segunda-feira, agosto 27, 2007

Heroísmo y Cristianismo

Wagneriana, nº1. 1977
Heroísmo y Cristianismo
Por Richard Wagner

Después de habernos percatado de la necesidad de una regeneración del género humano, cuando pasamos a considerar cuales son las posibilidades de una purificación del mismo, nos encontramos con dificultades por todas partes. Cuando hemos intentado explicar su decadencia con una corrupción de su sustancia física, teniendo en este punto con nosotros a los más esclarecidos sabios de todos los tiempos, que creyeron reconocer el motivo de la degeneración en la alimentación animal que pasó a sustituir a la vegetal, hemos sido llevados a concluir necesariamente que una mutación fundamental a sobrevenido a nuestro cuerpo, y que la corrupción de la sangre ha traído consigo una corrupción del temperamento y de las cualidades morales.
Por otro lado, y dejando completamente aparte el intento de explicar la degeneración del género humano por aquí, uno de los hombres más inteligentes de nuestro tiempo ha intentado, también él, explicar esta decadencia. deduciéndola de una corrupción de las sangres; olvidando completamente la cuestión de la alimentación, la ha interpretado únicamente como efecto de la mezcla de razas, de la cual las más nobles han obtenido más daño que ventajas las demás. El cuadro complejo que el Conde de Gobienau nos ofrece del evento de la decadencia de las estirpes humanas con su obra "Essai sur I'inegalité des races humaines" (1) tiene un enorme poder de convicción. No podemos negar nuestro reconocimiento a la tesis según la cual el género humano se compone de razas irreconciliablemente desiguales; las más nobles de entre ellas han conseguido dominar a las menos nobles, pero, mezclándose con ellas no han elevado su nivel, sino que se han hecho a sí mismas menos nobles. Ciertamente un fenómeno de esta naturaleza puede considerarse ya suficiente para esclarecer las razones de la caída; y él hecho de que nos parezca desconsolador no debería cerramos a su comprensión. Es razonable, efectivamente, admitir que el ocaso de nuestro planeta es algo cierto. y que se trata solamente de. una cuestión de tiempo; por ello, debemos también habituamos a la idea de que el mismo género humano está destinado a desaparecer en un determinado momento. Para nosotros, sin embargo, la verdadera cuestión está fuera de todo tiempo y espacio; nuestro problema es si el mundo tiene significado moral. Preguntémonos, por tanto, antes que nada, si queremos acabar como bestias o como dioses.
A este fin, nos pondremos en primer lugar el problema de cuales son las características de aquella raza más noble, que se extravió entre las menos nobles, perdiéndolas. A pesar de toda la claridad que haya aportado la ciencia de estos últimos años al problema de la natural descendencia de las razas humanas más bajas de las especies animales a ellas más afines, haciéndolo francamente popular, es difícil explicar una derivación de la llamada raza blanca de la negra y de la amarilla. Mientras las amarillas se consideraban a sí mismas derivadas de los monos, los blancos se consideraban engendrados por los dioses y se juzgaban los únicos llamados al señorío del mundo. Que no tendríamos historia alguna de la humanidad si no hubiesen existido las empresas, las victorias y las creaciones de la raza blanca, ha sido totalmente demostrado por otros; y se puede también aceptar el considerar la historia del mundo como resultado de la mezcla de la raza blanca con las estirpes de los amarillos y de los negros, allí donde éstas últimas entran en la historia, en tanto que se modifican gracias a la mezcla, y pasan a asemejarse a la raza blanca. La degeneración de la raza blanca se deduce del motivo de que, incomparablemente inferior en número a las razas más bajas, se vio obligada a mezclarse con ellas, perdiendo, como hemos dicho ya, más pureza ella misma, con lo que las demás ganaran al ennoblecer, a sus expensas, sus sangres.
Sin tocar aquí, ni siquiera de lejos, los múltiples resultados de las mezclas, cada vez más mediatas de nuevas subespecies de las antiguas razas originales, por lo que respecta a nuestro asunto, nos basta considerar tan sólo las más puras y nobles de entre ellas para darnos cuenta de su enorme diferencia de las demás. Si, abarcando con una mirada todas las razas, es imposible desconocer la unidad de la especie humana, si definimos su característica peculiar como capacidad, en el más noble sentido de la expresión, de sufrir con conocimiento, viendo en ella la disposición innata a la más alta evolución moral, no nos queda sino preguntarnos en qué consiste, entonces, el mérito superior de la raza blanca, si es que la debemos situar absolutamente por encima de las demás. Con clara seguridad, Gobineau reconoce esta peculiar cualidad, no en un desarrollo excepcional de las cualidades morales, sino en una mayor amplitud de las características fundamentales a las que derivan éstas. Se trataría, pues, de buscarla en una más activa, y por tanto delicada sensibilidad del querer, que se manifiesta en una rica organización, unida a una necesaria mayor agudeza de la inteligencia; en este caso se trata, después, de saber si el intelecto es impelido por los impulsos de una voluntad plena de exigencias a avanzar hasta la intuición, la cual revertiría después su propia luz sobre la voluntad, y, en este caso, refrenándola, se transformaría en impulso moral: mientras la superación del intelecto, por parte del ciego y ávido querer, constituiría, en nuestra opinión, la naturaleza inferior, dado que los estímulos de la necesidad no se traducen en motivos esclarecidos por la luz del intelecto, sino que permanecen como instintos sensoriales. El dolor, por muy fuerte que pueda manifestarse en las naturalezas inferiores, no podrá, sin embargo, elevarse en esos oscuros intelectos sino a un conocimiento relativamente débil, siendo así que es precisamente el fuerte conocimiento del dolor lo que eleva al intelecto de la criatura más elevada al conocimiento del significado del mundo. Llamamos efectivamente naturalezas heroicas a aquellas en que se desarrolla este elevado proceso traduciéndose en acciones correspondientes que lo ponen de manifiesto '
El tipo más sobresaliente del héroe de la leyenda helénica está contenido en el mito de Hércules. Los trabajos que le fueron impuestos para conducirle a la destrucción son realizados por él con fiera obediencia librando con ellos al mundo de las más horribles calamidades (2). Rara vez, o mejor casi nunca, encontramos al héroe, como no sea en una situación penosa que le ha sido preparada por el destino: Hércules es perseguido por Hera, por envidia a su divino padre, y sometido por ella a una servil dependencia. En este rasgo fundamental puede quizá reconocerse un hado de los penosos trabajos en cuya escuela crecieron las más nobles estirpes arias hasta alcanzar casi la estatura moral de los semidioses: los duros golpes que les fueron inferidos por el cielo, de los que salieron profundamente templados a la luz de la historia, nos dan cuenta también del destino implícito de sus orígenes. Es da aquí de donde florece a sí mismo, como fruto de las penas y de las privaciones combativas con el heroísmo del trabajo, aquel otro conocimiento, aquella otra conciencia que distingue a tales estirpes, en todo el curso de su historia, de las otras razas humanas. Tanto Hércules como Sigfrido se sabían de origen divino: les era desconocida la mentira; hombre libre significaba para ellos lo mismo que hombre verídico. Nunca aparecen estas características de la raza aria tan claras y puras en la historia como en el contacto de la última estirpe germánica con el decadente mundo romano. Vuelve a aflorar allá el carácter fundamental de los héroes: sirven con sangriento trabajo a los romanos, pero les desprecian como infinitamente inferiores a ellos, casi como Hércules despreciaba a Euristeo. El mismo hecho de que, apenas se presentó la ocasión, se adueñasen del gran imperio latino-semita, habría sido, no obstante, el motivo de su decadencia. La virtud de la arrogancia es delicada, y no puede sufrir compromisos, como la mezcla de sangres; pero sin esta virtud, la raza germánica no tendría nada que decir. La arrogancia es la misma alma del hombre verídico, del que es libre aunque sea siervo. No conoce el miedo (Furcht), sino la reverencia (Ehrfurcht), una virtud, cuyo mismo nombre, rectamente entendido, es conocido sólo al lenguaje de los más antiguos pueblos arios; mientras el honor expresa la sustancia de todo valor personal, por lo cual no puede ser transmitido ni adquirido, como suele hacerse hoy en día, pero de origen divino, mantiene al héroe, aún en el más vergonzoso sufrimiento, libre de toda vergüenza. Es de esta arrogancia y del sentido del honor de donde deriva la costumbre, en virtud de cuyas leyes, no es la posesión lo que ennoblece al hombre, sino el hombre quien ennoblece la posesión; lo que a su vez se expresa en el hecho de que una posesión más allá de la propia medida equivalía a algo vergonzoso, y por esto era rápidamente subdividida con otros por aquel a quien había caído en suerte.
Considerando tales cualidades y sus consecuencias, tal y como se vuelven a examinar particularmente en la costumbre noble, apenas vemos estas costumbres corromperse y aquellas cualidades perderse de nuevo, hay que buscar el motivo en una corrupción de la sangre, dado que, sin duda alguna, la decadencia es acompañada de la mezcla de razas. Este hecho ha sido de tal modo aclarado y vivamente representado por el genial autor de la obra más arriba mencionada, que no podemos menos de señalarla a nuestros amigos, a fin de que comprendan que lo que ahora añadiremos no está superficialmente fundamentado. Para nuestros fines, es particularmente importante el héroe, allá donde se levanta indignado contra la corrupción de la propia estirpe, de la costumbre, del honor, para encontrarse a través de una maravillosa inversión de la voluntad, bajo la forma de lo sagrado, como héroe de Dios.
Fue una característica importante de la Iglesia cristiana el que sólo individuos perfectamente sanos y fuertes fuesen admitidos al voto de la completa renuncia al mundo, mientras toda debilidad corpórea, o mutilación, constituía un impedimento para ello. Es claro que ese voto era considerado como el fruto de una de las más heroicas decisiones; quien, por el contrario, ve en ello sólo una "vil renuncia a sí mismo" - como. hemos llegado a ver escrito recientemente- puede tranquilamente vanagloriarse de la propia conservación, pero hará bien en no ocuparse más de las cosas que no le compiten. Aun cuando pueden ser muchas las ocasiones que pueden constituir un incentivo para esa completa renuncia de la voluntad de vida, no cabe duda de que, como fuere, es siempre expresión de la más alta energía de la voluntad. Aun cuando fuese la vista, la imagen o la representación del Redentor, que sufre sobre la Cruz, el motivo habitual determinante de tal decisión, en todo caso se expresó siempre en la misma una compasión disolvente de todo egoísmo, y profundamente asustada en cuanto a la esencia de esa voluntad que da forma al mundo, tanto como para inducir a la misma voluntad a volverse, en un brote extremo de energía, contra sí misma. Así vemos al Santo superar al héroe en la acción de soportar el dolor, y en el sacrificio de sí mismo por los demás; y es más intrépida la humildad del Santo que la fiereza del héroe, mientras su sinceridad recoge el gozo del martirio.
¿Qué valor tendrá, entonces, llegados a este punto, la "sangre", la calidad de la raza, para el ejercicio de un heroísmo semejante? Es manifiesto que la última revelación de la salvación, la cristiana, ha salido del seno de la enorme mezcla de razas, comenzando con el imperio asirio-babilónico, fusionó estirpes blancas con negras, y determinó el carácter fundamental de los pueblos del tardío imperio romano. El autor del amplio trabajo que tenemos ante nuestros ojos, define tal carácter como semítico, deduciendo el término del nombre de uno de los troncos principales de los pueblos emigrados del nordeste a las llanuras asirías, cuya influencia transformadora sobre el helenismo y sobre la romanidad demuestra, encontrando después los rasgos esenciales de la raza llamada "latina". Fruto de esta raza es la Iglesia Católica romana; sus protectores han seguido siendo los Santos que la Iglesia ha canonizado y cuyo valor no debe aparecer disminuido ante nuestros ojos por verlos hoy presentados a la adoración del pueblo en una pompa pagana. Con la enorme corrupción, prolongada a través de los siglos de la Iglesia semítico-latina, son ya imposibles propios y auténticos santos, mártires-héroes de la sinceridad y sin la mentira que se extiende a toda nuestra civilización, nos induce a admitir una sangre corrupta de sus portadores, de aquí a concluir que también la sangre del cristianismo está corrompida, no hay más que un paso. Pero, ¿de qué sangre se pretende hablar en este punto? Nada menos que de la sangre del Redentor, que un día se volvió a derramar en las venas de sus héroes, haciendo de ellos santos.
Y preguntémonos entonces: la sangre del Redentor, que brotaba de la cabeza y de las heridas de la cruz, ¿hay alguién que se atreva a preguntar si ha pertenecido a la raza blanca o a alguna otra? Ya por el hecho de llamarlo divino, debemos considerarlo espontáneamente próximo al manantial primero de la unidad de la especie humana: es decir, al sufrimiento conocedor. Es el último y más alto grado que alcanzó la naturaleza en la serie ascendente de sus formaciones creaturales; de allá en adelante, no pueden producirse especies nuevas, más elevadas porque en la auto conciencia del dolor se alcanza la verdadera libertad, a través de la suspensión del incesante conflicto de la voluntad con sí misma. El inescrutable abismo de la voluntad, que no se descubre en tanto que se permanece en el tiempo y en el espacio, se nos revela, al fin, tan sólo, en la anulación, donde la voluntad, convirtiéndose en voluntad de liberación redentora, se nos aparece finalmente como divina. Si en la sangre de la llamada raza blanca hemos encontrado el conocimiento del dolor en grado particularmente elevado, la sangre del Redentor es la propia sustancia del conocimiento, que se derrama, como divina compasión sobre toda la especie humana, de la cual es fuente primordial.
Lo que aquí señalamos, valiéndonos de expresiones difíciles de comprender, y fáciles de dar lugar a malentendidos, debería confirmar su valor a través de la historia. El progreso espiritual que ha realizado la raza blanca en lo que respecta a la cuestión fundamental, en virtud de esa capacidad particularmente acentuada en ella, que, no obstante, hemos constatado como el propio fundamento unitario del género humano, lo vemos en sus religiones. La religión brahmana constituye un testimonio extremadamente singular de amplitud de visión y de la fuerza espiritual de aquellas estirpes arias que se presentan por primera vez al escenario de la historia, y que, sobre la Sase de un conocimiento del mundo absolutamente esencial v fundamental, constituyeron un edificio religioso todavía inmutable, después de tantos miles de años, entre muchos millones de hombres, en los que hoy todavía penetra y determina toda costumbre de vida y de pensamiento, y regula los sufrimientos y la muerte. Tiene sólo un defecto, el de ser la religión de una raza: mientras, hoy las más profundas explicaciones del mundo, las más sublimes máximas para la purificación y la liberación, son siempre enseñadas, creídas y seguidas por una población ya extraordinariamente mezclada, entre la cual no se encuentra ya un sólo rasgo de verdadera eticidad. Sin detenemos en esto, ni querer indagar más de cerca los motivos de este fenómeno, recordemos sólo el hecho de que una raza de conquistadores y de dominadores fue la que, midiendo la enorme distancia que la dividía de las razas inferiores, fundó, junto con una religión, una civilización mediante cuya recíproca compenetración creyó poder constituir un gobierno dotado de larguísima y sólida vitalidad, y fundada sobre un justo juicio del mundo y de la naturaleza.
Una obra maestra de creación sin parangón, que envolvió a los dominadores y a los despiadadamente oprimidos en un vínculo de comunión metafísica, que hacía imposible una sublevación de los oprimidos; incluso el generoso movimiento de Buddha en favor de la especie humana se quebró contra la resistencia de la rígida fuerza racial de los blancos dominadores, y fue en su lugar asumido por la raza amarilla, que después lo convirtió en algo rígido, de la tradición salvífica a una organización supersticiosa. Pero ¿a través de qué sangre podía, pues, florecer del genio de la humanidad, cada vez más conocedora de su dolorosa pasión el Salvador, si la sangre de la raza blanca había palidecido de una forma manifiesta?. En cuanto al surgir del hombre actual, Schopenhauer avanza incidentalmente una hipótesis penetrante, que puede parecer convincente, haciendo referencia a la ley física del crecimiento de la energía en razón de su compresión, por lo cual se explicarían los insólitos y numerosísimos nacimientos de gemelos después de fases de anormal mortandad, casi como una resaca de la energía vital, que duplicaría sus esfuerzos contra la presión aniquiladora que amenaza a toda una estirpe; nuestro filósofo se ve, así, inducido a admitir que la energía genética animal, como consecuencia de un defecto de organización que poseían ciertas especies, amenazadas hasta la aniquilación por fuerzas antagónicas endógenas, se eleva de vez en cuando en una pareja a tal tensión que provoca en un seno materno no sólo un individuo más altamente organizado, sino nada menos que una nueva especie. La sangre del Redentor podría haber brotado de la tensión extrema de la voluntad que anhelaba la liberación, algo así como una divina sublimación, que podría salvar al género humano decadente en sus razas más nobles.
Creemos haber llegado así al límite extremo de una especulación suspendida entre la física y la metafísica, por tanto, nos abstendremos de seguir más adelante por este camino, que, en particular por sugestión del Antiguo Testamento, ha llevado a estrellarse incluso contra algunas de nuestras mentes más valiosas, induciéndoles a las más extrañas decisiones -, no obstante, no podemos dejar de deducir de la hipótesis señalada una segunda característica importantísima de la obra del Redentor, que es la simplicidad de su enseñanza la cual consistió casi, exclusivamente en ejemplos. La sangre de todo el género humano que sufre, que se sublimaba en aquel maravilloso nacimiento, no podía correr en interés de una sola raza, aun cuando fuese la más excelente; se dió a todo el género humano, para su más alta purificación de toda mancha de la sangre. De aquí deriva la sublime simplicidad de la pura religión cristiana, mientras, por ejemplo, la brahamanica, que dirigió el conocimiento del mundo a la consolidación del dominio de una raza privilegiada, se perdió en el artificio, hasta llegar a absurdos, mientras, a pesar de ello, se corrompía por mezcla la sangre de nobilísimas razas. El disfrute de la sangre del Redentor purifica también a las razas ínfimas, según el símbolo del último sacramento verdadero de la religión cristiana. Fue, pues un antídoto contra la decadencia de las razas producida por su mezcla; quizá este planeta produjo el milagro de la vida, para que sirviese un día a ese orden divino.
No desconocernos el absurdo de la hipótesis, según la cual el género humano está destinado a llegar a una total y homogénea igualdad, y admitimos que una tal homogeneidad no puede aparecérsenos sino como una imagen francamente espantosa, como lo que Gobineau nos presenta al final de su obra. Semejante imagen nos es, sin embargo, repugnante sólo porque no podemos percibirla sino a través de la niebla de nuestra cultura y de nuestra civilización, que con espíritu sincero debemos reconocer como propia y auténtica cuna de las mentiras del extraviado género humano; con ese espíritu sincero que nos ha abandonado, desde que hemos perdido la nobleza de la sangre, y hemos visto la salvación misma otorgada a nosotros por el verdadero espíritu del martirio del cristianismo y encallada en el desierto de la tiranía eclesiástica, que no es sino un medio de dominio por medio de la mentira.
Desde luego, no hay nada más triste que recorrer la historia de aquellas estirpes que, desde su cuna en el centro de Asia emigraron hacia occidente, y constatar que toda su civilización y religión no les ha hecho aun capaces de distribuirse con arreglo a un orden, y de un modo razonable bajo climas más favorables, de forma que hiciesen desaparecer la mayor parte de las dificultades y obstáculos que se oponen a una libre y sana evolución de pacíficas comunidades, abandonando, entre otras cosas, los desiertos que sirven de patria a alguna de ellas desde hace tanto tiempo. Quien quiera adscribir esta desabrida incapacidad de nuestros espíritus nacionales únicamente a la corrupción de nuestra sangre - no sólo como consecuencia del abandono de la natural alimentación humana, sino también particularmente por la degeneración subsiguiente a la mezcla de la sangre heróica de las razas más nobles con la de antiguos caníbales, convertidos en hábiles guías de los negocios de nuestra sociedad- puede ciertamente tener razón, con tal de que no se olvide de considerar que ningún pecho cubierto de cuantos honores se desee, puede ocultar la realidad de un corazón débil, cuyo cansado pulso traiciona dolorosamente su origen en un matrimonio concluido según las más perfectas reglas de la estirpe, pero sin amor.
Si queremos, con todo, intentar llegar a entrever, a través de todos estos errores, algo que nos haga esperar en un futuro mejor del género humano, nada puede interesarnos más que un examen sobre las disposiciones todavía vivas actualmente en el mismo, procurando valorar sus posibilidades futuras; en cuyo caso, hay que tener bien presente una cosa, a saber, que así como las capacidades creadoras de la raza más noble a través del predominio justificado en sentido puramente natural, y la explotación ejercida sobre las razas más bajas, han conducido a un orden de cosas inmoral, también una posible igualdad homogénea de todas las razas, que se hiciese por mezcla, semejantes las unas a las otras, no produciría ciertamente un mejor efecto. La igualdad, en todo caso, es tan sólo concebible como fundamentada sobre la conquista de una igualdad moral, como la que nos parece que el cristianismo esté llamado a difundir en el mundo. Que, después de una verdadera florescencia estética de las artes, pueda desarrollarse sólo sobre el fundamento de una verdadera, y no puramente "racional", eticidad (como he visto recientemente escrito por un filósofo), es un hecho del cual la vida y los dolores de todos los grandes poetas y artistas del pasado nos ofrecen una rica enseñanza. Y vueltos con esto a nuestro terreno, recojámonos un poco, antes de continuar nuestro camino.
Bayreuther Blätter, septiembre de 1881
Notas:
(1) El libro aludido "Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas" fue publicado en Barcelona, completo, por Edit. Apolo en 1937; recientemente se ha publicado un resumen titulado "El problema racial" y editado por Librería Cervantes.
(2) Alusión al mito de Euristeo que, por instigación de Hera, impuso a Hércules los famosos doce trabajos, posiblemente para hacerle perecer; trabajos que Hércules resolvió heroicamente, llevando a cabo incluso más.

http://archivowagner.info/102.html

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