segunda-feira, agosto 27, 2007

La Sinfonía Heroica, de Beethoven (1851)

Escritos y confesiones. Barcelona, 1975.
Trad. de Ramón Ibero.
La Sinfonía Heroica, de Beethoven (1851)
Por Richard Wagner

La más significativa composición -la tercera sinfonía del maestro, la obra con la que inició una línea peculiarísima- no resulta tan fácil de entender en muchos aspectos, como su nombre permite sospechar y ello precisamente porque el título «Sinfonía heroica» lleva a pensar involuntariamente en una serie de relaciones heroicas representada, en un cierto sentido histórico-dramático, por composiciones. Quien se disponga a aprehender esta obra con semejante idea a priori, se verá, primero, confundido y, después, decepcionado, sin haber alcanzado, en verdad, un goce. Si, por lo tanto, me permito informar con la mayor brevedad posible de la idea general que yo mismo me he formado sobre el contenido poético de esta composición, lo hago llevado del sincero convencimiento de que la presente explicación de la «Sinfonía heroica» facilitará a no pocos oyentes una comprensión que por sí mismos sólo podrían alcanzar escuchando frecuentes y repetidas interpretaciones, de singular vivacidad, de la obra.
En primer lugar, el calificativo «heroica» se debe tomar en su sentido más amplio y, en ningún modo, referido únicamente, por ejemplo, a un héroe militar. Si entendemos bajo el concepto de «héroe» al ser humano en su absoluta totalidad, que posee, en suprema copia y fuerza, todos los sentimientos específicamente humanos -amor, dolor y fuerza-, habremos captado el concepto que pretende transmitirnos el artista en las arrebatadoras notas de su obra. Todas las plurales, complicadas sensaciones de una robusta, total individualidad llenan el espacio artístico de esta obra; una individualidad a la que nada humano es ajeno, sino que, por el contrario, contiene en sí misma todo lo auténticamente humano y lo manifiesta de forma que, tras proclamar sinceramente todas las pasiones más nobles, alcanza un remate que conjuga la más suave sensibilidad con la fuerza enérgica. El camino a este remate marca la dirección en esta obra de arte.
La primera parte comprende, como en un punto incandescente, toda las sensaciones de una naturaleza rica y humana en el afecto más inquieto, juvenilmente activo. Júbilo y dolor, placer y pesar, gozo y pesadumbre, sueños de esperanza y nostalgia, depresión y optimismo, osadía, entereza y un indomeñable sentimiento de dignidad se suceden y alternan tan apretada y continuamente, que, mientras todos sentimos estos sentimientos, ninguno de ellos consigue despegarse en forma apreciable de los demás, sino que nuestra atención se vuelve siempre y sólo a aquel que se nos manifiesta como el más sensible de los hombres. Y, sin embargo, todos estos sentimientos emanan de una única facultad fundamental y ésta es la de la fuerza. Esta fuerza, incrementada al infinito mediante todas las impresiones sensoriales e impulsada a la exteriorización de la abundancia de su esencia, es el impulso motriz capital de esta composición: hacia la mitad de la obra se crece hasta alcanzar una violencia destructora y en su arrogante proclama creemos descubrir ante nosotros a un aniquilador del mundo, a un titán que lucha con los dioses.
Esta fuerza aniquiladora, que nos llena de entusiasmo y horror, apuntaba hacia una catástrofe cuya grave significación se manifiesta a nuestra sensibilidad en la segunda parte de la sinfonía. El compositor reviste esta proclama en el atuendo musical de la marcha fúnebre. Se nos manifiesta un sentimiento traspasado de dolor, movido de gozoso llanto, en un lenguaje musical arrebatador: una tristeza grave, viril, se transforma, de queja, en suave emoción en recuerdo, en lágrima de amor, en elevación interior, en grito de emoción. Del dolor emana una fuerza nueva que nos embarga en un calor sublime: como alimento de esta fuerza volvemos a buscar instintivamente el dolor; nos entregamos a él hasta la consunción y el dolor; pero justamente aquí volvemos a recoger toda nuestra fuerza: no queremos morir, sino subsistir. No nos oponemos al dolor, pero lo soportamos en el palpitar robusto de un valiente corazón de hombre. ¿Quién sería capaz de expresar en palabras las sensaciones infinitas por plurales e indecibles, que van del dolor a la más sublime elevación y de la más sublime elevación a la más suave tristeza, hasta expirar en un pensamiento infinito? No cabe la menor duda, únicamente el compositor lo consiguió en esta pieza maravillosa.
La fuerza, a la que -domeñada por el profundo dolor propio- se ha quitado la arrogancia destructora, no es mostrada en su valiente serenidad por el tercer tiempo. La salvaje impetuosidad en ella se ha convertido en actividad lozana, serena; ahora tenemos ante nosotros al hombre amoroso, alegre, que recorre, gozoso y alegre, los campos de la naturaleza, mira, sonriente, sobre las llanuras, hace sonar los jubilosos cuernos de cazador por encima de las alturas de los bosques; y todo lo que él siente en esto, nos lo transmite el maestro en la vigorosa, emocionante imagen musical, a través de la cual él mismo nos dice lo que opina de aquellos cuernos de cazador que proporcionan al hermoso, alegre y, al mismo tiempo, suave entusiasmo del hombre la expresión musical. En este tercer tiempo, el compositor nos muestra al hombre sensible por el lado contrapuesto a aquel otro por el que nos lo mostró en el segundo tiempo: allí, el hombre sufriendo profunda y fuertemente; aquí, el hombre activo, alegre y optimista.
Estos dos aspectos son recogidos por el maestro y agrupados en el cuarto y último tiempo, para mostrarnos, por último, al hombre todo, armónicamente unificado en sí mismo a través de sentimientos en los que incluso la idea del dolor se convierte en impulso de noble actividad. Este tiempo último es el bien logrado, homólogo, preciso e ilustrador del tiempo primero. Así como allí veíamos ora todos los sentimientos humanos confundirse en las más dispares manifestaciones, ora repelerse con saña por dispares, aquí, esta plural disparidad se conjuga en un broche que encierra armónicamente todos estos sentimientos y adquiere a nuestros ojos forma plástica, bienhechora. El maestro retiene, primero, esta forma en un tema simplicísimo que se nos muestra seguro y definido, y que, después, será capaz de seguir el proceso más inconmensurable, desde la delicadeza más tierna a la fuerza suprema. En torno a este tema, al que podemos considerar como sólida, viril individualidad, se someten y acoplan desde el inicio del tiempo todos los sentimientos más tiernos y blandos que se desarrollan hasta la proclamación del elemento puro, femenino, el cual, finalmente -galopando enérgicamente a lo largo de toda la pieza-, se manifiesta como el poder incontenible del amor, merced a una participación cada vez más intensa y extensa en el tema capital viril. Esta fuerza se abre, al final del tiempo, ancho curso hasta el corazón. Sigue el movimiento sin descanso y el amor se manifiesta en noble, sensible calma, empezando blando y tierno, creciendo luego hasta el entusiasmo arrebatador, para acabar apoderándose del corazón varonil todo hasta su más profundo cimiento. Aquí es donde, una vez más, este corazón manifiesta su idea del dolor de la vida: el pecho, henchido de amor, se inflama, el pecho, que comprende en su felicidad asimismo el dolor, toda vez que dicha y dolor, como sentimiento puramente humano, es uno y mismo sentimiento. El corazón palpita de nuevo y desprende ricas lágrimas de noble humanidad; sin embargo, de la tristeza embriagadora emana, atrevido, el júbilo de la fuerza, de la fuerza que se apareó con el amor y con la que el hombre todo nos grita proclamando, jubiloso, su divinidad.
Sólo en el lenguaje musical del maestro se podía hacer público lo indecible, que aquí la palabra tan sólo puede apuntar en el más riguroso aprisionamiento
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Escrito para un concierto en Zürich, el 25 de febrero de 1851.

http://archivowagner.info/04l.html

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