeto que dieron pié á esta invención.
Paso también por alto el análisis detenido de este escrito; ni le concedo más valor que el que pueden atribuirle ciertos espíritus para quienes no carecería de interés saber cómo y en qué forma un artista, que produce, se ha esforzado en llegar por todos los medios á la solución de problemas reservados hasta entonces á los críticos de profesión, pero que no pueden imponerse á estos de igual manera que al artista.
De la misma reserva usaré con un tercer escrito que publiqué poco después del precedente, bajo el título de Ópera y Drama. Sólo os esbozaré rápidamente su contenido. Por lo demás, no creo que las miras en él expuestas en los menores detalles tuvieran para mí á la sazón mayor importancia de la que en adelante pudieran tener para otros. Eran meditaciones íntimas, engendradas por el vivísimo interés que mi objeto me inspiraba, y que se ofrecían en parte con el carácter de polémica; este objeto era una investigación atenta de las relaciones que la poesía sostiene con la música, considerada esta bajo el punto de vista dominante de la obra dramática.
En este libro creíame obligado á combatir, ante todo, la opinión errónea de los que habían imaginado que, en la ópera propiamente dicha, el ideal se encontraba logrado ó al menos inmediatamente preparado. En Italia, pero sobre todo en Francia y en Alemania, este problema ha ocupado á los más eminentes ingenios de la literatura. El debate de los gluckistas y de los piccinistas en París no era más que una controversia, insoluble de sí, sobre este problema: ¿ el ideal del drama se puede alcanzar en la ópera ? Los que se creían con fundamento para sostener esta tesis, veíanse, á pesar de su victoria aparente, puestos en jaque por sus adversarios en cuanto estos describían la preeminencia de la música en la ópera, preeminencia tal, que la ópera debía sus triunfos á la música y no á la poesía. Voltaire, inclinado en teoría á admitir el primer modo de ver, caía, en vista de la realidad, en esta proposición desesperada: « Lo demasiado necio para ser declamado, se canta.» En Alemania, el mismo problema planteado al principio por Lessing, era discutido entre Schiller y Goethe, y los dos se inclinaban hacia la esperanza del desenvolvimiento más favorable de la ópera; y sin embargo Goethe, por una contradicción notable con su opinión teórica, confirmaba á su pesar la frase de Voltaire, puesto que ha escrito varios textos de ópera, y para mantenerse al nivel del género, ha creído conveniente permanecer trivial en lo posible, tanto en la invención, como en la ejecución; no sin pena vemos figurar entre sus poesías tales obras, absolutamente vulgares.
Esta opinión favorable á la ópera, sin cesar concebida por los cerebros mejor organizados y siempre desmentida por la realidad, involucraba, por una parte, testimonio de la posibilidad, próxima en apariencia, de alcanzar la perfección en el drama por una perfecta unión de la poesía y de la música; y por otra, evidenciaba lo radicalmente defectuoso de la ópera propiamente dicha. Este vicio esencial de la ópera no podía, por su naturaleza misma, dejarse sentir desde luégo al músico y por otra parte debía pasar también necesariamente inadvertida para el literato. El poeta, que no era á la vez músico, encontraba en la ópera un conjunto invariable de formas musicales, que le prescribían de antemano las leyes determinadas á que debía adaptarse el andamiaje dramático que á su cargo corría.
Al músico, no al poeta, incumbía cambiar estas formas. Y el valor de estas ¿cuál era? El poeta, elegido como auxiliar, lo descubría sin querer; descubríalo por la necesidad á que se hallaba reducido, de rebajar, en la invención del asunto y la composición de los versos, su talento de poeta hasta esa frivolidad vulgar y declarada que Voltaire fustigó tan justamente. En verdad, inútil es patentizar la pobreza, la trivialidad, la ridiculez del género libreto de ópera: en la misma Francia, los mejores ensayos del género han consistido más bien en velar el mal, que en destruirlo. El mecanismo propio de la ópera ha sido siempre un objeto extraño al poeta; éste no podía alterarlo, sino someterse á él; así que, salvo raras y malhadadas excepciones, nunca un verdadero poeta ha querido tratos con la ópera.
La cuestión, ahora, está en saber cómo hubiera podido el músico dar á la ópera su significación ideal, si el poeta no puede, en la parte real que desempeña, mantener las exigencias que toda pieza dramática razonable está obligada á satisfacer. ¿Debía esperarse del músico quien, preocupado únicamente y sin cesar, del perfeccionamiento de las formas puramente musicales, no veía otra cosa en la ópera sino un campo donde desplegar su propio talento? Un tanto absurdo y contradictorio era esperar semejante cambio del músico, y así creo haberlo demostrado asaz correctamente en la primera parte de mi escrito Óperay Drama. Expresándome sobre las arrebatadoras bellezas que han producido en este terreno eminentes maestros, podía evidenciar los puntos débiles de sus obras sin inferir el menor ataque á su merecida fama, pues hallaba la causa de estas imperfecciones en el vicio radical del género mismo; pero el punto que sobre todo me interesaba después de una exposición de esta índole, siempre algo enojosa, era probar que esa perfección ideal de la ópera, sueño de tantos genios superiores, suponía una primera condición, á saber: que la cooperación del poeta cambiase totalmente de carácter.
Á este fin intenté demostrar que esta participación del poeta en la ópera, participación decisiva á mi ver, la aceptaba de buen grado, aspiraba á ella, y para ello invoqué sobre todo las esperanzas de los grandes poetas indicados antes, sus deseos, tan á menudo y con tanta vehemencia manifestados, de ver elevada la ópera á la altura de un género ideal. Buscaba lo que significaban estas esperanzas obstinadas, y parecíame hallar su explicación en una inclinación natural al poeta y que domina en él la concepción como la forma: emplear el instrumento de las ideas abstractas, la lengua, de suerte que obre sobre la sensibilidad misma. Esta tendencia es evidente en la invención del asunto poético; el único cuadro de la vida humana que se llama poético, es aquel en que los motivos que no tienen sentido sino para la inteligencia abstracta, ceden su lugar á los móviles puramente humanos que gobiernan el corazón. La misma tendencia es la ley soberana que preside á la forma y á la representación poética. El poeta busca, en su lenguaje, sustituir al valor abstracto y convencional de las palabras, su significación sensible y original; la coordinación rítmica y el adorno (ya casi musical) de la rima, son medios de que se vale para dotar al verso, á la frase, de una potencia que cautiva como por un hechizo y gobierna á su voluntad el sentimiento. Esencial al poeta esta tendencia, le conduce hasta el límite de su arte, límite que toca inmediatamente á la música; y por consiguiente, la obra mas completa del poeta debería ser la que, en último caso, fuese una verdadera música.
De ahí, veíame necesariamente llevado á designar el mito como la materia ideal del poeta. El mito es el poema primitivo y anónimo del pueblo, y lo encontramos en todas las épocas empleado, retocado sin cesar por los grandes poetas de los períodos de cultura. En el mito, efectivamente, las relaciones humanas se despojan casi por completo de su forma convencional é inteligible sólo á la razón abstracta; muestran lo que la vida tiene de verdaderamente humano, de eternamente comprensible, y lo muestran bajo esa forma concreta, agena á toda imitación, la cual da á todos los verdaderos mitos su carácter individual, que se reconoce á primera vista. Consagré á estas investigaciones la segunda parte de mi libro y me indujeron á esta cuestión: ¿cuál es la forma más perfecta en que debe representarse esta materia poética ideal?
Examiné á fondo, en la tercera parte, lo que comporta la forma bajo el concepto técnico, y deduje: que la música, sólo la música puede evidenciarnos todo lo de que es capaz la forma, gracias al desenvolvimiento extraordinariamente rico, y desconocido á los siglos pasados, que ha adquirido en nuestra época.
Demasiado comprendo la gravedad de tal proposición para no lamentar que la falta de espacio me impida actualmente consagrarme á un examen profundizado de esta tesis. Creo, no obstante, haberlo efectuado ya con bastante extensión en la tercera parte de mi libro, y de un modo que basta, cuando menos, á mi convicción.
Por consiguiente, si ahora me permito comunicaros á grandes rasgos mis miras sobre el particular, reclamo de vos, al mismo tiempo, un acto de confianza, y es: admitir que lo que mis palabras puedan tener aquí de paradójicas á vuestros ojos, se halla apoyado con las más detalladas pruebas en mi citado libro.
Desde el nacimiento de las bellas artes entre los pueblos cristianos de Europa, dos hay que han recibido, sin disputa, un desenvolvimiento absolutamente nuevo, y alcanzado una perfección que jamás lograron en la antigüedad clásica; estos dos artes son la pintura y la música. La perfección admirable y verdaderamente ideal á que llegó la pintura desde el primer siglo del renacimiento está fuera de contestación, y lo que caracteriza esta perfección ha sido estudiado de una manera superior; así pues, sólo hemos de hacer constar aquí dos puntos, primero: la novedad de este fenómeno en la historia general del arte, y segundo: que este descubrimiento pertenece en propiedad al arte moderno. La misma observación, con mayor grado de verdad é importancia, se aplica á la música moderna. La armonía, que la antiguedad ignoró por completo, la extensión prodigiosa y el rico desenvolvimiento que ha recibido por la polifonía, son cosas que atañen exclusivamente á los últimos siglos.
Entre los griegos, no conocemos la música sino asociada con la danza. El movimiento de la danza subyugaba la música y el poema, que el cantor recitaba como motivo de danza, á las leyes del ritmo: estas reglamentaban de un modo tan completo el verso y la melodía, que la música griega (y esta palabra implicaba casi siempre la poesía) no se puede considerar sino como la danza expresada por sonidos y palabras. Los motivos de danza, que constituyen el cuerpo de toda la música antigua, inherentes en su origen al culto pagano y perpetuados en el pueblo, fueron conservados por las primeras comunidades cristianas y por ellas aplicados á las ceremonias del culto nuevo, á medida que se iba formando. La gravedad de éste que proscribía absolutamente la danza como cosa profana é impía, hubo de borrar lo que la melodía antigua tenía por carácter esencial, esto es, la viveza y la variedad extremada del ritmo, viniendo á sustituirlo en la melodía el ritmo desprovisto de toda especie de acento, que caracteriza el choral usado aún hoy día en muchos templos. Perdiendo la movilidad rítmica, perdía también esta melodía su motivo particular de expresión; arrebatándole este adorno del ritmo, se la despojaba de casi toda su potencia expresiva, como fácil es de ver por poco que nos la figuremos destituída de la armonía que la acompaña hoy. Para realzar la expresión melódica de una manera conforme con el espíritu cristiano, viéronse inducidos á inventar la armonía polífona sobre el principio del acorde á cuatro voces: éste, por su alteración característica, serviría en adelante de motivo á la expresión melódica, como antaño lo fué el ritmo. La admirable profundidad de expresión, no sospechada hasta entonces, a que este medio llevó la frase melódica, vémosla con siempre nuevo hechizo en las obras maestras verdaderamente incomparables de la música de iglesia italiana. Las diversas voces, destinadas únicamente á hacer vibrar en el oído el acorde armónico fundamental con la nota de la melodía, recibían, al fin, un desenvolvimiento progresivo, rico en libertad y expresión; con auxilio de lo que se denomina arte del contrapunto, cada una de estas voces, sometidas á la melodía propiamente dicha, que se llamaba canto fermo, pudo moverse con expresión independiente, y esto engendró en las obras de los maestros consagradas por la admiración un canto de iglesia cuya ejecución producía en el alma efecto tan maravilloso, tan profundo, que ningún otro podría comparársele.
La decadencia de este arte en Italia y el perfeccionamiento de la melodía de ópera por los italianos, son dos hechos connexos, que no puedo llamar sino un retorno al paganismo. En tanto que la Iglesia declinaba, desenvolvíase en los italianos un gusto vivísimo por las aplicaciones profanas de la música; recurrióse al medio más asequible: devolver á la melodía su propiedad rítmica particular y aplicarla al canto, como antaño se había aplicado á la danza. Entre el verso moderno que se había formado en armonía con la melodía cristiana, y la melodía danzante que se le asociaba, existían sorprendentes incompatibilidades; no es mi ánimo insistir en ello, y si únicamente hacemos observar que esta melodía y este verso eran casi siempre indiferentes uno á otro y que el movimiento de la melodía, capaz de todas las variaciones, dependía, en definitiva, casi únicamente de la voluntad del ejecutante. Una cosa, sobre todo, nos determina á señalar la creación de esta melodía como un retroceso y no como un progreso, y es: que no supo sacar partido alguno de lo que la música cristiana había inventado y cuya importancia inmensa es incontestable: la armonía y la polifonía que es su cuerpo. Sobre una base armónica tan miserable que puede ser privada, á capricho, de todo acompañamiento, la melodía de ópera se ha contentado también, en cuanto al arreglo y al enlace de sus partes, con una estructura de los períodos tan pobre, que el músico culto de nuestros días no puede encontrar, sin triste asombro, esta forma indigente y casi infantil del arte, cuyos angostos límites condenan al compositor de más genio á la inmovilidad absoluta.
Idéntica necesidad de secularizar la música de iglesia se manifestó en Alemania, conduciendo á resultados absolutamente nuevos. Los maestros alemanes volvieron también á la melodía rítmica primitiva tal como se había perpetuado sin interrupción en el pueblo, en forma de aires de danza nacionales. Pero, en vez de renunciar á la rica armonía de la música cristiana, procuraron estos maestros, por el contrario, perfeccionar la armonía asociándola con la melodía rítmica de movimiento vivísirno, esmerándose en cambiar íntimamente el ritmo y la armonía en la expresión melódica. De esta suerte, no sólo la polifonía conservó su libertad de movimiento, sino que fué llevada á un grado tal de perfección que cada una de las voces, gracias al arte del contrapunto, pudo contribuir con independencia á hacer rítmica la melodía, resultando de esto que la melodía no se dejó oir ya, como al principio, en el canto fermo, sino en cada una de las voces concertantes. De ahí, en el canto de iglesia mismo, cuando el vuelo lírico conducía la melodía rítmica, la posibilidad de tender á efectos de irresistible potencia, de variedad inaudita y exclusivamente propios de la música; apelo á quien haya tenido la dicha de oir una bella ejecución de las composiciones vocales de Sebastián Bach, entre las que recordaré especialmente el motete á ocho voces: Chantez a Dieu un nouveau chant, cuya melodía rítmica vibra á través de las olas de un océano de armonía.
Este perfeccionamiento de la melodía rítmica sobre la base de la armonía cristiana debía alcanzar por fin, hasta los matices más delicados y más varios de la expresión en la música instrumental. Sin ocuparnos principalmente de la importancia de la orquesta bajo el concepto de la intensidad, dignaos fijar vuestra atención tan sólo sobre la extensión en las formas que en la orquesta recibe la melodía de danza primitiva. El perfeccionamiento del cuarteto de cuerda hace prevalecer en la orquesta, como prevaleciera en el concierto cantante de la música de iglesia, la dirección que consiste en tratar de una manera independiente las diversas voces, y así la orquesta se realza de la posición subalterna que la había reducido hasta entonces (como aún lo está en la ópera italiana) al simple papel de acompañamiento rítmico y armónico. Entraña sumo interés (y es el único medio de explicar la esencia de las formas musicales) observar aquí todos los esfuerzos de los maestros alemanes, esfuerzos cuyo objeto ha sido dar á la simple melodía de danza, ejecutada por los instrumentos de un modo independiente, un desenvolvimiento cada vez más amplio, enriqueciéndola extendiéndola por grados. Esta melodía, al principio, consistía solamente en un corto periodo de cuatro compases esenciales, que se duplicaban y hasta se multiplicaban; dotarla de mayor extensión y llegar así á una forma más vasta donde la armonía pudiese desarrollarse también con mayor riqueza, tal ha sido, al parecer, la tendencia fundamental de nuestros maestros. La forma especial de la fuga aplicada á la melodía de danza, suministra ocasión de extender también la duración de la pieza; permitía hacer alternar la melodía en todas las voces, reproducirla ora abreviada, ora alargada, mostrarla sucesivamente bajo aspectos variados, por la modulación armónica, y conservarle un movimiento interesante, por temas yuxtapuestos ó contrastados mediante el contrapunto. Un segundo procedimiento consistió en combinar juntas varias melodías de danza, haciéndolas alternar según su expresión característica y ligándolas por transiciones para las cuales suministra particulares recursos el arte del contrapunto. Sobre tan sencilla base se elevó la sinfonía propiamente dicha. El genio de Haydn fué el primero en dar á esta forma sus vastas proporciones; y por la inagotable variedad de los motivos, ligados y transformados de mil maneras, elevó su potencia expresiva á una altura desconocida aún. La melodía italiana de ópera había decaído por indigencia de estructura y de forma, pero gracias á los cantantes mejor dotados de genio y alma, sostenida por el más noble órgano de la música, había adquirido, no obstante, para el oído, una gracia de color, una suavidad de sonidos desconocidos hasta entonces de los maestros alemanes, y que faltaba á sus melodías instrumentales. Mozart, poseído de este hechizo, logró, á la vez, dar á la ópera italiana el rico desenvolvimiento de la música instrumental alemana, y á la melodía de la orquesta toda la dulzura del aire italiano. Los dos maestros Haydn y Mozart transmitieron su herencia, tan rica ya y tan llena de promesas, á Beethoven, y éste elevó la sinfonía á una amplitud y á una potencia tal de forma, y dotó esta forma con variedad de riquezas melódicas tan grande é irresistible, que la sinfonía de Beethoven se levanta hoy hasta nosotros como una columna indicando en el arte un nuevo período, pues con esta sinfonía se engendró para el mundo una obra á la que el arte de época alguna ni de pueblo alguno nada puede oponer que se le aproxime ó se le asemeje.
Los instrumentos, en esta sinfonía, hablan un lenguaje que ninguna época conocía aún, por cuanto la expresión, puramente musical hasta en los matices de la más sorprendente variedad, encadena al oyente durante un período inusitado hasta entonces, conmueve su alma con una energía á que ningún otro arte puede alcanzar, y le revela en su variedad una regularidad tan libre y osada, que su potencia sobrepuja necesariamente para nosotros toda lógica, bien que las leyes de la lógica no se encierran allí y que, al contrario, el pensamiento racional que procede por principio y consecuencia, no halla punto de qué asirse. La sinfonía, en el sentido más riguroso, debe pues aparecernos como la revelación de otro mundo; de hecho, nos descubre un encadenamiento de los fenómenos del mundo que difiere absolutamente del encadenamiento lógico habitual; y el encadenamiento que nos revela presenta, desde luégo, un carácter incontestable: el de imponérsenos con la persuasión más irresistible y gobernar nuestros sentimientos con un imperio tan absoluto que confunde y desarma plenamente la razón lógica.
Una necesidad metafísica reservaba precisamente á nuestra época el descubrimiento de este lenguaje novísimo; y esta necesidad, si no me engaño, estriba en el perfeccionamiento cada vez más convencional de los idiomas modernos. Considerando con atención la historia de la evolución de las lenguas, percibimos aún hoy día en las raíces de las palabras Un origen de donde resulta claramente que, en el principio, la formación de la idea de un objeto coincidía casi completamente con la sensación personal que éste nos causaba; y tal vez no peque de ridículo el admitir que la primera lengua humana debió tener gran semejanza con el canto. Nacida de una significación de las palabras puramente natural, personal y sensible, la lengua del hombre se desenvolvió en dirección cada vez más abstracta, hasta que las palabras ya no conservaron más que una significación convencional; el sentimiento perdió toda participación en la inteligencia de los vocablos, á la vez que el orden y el enlace de estos acabó por depender, absoluta y exclusivamente, de reglas que era preciso aprender. En sus evoluciones naturalmente paralelas, las costumbres y la lengua estuvieron paralelamente sujetas á las convenciones, cuyas leyes no eran ya inteligibles al sentimiento natural, ni podían ser comprendidas sino por la reflexión, que las recibía bajo forma de máximas enseñadas. Desde que las lenguas modernas de Europa, separadas además en ramas diferentes, han ido siguiendo con tendencia cada vez más decidida su perfeccionamiento puramente convencional, la música, por su parte, ha seguido su evolución propia hasta llegar á una potencia de expresión de que aún no existía la menor idea. Diríase que bajo la presión de las convenciones hijas de la cultura, el sentimiento humano se ha exaltado y ha buscado una salida que le permitiese seguir las leyes de la lengua que le es propia y expresarse de un modo inteligible, con entera libertad y plena independencia de las leyes lógicas del pensamiento. La prodigiosa popularidad de la música en nuestra época, el interés progresivo que todas las clases de la sociedad toman por los géneros de música más profundos, el ahínco cada día más vivo, de que la cultura musical forme parte esencial de la educación, todos estos hechos claros, evidentes, innegables, testifican, á la vez, dos cosas; primera: que el desenvolvimiento moderno de la música ha respondido á una necesidad profundamente sentida de la humanidad, y segunda: que la música, á pesar de la oscuridad de su lenguaje según las leyes de la lógica, se hace comprender por el hombre con una potencia victoriosa negada á aquellas leyes.
En presencia de esta novedad que no cabe negar, sólo le quedaban á la poesía dos caminos: ó bien pasar completamente al campo de la abstracción, de la pura combinación de las ideas, de la representación del mundo por medio de las leyes lógicas del pensamiento (y esta es obra de la filosofía y no de la poesía), ó bien fusionarse íntimamente con la música, con esa música cuya infinita potencia nos reveló la sinfonía de Beethoven.
La poesía encontrará sin dificultad el medio, y reconocerá que su secreta y profunda aspiración es resolverse finalmente en la música, desde que perciba en la música una necesidad que á su vez sólo la poesía puede satisfacer. Para explicar esta necesidad es preciso, ante todo, hacer constar esa inevitable fase en la marcha de la inteligencia humana, que se siente anhelosa de descubrir la ley que preside al encadenamiento de las causas, y se plantea, en presencia de todo fenómeno que le produce una fuerte impresión, esta pregunta involuntaria: «¿por qué?» Ahora bien, ni la audición misma de una sinfonía puede impedir completamente que surja esta pregunta; más aún, como no puede contestarla, confunde la facultad de percibir las causas y suscita en el oyente una perturbación que no sólo es capaz de trocarse en malestar, sino que además se hace principio de un juicio radicalmente falso. Contestar á esta pregunta, á la vez perturbadora é inevitable, de suerte que cese de surgir en lo sucesivo ó sea eludida en cierto modo, es lo que sólo el poeta puede hacer. Pero el poeta mismo no podría lograrlo sin un vivo sentimiento de las tendencias de la música y de su inagotable potencia de expresión, por cuanto es preciso que construya su poema de manera que penetre hasta en las más tenues fibras del tejido musical y que la idea que expresa se resuelva enteramente en cl sentimiento. La única forma aplicable aquí es aquella en que el poeta, en vez de describir sencillamente, ofrece de su objeto una representación real y que hiere los sentidos: esta forma es el drama. Al ser representado con la realidad escénica, el drama despierta en el espectador un interés profundo por una acción que se realiza ante él, y que, en la medida de lo posible, es fiel imitación de la vida humana. Este interés eleva ya por sí mismo los sentimientos de simpatía hasta una especie de éxtasis, en que el hombre olvida esa fatal pregunta del «por qué»; entonces, en el calor de su entusiasmo, se abandona sin resistencia á la dirección de las leyes nuevas por las que la música se dejó comprender tan maravillosamente, y, en una acepción profundísima, da la única respuesta exacta á la pregunta «¿por qué?»
En la tercera parte del escrito que he recordado antes, procuraba determinar, por fin, con precisión, las leyes técnicas á tenor de las cuales debe realizarse esa fusión íntima de la música y de la poesía en el drama. Seguramente no esperaréis que me proponga repetir aquí esta indagación; el esbozo que precede no os habrá fatigado menos que á mí, y por el cansancio que siento, percibo que casi he vuelto al estado en que me encontraba hace ya muchos años, cuando componía mis escritos teóricos; ese estado infligía á mi cerebro un extraño suplicio; era un estado anormal. ¡ Dios me preserve de una recaída !
Era un estado anormal, sí. Lo que la concepción y la producción artística habían elevado para mí muy por encima de toda especie de duda y hasta á una certidumbre inmediata, sentíame impelido á tratarlo como un problema teórico, á fin de llegar á la claridad de una solución racional y madurada, y para ello érame preciso entregarme á la meditación abstracta. Ahora bien, nada más extraño ni más penoso para un alma artística, que ese procedimiento tan opuesto al que le es habitual. Así, pues, el artista no le puede consagrar la calma y la sangre fría peculiares del teórico de profesión; siéntese agitado por una impaciencia febril que le impide aplicar á pulir el estilo el tiempo necesario; esta concepción, que implica la imagen completa de su objeto, quisiera encerrarla íntegra en cada proposición; la duda que le atormenta acerca del éxito le impele al mismo esfuerzo sin tregua repetido, y acaba por infundirle cierta especie de cólera y de irritación, cosas completamente reñidas con el teórico. Las funestas consecuencias de este violento estado, la conciencia que del mismo tiene, aumentan su turbación; y se apresura á terminar su obra suspirando, en la triste persuasión de no ser comprendido al fin, sino por los que, como él, están iluminados por la intuición del artista.
El estado en que me encontraba era, además, una especie de combate. Procuraba expresar teóricamente lo que el antagonismo de mis tendencias artísticas y de nuestras instituciones, particularmente de los teatros de ópera, no me permitía demostrar con una claridad que hubiese determinado la convicción, por la ejecución inmediata de una obra de arte. Sentíame vivamente aguijoneado á salir de tales angustias y volver al ejercicio normal de mis facultades de artista. Bosquejé y realizé un plan dramático de proporciones tan vastas que, obedeciendo tan sólo á las exigencias de mi asunto, renuncié deliberadamente, en esta obra, á toda posibilidad de que tal cual es figurase jamás en nuestro repertorio de ópera. Menester hubieran sido circunstancias extraordinarias para que este drama musical, que comprende nada menos que una tetralogía completa, pudiese ser ejecutado en público. Concebía que eso fuese posible, y bastaba ya (en ausencia absoluta de toda idea de la ópera moderna) para lisonjear mi imaginación, elevar mis facultades, manumitirme de todo propósito de medrar en el teatro, entregarme á una producción desde entonces no interrumpida y decidirme á seguir completamente mi propio impulso, como para sanar de los crueles sufrimientos que había padecido. La obra que os menciono y cuya composición musical está en gran parte terminada desde largo tiempo, se intitula El anillo de los Nibelungos. Si mereciese vuestro agrado la tentativa actual de presentaros mis otros poemas de ópera traducidos en prosa, quizá me vería inducido á reiterar este ensayo con mi tetralogía.
Mientras que, completamente resignado á vedarme para lo sucesivo toda relación de artista con el público, me consagraba enteramente á la ejecución de mis nuevos planes, reparando así las fatigas de mi penosa excursión por los dominios de la teoría especulativa, gozaba de tan perfecta tranquilidad que ni siquiera absurdas interpretaciones á que mis escritos teóricos dieron origen casi en todas partes, lograron llevarme de nuevo á este terreno. De repente mis relaciones con el público tomaron otro aspecto con el que no había yo contado ni remotamente: mis óperas se extendían.
Una de estas era Lohengrin en cuya ejecución no había tomado yo parte alguna; las demás no las había hecho representar sino en el teatro donde desempeñaba un cargo personal. Y sin embargo se extendían con éxito creciente, pasando de un teatro á otro y por fin á todos los teatros de Alemania, y adquiriendo una popularidad sostenida é incontestable. Esto, en el fondo, causábame una sorpresa extraña; pero me permitió hacer todavía observaciones que con frecuencia se me habían ocurrido en mi carrera activa y que, contrabalanceando la repugnancia que me alejaba de la ópera, llevábanme y sujetábanme á ella sin cesar. Algunas ejecuciones de perfección poco común y el efecto que habían producido me revelaban, positivamente, excepciones y posibilidades que, como os he indicado, hacíanme concebir proyectos de alcance puramente ideal. No había asistido á ninguna de estas inmensas ejecuciones de mis óperas; no podía formarme una idea del espíritu que en ellas presidía sino por relaciones de amigos inteligentes y por el éxito característico que dichas ejecuciones alcanzaban. La idea que de ello podían hacerme concebir los relatos de mis amigos no era de índole para inspirarme una conclusión muy favorable sobre el espíritu de estas ejecuciones en general, y lo mismo digo tocante al carácter de la mayoría de nuestras representaciones de ópera. Confirmado por ella en mis disposiciones pesimistas, gozaba por otra parte de las ventajas del pesimista: los asomos de lo bueno y de lo distinguido que veía abrirse paso de vez en cuando me causaban tanto mayor gozo, cuanto menos los esperaba y menos autorizado me creía para exigirlos. En otra época, cuando era yo optimista, había hecho rigurosanlente obligatorio, en todo, lo bueno y lo excelente, que me parecía posible, lo cual me sumía en la intolerancia y en la ingratitud. Los resultados superiores, que de cuando en cuando llegaban á mi noticia, sin esperarlos, infundíanme nuevo ardor á la vez que vivísima gratitud; hasta entonces habíame parecido que no era posible el logro de resultados excelentes sino á condiciones generales novísimas, y se me demostró que esta posibilidad se encuentra, desde hoy, al menos como excepción.
Otra cosa me sorprendió todavía más, y fué el ver la impresión extraordinaria que mis óperas habían producido en el público, á pesar de una ejecución á veces muy mediana y que á menudo las desfiguraba. Recuerdo, por momentos, la antipatía, la hostilidad de los críticos que en mis escritos anteriores sobre el arte no habían visto sino una abominación, que se empeñaban en que unas óperas escritas en fecha mucho más remota habían sido compuestas como una confirmación tardía y madurada de mis teorías, y que, sobre todo al principio, se habían desencadenado contra estas óperas; y entonces no pude dejar de ver un signo grave y alentador en el placer declarado que el público ha sentido en obras donde se expresa netamente mi verdadera tendencia. Compréndese, sin dificultad, que la crítica no haya podido sofocar los aplausos del público, gritándole, como no há mucho hiciera en Alemania: «¡Guardaos de Rossini, huíd de sus acentos seductores, evitad la sirena, cerrad los oídos á sus ligeras y frívolas melodías!» Y el público no ha dejado de oir estas melodías con placer. Pero aquí se veía á los críticos advertir con infatigable celo al público que no diese su dinero por cosas que no podían causarle el más mínimo placer, pues de lo que buscaba únicamente en la ópera, melodías, siempre melodías, mis óperas no ofrecían el más mínimo vestigio, puesto que se componian únicamente de los más insípidos recitados y del más ininteligible galimatías musical; en una palabra: «¡música del porvenir!»
Figuráos qué impresión debían producirme, no digo las pruebas más irrefragables de un verdadero éxito popular de mis óperas en el público alemán, sino los informes personales que recibí de un próspero cambio en el criterio y en los sentimientos de gentes que hasta entonces sólo habían gustado la tendencia lasciva de la ópera y del bailable, y que habían rechazado con desdén, con horror, la menor invitación á prestar su atención á una tendencia más seria del drama musical. Estos informes han llegado á mí repetidas veces; permitid que os bosqueje rápidamente las conclusiones saludables y alentadoras que creí debía sacar de ellos.
Es evidente que aquí no se trataba del mayor ó menor alcance de mi talento; los mismos críticos más hostiles no se declaraban contra este talento, sino contra la dirección que yo había seguido y procuraban explicar mi éxito definitivo diciendo que mi talento valía más que mi tendencia. Completamente insensible á lo que de lisonjero podría tener este juicio acerca de mis facultades, sólo de una cosa me felicitaba y era: del instinto seguro que me había guiado á la idea de una igual y recíproca penetración de la música y de la poesía, como condición de una obra de arte capaz de operar, por la representación escénica, una impresión irresistible y de hacer que, en su presencia, toda reflexión voluntaria se desvaneciera en el sentimiento puramente humano. Actualmente veía producido este efecto, á pesar de las debilidades sumas aún, de la ejecución, á cuya exactitud, por otra parte, he de atribuir forzosamente tanta importancia. Motivos había para hacerme concebir ideas, todavía más atrevidas, de la omnipotente eficacia de la música. Habré de explicarme más categóricamente sobre este alcance sin limite, y así lo haré en breve.
Es un punto difícil y de extremada importancia, sobre el cual no puedo aspirar á ser muy explícito, sino á condición de ocuparme exclusivamente de la forma. En mis escritos teóricos habia intentado determinar la forma á la vez que la substancia, y no podía hacerlo teóricamente sino de una manera abstracta; así, pues, exponíame á una oscuridad inevitable y aun á graves quid -pro - quos. Quisiera, pues, evitar á toda costa, como os he declarado ya, un procedimiento de este género para daros á entender mis ideas. No ignoro sin embargo cuántos inconvenientes tiene el hablar de una forma sin determinar su substancia en modo, alguno. Os lo he confesado al principio; la invitación que me habéis dirigido para que os presente al mismo tiempo una traducción de mis poemas de ópera era lo único que podía decidirme á suministraros aclaraciones positivas sobre la marcha de mis ideas, tanto al menos cuanto puedo explicármela yo mismo. Dejadme, pues, que os diga aún algunas palabras de estos poemas; así estaré más á mis anchas para hablaros después de la forma musical, tan importante aquí y sobre la que han circulado tan erróneas ideas.
Ruégoos, ante todo, que me dispenséis si sólo puedo ofreceros de estos poemas una traducción en prosa. Las dificultades sin fin que ha sido preciso sobrepujar en la traducción en verso del Tannhauser con quien el público parisiense trabará conocimiento, en breve, por una ejecución escénica completa, han demostrado que trabajos de esta índole requerían un tiempo que no podía consagrarse actualmente á la traducción de mis restantes obras. No cabe duda de que estos poemas, presentados bajo una forma poética, causarían en vos distinta impresión; mas es cosa de que aquí debo prescindir, viéndome reducido á señalaros el carácter de los asuntos, su tendencia, y el modo dramático en que están tratados. Esto os facilitará comprender qué parte ha tomado el espíritu de la música en la concepción y en la ejecución de estos trabajos. ¡ Ojalá os baste esta traducción ! No aspira más que á presentar el texto con toda la exactitud literal que comporta una traducción.
Los tres primeros poemas: El Buque Fantasma, Tannhauser y Lohengrin estaban completamente terminados, letra y música, antes de la composición de mis escritos teóricos, y hasta habían sido representados ya, exceptuando el Lohengrin. Podría, por lo tanto, si los asuntos me permitiesen efectuarlo de una manera completa, trazaros, por medio de estos poemas, la marcha de las ideas que presidieron á mis trabajos sucesivos hasta el punto en que hube de darme cuenta teóricamente de mi procedimiento. Esta observación no tiene otro objeto que patentizar el profundo error de los que creyeran poderme atribuir en estas tres obras el pensamiento preconcebido de aplicar las reglas abstractas que me había impuesto. Permitidme deciros que, por el contrario, mis conclusiones más atrevidas relativamente al drama musical cuya posibilidad concebía, se me impusieron porque, desde aquella época, bullía en mi cerebro el plan de mi gran drama de Los Nibelungos, cuyo poema tenía ya escrito en parte, y había revestido en mi pensamiento una forma tal, que mi teoría no venía á ser mas que una expresión abstracta de lo que se desenvolviera en mí como producción espontánea. Mi sistema propiamente dicho, si hay que valerse de esta palabra á toda costa, sólo recibe pues en estos tres primeros poemas una aplicación muy limitada.
No pasa lo mismo con el último que encontraréis aquí: Tristán é Isolda. Lo concebí y lo terminé cuando tenía completamente escrita la música de gran parte de mi tetralogía Los Nibelungos. Lo que me indujo á interrumpir este magno trabajo, fué el deseo de dar una obra de proporciones más modestas y de menores exigencias escénicas y más fácil, por consiguiente, de ejecutar y de representar; este deseo nació en mí, ante todo, de la necesidad de oir todavía, después de tan largo intervalo, música mía, y después de los favorables informes que recibía de la ejecución de mis antiguas óperas en Alemania, informes que me reconciliaban con la escena, y me devolvían la esperanza de ver este deseo realizado otra vez más. Ahora, puede apreciarse esta ópera á tenor de las leyes más rigurosas que se derivan de mis informaciones teóricas. No significa esto que haya sido modelada sobre mi sistema, pues entonces había olvidado ya absolutamente toda teoría; aquí, por el contrario, movíame con la más entera libertad, la más completa independencia de toda preocupación teórica, y durante la composición sentía que mi vuelo se extralimitaba y no poco de los lindes de mi sistema. Creedme; no hay felicidad superior á esa perfecta espontaneidad del artista en la creación, y yo la experimenté al componer mi Tristán. Tal vez la debía á la fuerza adquirida en el período de reflexión que había precedido. Era casi una imagen de lo que había hecho mi maestro al enseñarme los más difíciles artificios del contrapunto; habíame fortalecido, decía, no para escribir fugas, sino para saber lo que sólo con un severo ejercicio se adquiere la independencia y la seguridad.
Recordaré, de paso, una ópera que precedió al Buque Fautasma: Rienzi. Esta ópera donde se encuentra el esplendor, el fuego que la juventud apetece, fué la que me valió en Alemania el primer triunfo, no sólo en el teatro de Dresde, donde la estrené, sino desde entonces en gran parte de los teatros donde se ha representado con mis demás óperas. Rienzi había sido concebido ó ejecutado bajo el imperio de la emulación excitada en mí por las juveniles impresiones que me causaran las óperas heróicas de Spontini y el género brillante del Gran Teatro de la Ópera de París, de donde recibía obras con firmas tales como las de Auber, Meyerbeer, Halévy. Así pues disto mucho hoy, contra vuestra opinión, de atribuir á esta ópera importancia particular alguna, por cuanto no marca aún, de una manera bien clara, ninguna fase esencial en la evolución de las miras sobre el arte que posteriormente me dominaron. Por lo demás, no se trata aquí, ni mucho menos, de ostentar ante vos mis triunfos de compositor, sino de esclarecer una dirección todavía muerta, de mis facultades. Rienzi fué terminado durante mi primera estancia en París; hallábame en presencia de los esplendores del Gran Teatro y era lo bastante presuntuoso para concebir el deseo y lisonjearme con la esperanza de ver representada en él mi obra. Si alguna vez debía realizarse este deseo, de seguro que no podrán menos de pareceros muy singulares, como á mí, los azares de la suerte que, entre el deseo y su realización, han dejado transcurrir un intervalo tan largo, acumulando experiencias que alejaron, y no poco, este deseo de mi corazón.
Esta ópera, ejecutada en proporciones vastísimas, fué seguida inmediatamente de El Buque Fantasma que, en mi primera idea, sólo debía tener un acto. Ya veis que el esplendor del ideal parisiense había palidecido para mí; comenzaba ya á sacar las leyes destinadas á determinar la forma de mis pensamientos, de un manantial distinto de ese mar de la publicidad oficial que se extendía á mis ojos. Podéis ver de lleno el fondo de mis disposiciones de espíritu; este poema los expresa claramente. Ignoro si cabe atribuirle algún valor poético; pero lo que sí sé es que desde entonces sentí, al componerlo, una libertad distinta de cuando tracé el libreto de Rienzi, por cuanto en éste no pensaba aún sino en un texto de ópera que me permitiese reunir todas las formas admitidas y hasta óbligadas de la gran ópera propiamente dicha: introducciones, finales, coros, arias, dúos, tercetos, etc., y desplegar toda la posible riqueza.
En esta obra y en cuantas la han seguido, tomé el partido de mudar de asuntos; dejé una vez por todas el terreno de la historia y me establecí en el de la leyenda. Absténgome de trazar aquí las disposiciones íntimas que me guiaron á esta resolución; únicamente haré resaltar la influencia que la naturaleza de los asuntos elegidos por mí ha ejercido en el carácter de la forma poética, y sobre todo, de la forma musical.
Todos los detalles necesarios para describir y representar el hecho histórico y sus accidentes, todos los detalles que, para ser comprendida perfectamente, exige una época especial y remota historia, que los autores contemporáneos de dramas y novelas históricas deducen por esta razón de una manera tan circunstanciada, podía yo dejarlos á un lado. Estaba manumitido de la obligación de tratar la poesía, y la música sobre todo, de una manera incompatible con ellos y principalmente con la última. La leyenda, sean cuales fueren la época y la nación á que pertenezca, tiene la ventaja de comprender exclusivamente lo que esta época y esta nación tienen de puramente humano, y de presentarlo bajo una forma original señaladísima y por lo tanto inteligible á la primera ojeada. Una balada, un refrán popular bastan para representarse en un instante ese carácter con los rasgos más marcados y precisos. Ese colorido legendario que reviste un acontecimiento puramente humano, posee además otra ventaja esencial entre todas y es que facilita en extremo al poeta la misión que hace un momento le he impuesto, de prevenir y resolver la cuestión del ¿ por qué? El carácter de la escena y el tono de la leyenda contribuyen juntos á sumir el espíritu en aquel estado de ensueño que le lleva, en breve, hasta la plena clarividencia, y el espíritu entonces descubre un nuevo encadenamiento de los fenómenos del mundo, que sus ojos no podían percibir en el estado de vigilia ordinaria; de ahí nacía esa inquietud que le llevaba á preguntar incesantemente ¿por qué? como para poner fin á los terrores que le asediaban en presencia del incomprensible misterio de ese mundo que actualmente se le ha hecho tan inteligible y tan claro. Ahora ya no os será difícil comprender cómo, al fin, la música acaba y completa el encanto de donde surge esa especie de clarividencia.
Así, por la razón que acabo de manifestaros, el carácter legendario del asunto asegura una ventaja de alto precio en la ejecución, pues, por una parte, la sencillez de la acción, su marcha, cuya sucesión se abarca fácilmente de una sola ojeada, permite no detenerse poco ni mucho en la explicación de los incidentes exteriores, y por otra, permite consagrar la mayor parte del poema al desenvolvimiento de los motivos interiores de la acción, para que éstos despierten ecos simpáticos en el fondo del alma.
Á la primera ojeada que dirijáis al conjunto de los poemas aquí reunidos, notaréis que la ventaja que acabo de mencionar no se me reveló sino por grados, y que he aprendido también gradualmente á sacar partido de ella. El incremento de volumen material, en cada poema, justifica ya esta observación. Luégo veréis que la preocupación que me impedía, al principio, dar á la poesía un desenvolvimiento más amplio, provenía especialmente de encontrarme aún demasiado preocupado de la forma tradicional de la música de ópera, pues esta forma había hecho imposible hasta ahora un poema que hubiese excluido numerosas repeticiones de las mismas palabras. En el Buque Fantasma, lo único que principalmente me propuse fué no salir de los rasgos más simples de la acción, desterrar todo detalle superfluo y toda intriga tomada de la vida vulgar, y en cambio desarrollar mayormente los rasgos á propósito para colocar en su verdadera luz el colorido característico del asunto legendario; este colorido, en efecto, parecíame completamente apropiado á los motivos internos de la acción, y se identificaba, por consiguiente, con la acción misma.
Presumo que encontraréis mucho más vigor en el desarrollo de la acción del Tannhauser por motivos interiores. La catástrofe final nace aquí sin el menor esfuerzo de una lucha lírica y poética en que ninguna otra potencia sino la de las más secretas disposiciones morales determina el desenlace, por manera que la forma misma de este desenlace surge de un elemento puramente lírico.
El interés de Lohengrin reposa, enteramente, sobre una peripecia que se efectúa en el corazón de Elsa y que toca á todos los misterios del alma. La duración de un hechizo que esparce su felicidad maravillosa é infunde en todo la más plena seguridad, depende de una sola condición, á saber: que jamás se profiera esta pregunta: «¿de dónde vienes?» Pero una profunda é implacable angustia arranca violentamente de un corazón de mujer esta pregunta, como un grito; y el hechizo se desvanece. Ya adivináis el enlace particular de esta pregunta trágica con el «por qué» teórico de que he hablado antes.
Lo repito: también yo me habla visto arrastrado á dirigirme estas dos preguntas: «¿De dónde?¿por qué?» que habían desvanecido por luengo período el hechizo de mi arte. Empero, el tiempo de mi penitencia me había enseñado á triunfar de esta impulsión. Todas mis dudas habíanse disipado cuando me consagré á mi Tristán. Sumergíme aquí con entera confianza en las profundidades del alma y sus misterios; y de ese centro íntimo del mundo vi surgir su forma exterior. Una ojeada sobre la extensión de este poema os demostrará al momento que el detalle infinito á que el poeta, al tratar un asunto histórico, se ve obligado para explicar el eslabonamiento exterior de la acción á expensas del desenvolvimiento claro de los motivos interiores, este detalle, repito, osé reservarlo exclusivamente á los últimos. La vida y la muerte, la importancia y la existencia del mundo exterior, todo, aquí, depende únicamente de los movimientos interiores del alma. La acción que se realiza depende de una sola causa, del alma que la provoca, y esta acción estalla en plena luz tal como el alma la imaginó en sueños. Tal vez halléis que varias partes de este poema penetran demasiado en el detalle íntimo, y si consentís en autorizar este detalle en el poeta, difícil os será comprender cómo se atrevió á darlo al músico para su interpretación y desenvolvimiento.
Y es que aquí os engaña la preocupación en que todavía me hallaba yo cuando concebí el Buque Fantasma, y que me indujo á bosquejar en el poema contornos muy generales, cuyo desenvolvimiento y forma debían ir á cargo absoluto de los mismos. Mas á ello contesto inmediatamente: si en el BuqueFantasma los versos estaban escritos con el fin de que la frecuente repetición de las frases y de las palabras, que era el soporte de la melodía, diese al poema la extensión que esta melodía reclamaba, la ejecución musical del Tristán no ofrece ya ni una sola repetición de palabras; el tejido de las palabras tiene toda la extensión destinada á la melodía; en resumen: esta melodía está ya construída poéticamente.
Si mi procedimiento hubiese logrado arraigarse, tal vez csto bastaría para obtener de vos el testimonio de que dicho procedimiento ha producido una fusión del poema y de la música, infinitamente más íntima que los procedimientos anteriores. Si, al mismo tiempo, me fuese dado esperar que hallareis en la ejecución poética del Tristán más valor del que comportaban mis trabajos anteriores, esta circunstancia os llevaría á una conclusión inevitable, á saber: que la forma musical, completamente figurada ya en el poema, habría sido ventajosa, al menos, para el trabajo poético. De consiguiente, si sólo por estar figurada en el poema, la forma musical le da un valor particular y que responde exactamente al fin poético, ya sólo se trata de saber si la forma musical de la melodía pierde en ello algo de la libertad de su marcha y de su desenvolvimiento.
Permitidme contestar á esta cuestión en nombre del músico, y deciros plenamente convencido de la exactitud de esta afirmación: todo lo contrario; la melodía y su forma, gracias á este procedimiento, comportan una riqueza de desenvolvimiento inagotable y de que, sin él, no cabía formarse idea.
No creo poder terminar mejor estas aclaraciones que por una demostración teórica de lo que acabo de afirmar. Lo intentaré, no ocupándome ahora sino de la forma musical sola, de la melodía.
Oíd á nuestros simpáticos dilettanti gritando incesantemente y á voz en cuello: «¡la melodía, la melodía!» Ese grito es para mí la prueba de que les sugieren esta idea obras donde se encuentran, junto á la melodía, pasajes sonoros sin melodía alguna y que, ante todo, sirven para dar á la melodía, tal como ellos la entienden, ese relieve que les es tan grato. La ópera reunía en Italia un público que consagraba su velada á la diversión y que, entre otras, se tomaba la de la música cantada en el escenario; prestábase de vez en cuando el oído á esta música, al hacer una pausa en la conversación; durante la conversación y las visitas recíprocas de palco á palco, la música continuaba: su empleo era el que se reserva á la música de mesa en las comidas de aparato, á saber: animar, excitar con los sonidos la conversación que en ella languidecía. La música ejecutada con este fin y durante estas conversaciones, forma el fondo propiamente dicho de una partitura italiana; por el contrario, la música que se escucha realmente no llena tal vez una dozava parte de la partitura. La ópera italiana debe contener al menos un aria que se oye con gusto; para que obtenga éxito, es preciso que la conversación se interrumpa y que se pueda escuchar con interés lo menos seis veces. Pero el compositor que sabe fijar la atención de los oyentes de su música hasta doce veces, es declarado hombre de genio y proclamado creador inagotable de melodías. Ahora bien, si un público semejante se halla de repente en presencia de una obra que pretende una atención igual en toda su duración y para sus partes todas; si se ve arrancado violentamente á todos los hábitos que lleva á las representaciones musicales: si no puede reconocer como idéntico á su idolatrada melodía lo que, en la hipótesis más feliz, sólo ha de parecerle un ennoblecimiento del ruido musical, de ese ruido que en su forma más pueril le facilitaba antaño una conversación agradable, mientras ahora le importuna con la pretensión de ser escuchado realmente: ¿cómo resentirse contra este público por su estupor y su azoramiento? De seguro pediría á voz en grito su docena ó su media docena de melodías, aunque sólo fuera para que la música de los intervalos atrajese y prolongase la conversación, la cosa capital seguramente de una velada de ópera.
En realidad lo que una preocupación rara ha bautizado con el nombre de riqueza, ha de parecer pobreza á todo espíritu ilustrado. Las ruidosas exigencias fundadas en este error se pueden perdonar á la masa del público, mas no á los críticos. Veamos, pues, de entendernos en cuanto quepa sobre este error y su origen.
Demos por supuesto, que la única forma de la música es la melodía; que sin la melodía ni siquiera puede concebirse; que música y melodía son rigorosamente inseparables. Decir que una música carece de melodía significa, únicamente, en la acepción más elevada: el músico no ha logrado la perfecta producción de una forma apreciable que rija con seguridad el sentimiento. Y esto indica sencillamente que el compositor está desprovisto de talento y que esta falta de originalidad le ha reducido á componer su obra con frases melódicas trilladísimas y que por lo tanto dejan indiferente el oído. Pero, en boca del aficionado ignorante y en presencia de una verdadera música, este fallo sólo tiene una significación, y es: que se habla de una forma extricta de la melodía que, como hemos visto, pertenece á la infancia del arte musical: así, pues, el no hallar grata otra forma que esta, debe parecernos cosa pueril en verdad. Aquí, pues, trátase no tanto de la melodía como de la pura forma de danza que revistió en un principio exclusivamente.
Lo confieso; no quisiera haber dicho nada que rebajase el origen primitivo de la forma melódica. Creo haber demostrado que es el principio de la forma acabada de la sinfonía de Beethoven; lo cual bastaría para que le tributásemos un reconocimiento sin límites. Surge empero una observación, una tan solo, á saber: que esta forma que ha permanecido en la ópera italiana en su estado rudimentario, recibió en la sinfonía una extensión y una perfección que en relación á este primer estado es como la planta coronada de flores á su rampollo. Ya veis, pues, que admito plenamente la importancia de la forma melódica primitiva como forma de danza; y fiel al principio de que toda forma ha de llevar, aun en su más elevado desarrollo, huellas patentes de su origen, pretendo encontrar esta forma de danza hasta en la sinfonía de Beethoven, y que esta sinfonía, en cuanto á tejido melódico, debe ser considerada como esa misma forma de danza idealizada.
Observemos desde luégo que esta forma se extiende á todas las partes de la sinfonía, y en este concepto constituye la contra-parte de la ópera italiana; efectivamente, en la ópera la melodía se encuentra por fracciones aisladas, entre las cuales se extienden intervalos llenados por una música que no hemos podido caracterizar de otro modo que por ausencia de toda melodía, pues nada tiene que la distinga esencialmente del simple ruido. En los predecesores de Beethoven vemos aún extenderse estas enojosas lagunas hasta en los trozos sinfónicos, entre los motivos melódicos principales. Verdad es que Haydn, entre otros, había logrado ya dotar de valor interesantfsimo estos períodos intermedios; por el contrario Mozart, que se aproximaba mucho más á la concepción italiana de la forma melódica, había recaído más de una vez, y hasta diremos que habitualmente, en este empleo de frases triviales, que nos muestran, con frecuencia, esos períodos armónicos bajo un aspecto parecido al de la música de mesa, es decir: de una música que, entre las agradables melodías que deja oir, por intervalos, ofrece todavía un ruido propio para excitar la conversación; tal es, al menos, la impresión que me causan esas semi-cadencias que reaparecen habitualmente en la sinfonía de Mozart y se prolongan con tanto alboroto: paréceme estar oyendo puesto en música el ruido de un regio banquete. Las combinaciones de Beethoven completamente originales y que son verdaderos rasgos de genio, tuvieron al contrario por objeto borrar hasta los últimos vestigios de esos fatales períodos intermedios, y dará las ilaciones mismas de las melodías principales todo el carácter de la melodía. Sumamente interesante sería estudiar más de cerca estas combinaciones; pero aquí nos ocuparía demasiado. Debo, sin embargo, llamar vuestra atención sobre la construcción de la primera parte de la sinfonía de Beethoven. Vemos en ella la melodía de danza, propiamente dicha, descompuesta hasta en sus mismas partes constituyentes; cada una de estas, que á menudo sólo constan de dos notas, se halla colocada sucesivamente de tal modo por el alternativo predominio del ritmo y de la armonía, que resalta más clara y vigorosa. Estas partes se reunen para formar combinaciones siempre nuevas, que ora se agrandan como un torrente, ora se quiebran como en un torbellino, y siempre cautivan por el atractivo de su movimiento plástico con tal vigor que, muy lejos de poder sustraerse un solo momento á la impresión que producen, el oyente, cuyo interés es llevado al último grado de intensidad, no puede dejar de reconocer una significación melódica á cada acorde armónico, á cada pausa rítmica. El resultado novísimo de este procedimiento fué, por consiguiente, extender la melodía, por el rico desenvolvimiento de todos los motivos que contiene, hasta convertirla en un trozo de proporciones vastas y de notable duración.
Es sorprendente que este modo, alcanzado en el dominio de la música instrumental haya sido también aplicado, ó poco menos, por los maestros alemanes á la música mixta compuesta de coros y orquesta, y á la ópera todavía no. Beethoven lo aplicó á los coros y la orquesta de su gran misa, casi como en la sinfonía; podía tratarla á modo de sinfonía porque las palabras del texto litúrgico., que todo el mundo conoce y cuya significación viene á ser puramente simbólica, le ofrecen, como la melodía misma de danza, una forma que podía, casi de la misma suerte, descomponer y recomponer por separaciones, repeticiones, enlaces nuevos, etcétera. Empero, un músico inteligente no podía en modo alguno proceder igualmente con las palabras de un poema dramático, por cuanto éstas deben presentar, no ya una significación puramente simbólica, sino una sucesión lógica determinada. Esto no podía entenderse, por lo demás, sino con respecto á palabras destinadas á revestir únicamente las formas tradicionales de la ópera; siendo posible siempre, por el contrario, mantener el poema en estado de contraparte poética de la forma sinfónica, con tal que, perfectamente llenado por esta rica forma, respondiese al mismo tiempo con la mayor exactitud á las leyes fundamentales del drama. Aquí toco á un problema sumamente difícil de tratar teóricamente; mejor será recurrir á la metáfora para darme á entender mejor.
He denominado á la sinfonía: ideal realizado de la melodía de danza. En efecto, la sinfonía de Beethoven contiene aun, en la parte designada con el nombre de scherzo ó de menuetto, una verdadera música de danza en su forma primitiva, y sería facilísimo bailar acompañado por ella. Diríase que un instinto poderoso ha obligado al compositor á tocar una vez al menos directamente, en el curso de su obra, el principio en que reposa ésta, á la manera como se toca con el pié el agua del baño donde uno va á sumergirse. En las otras piezas va alejándose, cada vez más, de la forma que permitiría ejecutar, con su música, una danza real; convendría, al menos, que fuese una danza tan ideal que guardase con la danza primitiva la misma relación que la sinfonía con la melodía bailable original. De ahí la especie de temor que siente el compositor á excederse de ciertos límites de la expresión musical, por ejemplo: elevar á demasiada altura la tendencia apasionada y trágica, pues con ello despertaría emociones y una espera que harían germinar en el oyente la pregunta importuna del «¿por qué?» pregunta á que el músico no puede contestar de una manera satisfactoria.
¡Pues bien! esa danza rigurosamente correspondiente á su música, esa forma ideal de la danza es, en realidad, la acción dramática. Su relación con la danza primitiva es exactamente la de la sinfonía con la de la simple melodía bailable. Ya la danza popular original expresa una acción, casi siempre las peripecias de una historia de amor; esta danza sencilla y que entraña las relaciones más materiales, concebida en su más rico desenvolvimiento y llevada hasta la manifestación de los más íntimos movimientos del alma, no es otra cosa que la acción dramática. Espero que me dispenséis de demostraros que esta acción no se representa en el baile de una manera satisfactoria. El baile es dignísimo hermano de la ópera, tiene su misma edad, nació del mismo principio defectuoso; así pues á entrambos los vemos andar juntos y con paso igual, como para ocultar recíprocamente sus debilidades.
Un programa es más á propósito para suscitar la cuestión del «¿por qué?» que para satisfacerla; no es por lo tanto un programa lo que puede expresar el sentido de la sinfonía, sino una acción dramática representada en la escena.
De esta aserción he dado antes los motivos; sólo me resta, ahora, indicar cómo la forma melódica puede ser ampliada, y vivificada y qué influencia ejercerá en ella un poema que le sea perfectamente adecuado. El poeta, dotado del sentimiento del inagotable poder de expresión de la melodía sinfónica, se verá inducido á extender su dominio, á aproximarse á los matices infinitamente profundos y delicados de esta melodía que, por medio de una sola modulación armónica, da á su expresión la más potente energía. La forma limitada en la melodía de ópera, que se le imponía antaño, no le reducirá ya á dar, por todo trabajo, un cañamazo seco y vacío; por el contrario, enseñará al músico un secreto que él mismo ignora, á saber: que la melodía es susceptible de un desenvolvimiento infinitamente más rico que ni la misma sinfonía ha podido hasta ahora permitirle concebir; y, llevado por este presentimiento, trazará el poeta el plano de sus creaciones con ilimitada libertad.
El sinfonista se ceñía aún tímidamente á la forma bailable primitiva, no se atrevía jamás á perder de vista (aunque sólo fuese en interés de la expresión) las sendas que le mantenían en relación con esta forma; y he aquí que, actualmente, el poeta le dice: «¡Lánzate sin miedo á las ilimitadas ondas, en la pleamar de la música! Dame tu mano, y nunca te alejarás de cuanto hay más inteligible para el hombre, pues conmigo permaneces siempre en el terreno firme de la acción dramática, y esta acción, representada en la escena, es el más claro, el más fácil de comprender de todos los poemas. Abre, pues, ampliamente las vallas á tu melodía; derrámese ésta como torrente continuo á través de la obra entera; expresa en ella lo que yo no digo, porque sólo tú puedes decirlo y mi silencio lo dirá todo, pues te llevo de la mano.»
En realidad, la grandeza del poeta se mide sobre todo por lo que se abstiene de decir, á fin de dejar que nosotros mismos digamos, en silencio, lo que es inexpresable; pero el músico es quien hace oir claramente lo que no está dicho, y la forma infalible de su silencio esplendente es la melodía infinita.
Sin duda alguna, el sinfonista no podría formar esta melodía si no tuviese su órgano propio, es decir: la orquesta. Mas para ello debe emplearla de una manera muy distinta del compositor de ópera italiano, entre cuyas manos la orquesta no era más que una monstruosa guitarra para acompañar las arias. ¿ Necesitaré insistir más sobre este punto?
La orquesta (con el drama tal como lo concibo) estará en relación casi análoga á la del coro trágico de los griegos con la acción dramática. El coro se hallaba siempre presente, los motivos de la acción ejecutada se desarrollaban á su vista; procuraba sondear estos motivos y por ellos formarse juicio de la acción. Sólo que el coro generalmente no tomaba parte en el drama sino por sus reflexiones, permaneciendo extraño á la acción como á los motivos que la producían.
La orquesta del sinfonista moderno, por el contrario, se inmiscuye en los motivos de la acción por una participación íntima, pues si, por una parte, como cuerpo de armonía, hace posible la expresión precisa de la melodía, por otra sostiene el curso interrumpido de la melodía misma, de suerte que siempre los motivos se infiltran en el corazón con la más irresistible energía. Si consideramos (y es forzoso) como forma artística ideal la que puede ser enteramente comprendida sin reflexión y la que transporta directamente al corazón la concepción del artista en toda su pureza; si, por fin, reconocemos esta forma ideal en el drama musical que satisface las condiciones mencionadas hasta aquí, la orquesta es el maravilloso instrumento, por cuyo medio solamente es realizable esta forma. Ante la orquesta , ante la influencia que esta ha adquirido, el coro, al cual la ópera ha otorgado un lugar en la escena, nada conserva de la significación del coro antiguo; no puede ya ser admitido sino á título de personaje activo, y cuando no es necesario en tal concepto, es embarazoso y superfluo, por cuanto su participación ideal en la acción ha pasado íntegra á la orquesta donde se mantiene bajo una forma siempre presente y jamás embarazosa.
Recurro otra vez á la metáfora para caracterizar, al concluir, la gran melodía tal como la concibo, abarcando la obra dramática entera, y para ello me ciño á la impresión que necesariamente debe producir. El detalle infinitamente variado que presenta debe descubrirse no sólo al inteligente, sino al profano, al más ignorante, en cuanto se halla absorbido en el indispensable recogimiento. Esta melodía debe producir, desde luégo, en el alma, una disposición parecida á la que un hermoso bosque, al ponerse el sol, produce en el viandante, que acaba de escapar de los rumores de la ciudad. Esta impresión, que el lector analizará según su propia experiencia, en todos sus efectos psicológicos, consiste (y aquí estaba su particularidad) en la percepción de un silencio cada vez más elocuente. Por lo general bástale al arte para su objeto el haber producido esta impresión fundamental, gobernar por ella al oyente sin que lo advierta y predisponerle así á un fin más elevado; esta impresión despierta espontáneamente en él esas tendencias superiores. El paseante del bosque, subyugado por esta impresión general, se abandona entonces á un recogimiento más duradero; sus facultades, libres del tumulto y de los rumores de la villa, se extienden y adquieren un nuevo modo de percepción; dotado, por decirlo así, de un sentido nuevo, su oído se hace cada vez más penetrante, y distingue con creciente limpieza las voces de infinita variedad que para él se elevan en el bosque, diversificándose sin tregua; con su número crece de una manera extraña su intensidad; los sonidos se hacen cada vez más potentes; á medida que el viandante oye mayor número de voces distintas, de modos diversos, reconoce, en esos sonidos que se aclaran, se hinchan y le dominan, la grande, la única melodía del bosque; y es la misma melodía que desde un principio le invadió con impresión religiosa. Como si, en hermosa noche, el profundo azur del firmamento encadenase su mirada; cuanto más se entrega sin reserva á semejante espectáculo, tanto más distintos, claros, chispeantes, innumerables, se muestran á sus ojos los ejércitos de estrellas de la celeste bóveda. Esta melodía dejará en su alma eterno eco; le es imposible describirla; para oirla de nuevo ha de volver al bosque, al declinar el sol. ¡ Cuál no sería su locura si intentase coger á uno de los cantores de la selva, para educarlo en su casa y enseñarle un fragmento de la grandiosa melodía de la naturalezal ¿qué podría oir entonces, como no fuera alguna melodía á la italiana?
En la exposición que precede, rapidísima y sin embargo demasiado larga quizá, he descuidado mil detalles técnicos, lo cual concebiréis fácilmente sobre todo si tenéis en cuenta que, por su índole misma, estos detalles, en la exposición teórica, son de inagotable variedad. Quisiera explicarme claramente sobre todas las propiedades de la forma melódica, tal como la concibo; quisiera determinar con precisión sus relaciones con la melodía de ópera propiamente dicha, y cuáles extensiones importa, tanto con respecto á la estructura de los períodos, como en lo concerniente á la armonía; pero esto me obligaría precisamente á recaer en mi malhadado ensayo de otros tiempos. Decídome pues si no señalar al lector (no prevenido) sino las tendencias más generales, pues, en realidad, tocamos ya al límite en que estas aclaraciones no pueden ser completadas sino por la obra de arte misma.
Muy equivocado estaríais si, en estas últimas palabras, viéseis una calculada alusión á la representación próxima de mi Tannhauser. Conocéis mi partitura del Tristán y aun cuando ni siquiera se me ocurre presentarla como modelo ideal, no dejaréis de concederme que he dado un paso mayor del Tannhauser al Tristán que para pasar de mi primer punto de vista, el de la ópera moderna, al Tannhauser. Considerar las aclaraciones que os dirijo, como una preparación si la primera representación del Tannhauser, sería, pues, concebir en vos una esperanza muy errónea bajo ciertos conceptos. Si me fuera reservado ver acogido mi Tannhauser por el público parisiense, con el mismo favor que en Alemania, estoy seguro de que debería también este éxito, en gran parte, á las visibles analogías que enlazan esta ópera con las de mis predecesores, entre los cuales señalo, desde luégo, á Weber. Sin embargo este trabajo puede distinguirse ya hasta cierto punto de mis antecesores; permitidme indicaros por qué rasgos.
Todas esas ideas, que derivan rigurosamente de un sentido ideal, se han presentado, sin duda desde hace tiempo, á los grandes maestros. Tampoco es la reflexión abstracta lo que me indujo á estas consecuencias, tocante á la probabilidad de una obra de arte ideal; procedieron únicamente de lo que en las obras de nuestros maestros he observado. El eminente Gluck tropezaba aún con el obstáculo de esas formas tradicionales de la ópera, rígidas, estrechas, que no amplió, ni mucho menos, en su principio, sino que más bien las ha dejado casi siempre subsistir juntas sin conciliarlas; pero ya sus sucesores llegaron paso á paso á agrandarlas, á enlazarlas entre sí; por consiguiente, en cuanto las sostenía una acción dramática algo robusta, bastaban perfectamente estas formas para el supremo findel arte. Lo grande, lo potente, lo bello en la concepción son elementos que se encuentran en muchas obras de los maestros célebres, y creo ocioso examinar más de cerca estos ejemplos; pero nadie puede conceptuarse más afortunado que yo al reconocerlos, ni nadie siente tanta satisfacción como yo al encontrar, á veces, en las obras más débiles de compositores frívolos, ciertos efectos que realmente encierran, los cuales á menudo me han sorprendido demostrándome cada vez más la potencia verdaderamente incomparable de la música, potencia que os he señalado antes y que, por la precisión irresistible de la expresión melódica elevan al cantor más desprovisto de talento á una altura tal sobre sus capacidades naturales, y le permiten producir un efecto dramático que el más hábil artista en el drama recitado no podría alcanzar. Una sola cosa me causaba, mucho tiempo há, una desesperación cada vez más profunda, y era no ver nunca, en la ópera, las ventajas sin par de la música dramática formando un todo vasto y continuo, impregnado de un estilo igual y puro.
En obras de primer orden hallaba, junto á las más perfectas y nobles bellezas, cosas incomprensiblemente absurdas, que no eran más que convenciones y llegaban si ser trivialidades. Casi en todas partes vemos esta odiosa yuxtaposición del recitado absoluto y del aria absoluta, que opone á toda especie de gran estilo un invencible obstáculo; vémosla interrumpir, romper la continuidad de la corriente musical, aun de la que comporta un poema defectuoso; con todo, vemos á nuestros grandes maestros triunfar por completo de este inconveniente en sus más bellas escenas; ya dan al recitado una significación rítmica y melódica, enlazándolo de una manera insensible al edificio más vasto de la melodía propiamente dicha. Después de haber sentado el potente efecto de este método, ¡ cuál y cuán penosa impresión sentimos, sin poderlo evitar, cuando estalla de improviso el acorde trivial diciéndonos: «Ahora vais á oir de nuevo el recitado seco!». Después, con idéntica sorpresa, la orquesta entera reanuda el ritornello ordinario para anunciar el aria, ese mismo ritornello que ya empleado en otra parte por el mismo maestro como transición, de una manera profundamente expresiva, desplegaba á mis ojos una belleza y una plenitud de sentido que inundaba de interesantísima luz el fondo de la situación misma. Y cuando, en pos de una de estas flores del arte vemos surgir inmediatamente un fragmento compuesto para halagar el gusto más bajo ¿ qué no experimentaremos? ¡ Qué decepción cuando, dominada el alma por una bella y noble frase, la vemos súbitamente decaer en cadencia trillada con los dos trinos obligados y la inevitable nota sostenida, olvidando entonces el cantante, de repente, sus relaciones con el personaje á quien va dirigida esta frase, y adelantándose al proscenio hacer seña á la claque para que bata palmas !
La verdad sea dicha, estas últimas inconsecuencias no se encuentran en nuestros verdaderos grandes maestros; hállanse, más bien, en compositores en quienes sólo una cosa nos asombra, y es: que á pesar de ello hayan podido apropiarse las bellezas de que hablaba poco há. Pero este hecho es grave, no obstante; á mi entender, es triste que después de cuanto han producido ya de noble y de excelente eminentes maestros, después de haber llevado así la ópera tan cerca ya de su estilo perfecto y puro, aún podamos asistir al espectáculo de tales recaídas; es triste ¿lo diré? que lo absurdo y lo falso puedan ganar más terreno que nunca.
No cabe negarlo: el sentimiento desanimador del carácter propio del público de ópera propiamente dicho, es aquí de importancia capital; este carácter acaba siempre imponiéndose como consideración decisiva en el artista de naturaleza débil. Decíanme que el mismo Weber, puro, noble y profundo espíritu, retrocedía de vez en cuando azorado ante las consecuencias de su método tan rico en estilo; confería á su mujer el derecho del paraíso, según su propia expresión; y hacía que su mujer le opusiese, representando el paraíso, todas las objeciones posibles á sus ideas, y estas objeciones le determinaban, á veces, á prudentes concesiones, á pesar de las exigencias del estilo.
Estas concesiones que mi primer modelo, mi venerado maestro, Weber, se creía aún obligado á tributar al público, creo que ya no las encontraréis en mi Tannhauser; lo que tiene de particular la forma de esta obra, lo que más la distingue tal vez de las de mis predecesores, consiste en esto precisamente. Para escudarme contra toda concesión, no me era menester gran valor; el efecto que yo mismo he visto que producían en el público las partes más acabadas hasta ahora en la ópera, me ha hecho concebir de él una opinión más consoladora. El artista que se dirige en su obra á la intuición espontánea, en vez de dirigirse á ideas abstractas, se ve llevado por un sentimiento ciego, pero seguro, á componer su obra, no para los inteligentes, sino para el público. Este público no puede inquietar al artista sino bajo un solo concepto: por el elemento crítico que puede haber penetrado en él, destruyendo la ingenuidad, el candor de las impresiones puramente humanas. Precisamente, á causa de la gran copia de concesiones que encierra la ópera tal como ha sido hasta aquí, está, á mi ver, admirablemente hecha para embrollar las ideas del público dejándole perplejo acerca de lo que debe buscar y abarcar, porque el público se ve obligado involuntariamente á entregarse á reflexiones aventuradas, prematuras, falsas y las prevenciones se van condensando sobre su espíritu de la más funesta manera, gracias á la palabrería de los que, hallándose al mismo nivel, se las echan de inteligentes. Y, por el contrario, veamos la asombrosa seguridad de los juicios que el público forma, en el teatro, sobre el drama recitado; nada en el mundo puede determinarle aquí á aceptar por razonable una acción absurda, por conveniente un discurso fuera de sazón, por verdadero un acento que no lo es. Este hecho es el punto sólido á que hay que atenerse para establecer en la ópera misma entre el autor y el público, relaciones seguras y necesarias para su mutua inteligencia.
Mi Tannhauser puede, por lo tanto, distinguirse también de la ópera propiamente dicha, por otro concepto: me refiero al poema dramático en que se basa. Lejos de mí la idea de atribuir á este poema más valor del que tiene como producción poética propiamente dicha; únicamente quiero hacer resaltar un solo rasgo y es que, aun cuando establecido sobre el terreno de lo maravilloso legendario, contiene una acción dramática desarrollada con ilación, cuyo fondo y ejecución no encierran absolutamente concesión alguna á las triviales exigencias de un libreto de ópera. Mi objeto es, desde luégo, interesar al público en la acción dramática misma, sin que se vea obligado á perderla un momento de vista; todo el ornato musical, lejos de distraerlo, sólo debe parecerle un medio de representarla. La concesión que me he vedado tocante al asunto me ha manumitido pues al mismo tiempo de toda concesión en cuanto á la ejecución musical. Y aquí podéis encontrar, bajo la forma más precisa y exacta, en qué consiste mi innovación. No consiste, ni mucho menos, en no sé qué revolución arbitraria, puramente musical, cuya idea, cuya tendencia han tenido á bien imputarme, con el bello mote de «música del porvenir.»
Dejadme añadir otra palabra, y concluyo.
A pesar de la enorme dificultad de lograr una traducción poética del Tannhauser que lo reproduzca perfectamente, presento con confianza mi obra al público parisiense. Pocos años há, no me habría decidido á dar este paso sin cierta vacilación; hoy lo hago con la resolución del hombre que obedece á un designio que nada tiene qué ver con el deseo de especular. Este cambio de disposiciones lo debo, principalmente, á algunas felices relaciones que he adquirido desde mi última permanencia en París. Una de las que me llenó de más sorpresa y de más gozo fué la vuestra; me acogisteis corno pudiera un antiguo é íntimo amigo. Sin haber asistido jamás á la representación de ninguna de mis óperas en Alemania, estabais familiarizado desde largo tiempo, por una atenta lectura, con mis partituras y (según me habéis asegurado) satisfecho de este comercio. Su conocimiento había excitado en vos el deseo de ver representar mis obras, inspirándoos el pensamiento de que sus representaciones podrían producir en el público parisiense un efecto favorable y acaso saludable tal vez. Habéis contribuido más que otro alguno, á inspirarme confianza en mi empresa; excusadme si, en recompensa de tan delicadas atenciones, os he infligido la fatiga de leer estas explicaciones demasiado difusas, así lo temo; perdonadme el celo, excesivo quizá, que he empleado en contestar á vuestros deseos; perdonadme también el haber intentado dar á los amantes de mi arte, que se encuentran aquí, una idea de mis miras, que hubiera deseado exponer con más claridad, pues no tengo derecho á que vayan á buscarla en mis escritos sobre el arte publicados en otra época.
RICHARD WAGNER.
París, 15 setiembre, 1860.

http://archivowagner.info/1908cfv.html

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