Traducido del francés por Ramón Bau, 2003
Aclaraciones sobre «El judaísmo en la música»
Por Richard Wagner
Diez y ocho años más tarde escribió este otro texto para aclarar la razón de ese primer texto, y esa aclaración es muy interesante para demostrar su lucha por un Arte nacional, enraizado en el pueblo, libre del poder del dinero y las influencias superficiales y vulgares que el dinero impone.
Este texto no se había nunca publicado en castellano, esperamos que sea de interés por su orientación y por ser de Richard Wagner.
Este texto, traducido desde el francés, tiene una redacción a veces compleja, dado que la prosa de Wagner no es precisamente fácil y a veces no está construida todo lo correctamente que se desearía.
Así mismo habría que explicar algún tema como la leyenda de la Medusa de la mitología griega, que usa Wagner como símbolo a menudo, cuando en aquella época todas las personas cultas estaban formadas en las leyendas griegas, cosa que ahora no pasa. Medusa, o Gorgona, hija de las divinidades Farsis y Ceto, fue muerta por Perseo. Los ojos de Medusa convertían en piedra inmóvil a los que la miraban, de forma que Perseo cortó la cabeza de la Medusa, y Atenea puso su cabeza sobre su escudo, de manera que los que la atacaran y miraran su escudo quedaban inmóviles y a su merced. Wagner usa esta metáfora con el libelo de su enemigo judío Hanslick, libelo usado por los enemigos de Wagner como ‘cabeza de Medusa’, el que lo leía quedaba como petrificado y ya no podía defenderse.
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Nota de la hemeroteca sobre la destinataria de la epístola: En realidad, condesa Maria Muchanova; nacida, en Varsovia, condesa Nesselrode (1822-1874), pianista. Su padre, el conde Friedrich Karl Nesselrode, era comandante ruso en Varsovia, su madre, Tekla, era polaca; la condesa se casó con el griego Johann Kalergis, del que más tarde se separó. Vivió en París, fue alumna de F. Chopin y amiga de H. Berlioz, E. Delacroix, H. Heine, T. Gautier y F. Liszt. En 1860 cubrió el déficit de Wagner en París con 10.000 francos. En 1863 se casó con el ruso Sergei Sergeievich conde de Muchanov, quien durante 1868-80 fue intendente del teatro imperial de Varsovia. La condesa visitó a Wagner en Tribschen y se hizo amiga de Cosima Wagner. (Guia de Wagner, Hans-Joachim Bauer)
A Marie Muchanoff, Condesa Nesselrode, Tribschen, 1869
“No hace mucho, me han comentado, que en una conversación en la que Usted tomaba parte, preguntaba con asombro la causa de esa hostilidad incomprensible para Usted, cuyo objetivo es claramente desacreditarme, y que se provoca en cada una de mis producciones artísticas, sobretodo en la prensa diaria, no solo en Alemania, sino también en Francia e incluso en Inglaterra. Esto es un hecho, yo mismo he tenido ese mismo asombro debido a que era un aprendiz aun poco iniciado en los temas de la prensa: se creían en el deber de atribuir a mis teorías alguna cosa subversiva que llegada a lo irreconciliable. De otra manera no podía entender que yo fuera tan incesantemente, y en todo momento, rebajado, sin otro tipo de culpa, a la categoría de frívolo y de chapucero, y que se me tratara con los honores debidos al ‘rango’ donde se me había situado.
La presente comunicación, que me permito hacer, es la respuesta a su pregunta, y no solo aclarará su creencia en este tema sino que os explicaréis también, leyéndola, porque yo mismo debo efectuar esta explicación. Y como no es Usted la única en asombrarse por este tema, siento el deber de hacer esta respuesta de forma que sea conveniente al mismo tiempo para otros muchos, es decir hacerla públicamente: pero no podía encargar esta tarea a uno de mis amigos, pues no conozco a ninguno que esté en una situación suficientemente independiente e inatacable como para permitirme atraer hacia él la misma hostilidad a la que yo estoy sometido, y contra la cual aun puedo menos defenderme dado que lo único que me queda por hacer es indicar la causa exacta de ella a mis amigos.
Y yo mismo, no es sin aprehensión que me embarco en esta necesidad: pero esta aprehensión no proviene del miedo que me inspiran mis enemigos (puesto que dado que no puedo esperar ya nada peor de su parte, no tengo ya nada más que temer), sino que es más bien con respecto a la inquietud que tengo por mis amigos sinceros, verdaderamente amables, que el destino me ha aportado de entre esa misma raíz original, de ese mismo elemento nacional-religioso de la sociedad moderna europea, entre la que me he ganado un odio irreconciliable hablando de sus particularidades tan difíciles de desterrar, y tan perjudiciales para nuestra cultura. En cambio, tomo fuerzas gracias al conocimiento de un hecho: y es que esos pocos amigos están en el mismo estado que yo, y que bajo la opresión a la que se ven sometidos todos los que se me acercan, ellos aguantan sufrimientos aun más sensibles y más humillantes incluso que los míos. No podría, en efecto, esperar hacer esta exposición del todo inteligible si no diera primero luz sobre esta presión que paraliza todo movimiento libre, ejercida por la sociedad judía dominante, contra el desarrollo verdaderamente humano de incluso los que tiene con ella un parentesco de origen.
En 1850 yo publiqué en la Neue Zeitschrift für Musik una disertación sobre El Judaismo en la Música, en la cual me esforzaba de mostrar la importancia de este fenómeno en nuestra vida artística.
Aun hoy no logro comprender como el editor de esa revista, mi amigo Franz Brendel, recientemente muerto, pudo decidirse a publicar este artículo: en todo caso esa persona absolutamente leal y bondadosa, no pensó en absoluto hacer con ello nada más que poner a debate una cuestión muy importante, que afectando a la historia de la música la sitúa en el lugar que merece incuestionablemente. Pero el resultado le enseñó con quien estaba tratando.
Leipzig, donde Brendel era profesor del Conservatorio de música, debido a la actividad que durante años había allí desarrollado Mendelssohn, venerado justamente y según su mérito en esta ciudad, había recibido el bautismo musical judío. Así que un periodista se quejaba un día de que los músicos rubios fueran cada vez más raros, y que esta ciudad, que se distinguía por otra parte de toda la actividad alemana por su Universidad y su importante comercio de libros, olvidaba, en el tema musical, incluso las simpatías más naturales de ese patriotismo local que tienen normalmente, tan tenazmente, las ciudades alemanas. Leipzig se convirtió exclusivamente en el centro cosmopolita de la judería musical.
La tormenta que se levantó entonces contra Brendel llegó incluso a amenazar su existencia burguesa: solo muy difícilmente y gracias a su firmeza y su convicción manifestándose con calma, logró conservar su cargo en el Conservatorio, donde por fin se vieron obligados a no despedirle.
Lo que contribuyó pronto a su tranquilidad material fue el matiz muy característico que tomó el asunto tras la primera explosión irreflexiva de cólera entre los ofendidos.
No había sido mi intención en absoluto de renegar de la paternidad de esta disertación: pero yo había querido evitar que este tema, concebido por mi con mucha seriedad y objetividad, fuera arrastrado pronto al terreno de ataques personales, lo que a mi parecer era de esperar que pasase inmediatamente cuado mi nombre fuera puesto en juicio como el de un ‘compositor manifiestamente envidioso de la gloria de los otros’. Es por ello que había firmado con un seudónimo que era, de todas formas, fácilmente reconocible como tal. K. Freigedank (Libre-pensador). Yo había comunicado a Brendel mi intención en este tema: él tuvo el valor de, en lugar de desviar la tormenta sobre mi persona, lo que le hubiera inmediatamente liberado, de hacerse él mismo responsable. Pronto vi en ciertos síntomas e incluso en alusiones concretas que habían ya reconocido en mí al autor: nunca hice el menor desmentido a las insinuaciones en este sentido.
Habían aprendido lo suficiente para modificar totalmente, en consecuencia, la táctica seguida hasta ese momento. En efecto, solo habían puesto en combate contra mi disertación la artillería más grosera de la judería: ninguna tentativa de oponer una respuesta medianamente espiritual o incluso hábil. Los ataques eran groseros, con acompañamiento de quejas sobre las tendencias antisemitas medievales, tan vergonzosas para nuestra época de las luces, que eran achacadas al autor del texto, he aquí todo lo que se había hecho, al lado de interpretaciones absurdas y falsificaciones sobre lo que yo realmente había dicho. Pero en adelante las cosas cambiaron. En adelante la alta judería tomó el asunto en sus manos. Lo que la causaba el mayor problema era todo el ruido que se había creado: pues, desde el momento en que se supo mi nombre, era de temer que poniéndolo bajo ataque, ese ruido no hiciera más que aumentar.
Pero, había un medio para evitarlo, dado que yo había usado un seudónimo. Era una buena táctica pues que en adelante se me ignorara como autor de la disertación, y hacer cesar al mismo tiempo todo debate sobre este tema. En cambio yo era vulnerable por otros lados; yo había publicado varios escritos estéticos y compuesto óperas que quería, sin duda, ver representadas. La calumnia sistemática y la persecución de la que fui objeto en estos temas, mientras que se estableció un silencio total sobre la problemática cuestión de los judíos, indicaba sin duda el tipo de castigo al que iba a ser sometido.
Sería presentuoso por mi parte, dado que yo vivía en esa época en un retiro total en Zurich, de intentar denunciar más concretamente los motivos íntimos de la persecución judía que, abiertamente contra mí, y de forma cada vez más importante, se volvía contra mí. Los únicos hechos que son notorios públicamente son los que voy a indicar aquí:
Tras la representación del Lohengrin, en Weimar, en el verano de 1850, se vió en la prensa a personas de gran reputación literaria y artística, como Adolphe Stahr y Robert Franz, el mostrarse en una actitud llena de promesas para llamar la atención al público alemán sobre mi y mi obra; vimos también en los diarios musicales de una tendencia dudosa, surgir declaraciones de una importancia sorprendente en mi favor. Pero cada uno de estos diversos escritores no efectuó este tipo de manifestaciones más que exactamente una vez. Cambiaron muy rápidamente y en adelante me testimoniaron incluso, según las circunstancias, hostilidad. Además vimos surgir en la Gaceta de Colonia, primero un admirador de F. Hiller, el profesor Bischoff, que inauguró el sistema de calumnia que fue desde ese momento muy normal contra mi arte: se refería a mis escritos estéticos, y transformaba mi idea de una ‘obra de arte del porvenir’ en la ridícula teoría de una ‘música del porvenir’, es decir, de una música que incluso si ahora sonaba mal, tendría con el tiempo una buena imagen.
Del judaísmo no se decía nada, por el contrario, él se presentaba como un ferviente cristiano y descendiente de un magistrado. Por el contrario yo habría tratado a Mozart e incluso a Beethoven de chapuceros; yo querría abolir su melodía y, en el futuro, solo admitiría la salmodia.
Aun hoy, Señora mía, cuando se trata de la ‘música del futuro’, no escucharéis repetir más que estos argumentos. Pensad pues con que insistente potencia es preciso que se haya mantenido y expandido esta absurda calumnia para que, junto con la difusión real de mis óperas, ella reapareciera en toda la prensa europea, tan incontestada como irrefutable y eternamente unida casi siempre cuando se pronuncia mi nombre.
Como que se me atribuían teorías tan insensatas, las obras musicales que eran sus frutos no podían, naturalmente, ser más que de una naturaleza muy poco atrayente. Ya podían tener todo el éxito que quisieran, la prensa se atenía siempre a este axioma de que mi música debía ser tan rechazada como mis teorías. Esto es lo que era preciso resaltar. E importaba ganar a esta opinión a las inteligencias cultivadas. Un juriconsulto vienés, gran amante de la música y conocedor de la dialéctica hegeliana lo hizo; era por otra parte particularmente accesible por su origen israelita, aunque éste fuera coquetamente escondido (Nota: Wagner hace alusión a E. Hanslick).
El también había sido uno de aquellos que, desde el principio, se habían manifestado a mi favor con una simpatía casi entusiasta. Cambió de creencia de forma tan inmediata y violenta que yo quedé literalmente espantado. Este hombre escribió en efecto un libelo sobre Lo Bello en la Música, en el cual maniobró con extraordinaria habilidad a favor del objetivo general del judaísmo musical. De una forma dialéctica extremadamente sutil, que parecía confundirse con el espíritu filosófico más fino, fue cambiando a toda la clase intelectual vienesa, hasta el punto de hacerlas creer que un profeta había salido de su seno. Pues, lo que recubrió de ese elegante barniz dialéctico eran los lugares comunes más triviales, que no hubieran podido extenderse con esa simplicidad más que en el dominio de la música, sobre la que no se había hecho nunca nada más que divagar, desde que se puso a hablar de estética.
No es, por supuesto, una novedad el poner como postulado esencial de la música ‘lo bello’: una vez que el autor logró de esa forma que todo el mundo se asombrara de esta sabiduría genial, debía triunfar en una empresa más difícil, es cierto, la de hacer pasar la música judía moderna por la ‘música bella’ propiamente dicha; y imperceptiblemente, consiguió la adhesión sobreentendida a este dogma, relacionando a Mendelssohn de una forma que parecía natural con los Haydn, los Mozart y Beethoven, e incluso –si se entiende bien su teoría de ‘lo bello’, atribuyendo a Mendelssohn la bienaventurada misión de haber felizmente restaurado la esencia de la belleza, que su predecesor, Beethoven, había de alguna forma difuminado.
Una vez Mendelssohn fue así elevado al trono, lo que se hacía con elegancia colocando, por ejemplo, a su lado algunas notabilidades cristianas, tales como Schumann, había aun muchas cosas que se podían hacer creer en el imperio de la música moderna. Pero, antes de nada, el fin principal, desde el inicio sugerido, de toda empresa estética se había logrado: El autor se había ganado por su espiritual libelo el respeto general, y había logrado así una situación que le daba autoridad; así, ya como esteticista admirado, hizo su aparición como crítico en el diario político más leido, y me declaró, a mí y a mis producciones artísticas, como nulos y sin valor.
El hecho que el gran éxito que tenían mis obras en el público no le desviara en absoluto en sus opiniones, no hacía más que ceñirle de una aureola aun mayor. Así pues se convirtió en aquel que, incluso en las regiones del mundo más alejadas donde se leen periódicos, se formara un estilo de ese mismo tono, del que Ud se ha asombrado tanto, Señora, de encontrar por todos sitios. No se puso ya en adelante en duda mi desprecio por todos los grandes maestros de la música, mi hostilidad por la melodía, mis horribles composiciones, en resumen, de ‘música del porvenir’; pero de aquel artículo sobre el Judaísmo en la Música no se volvió a ver una sola frase.
El libelo en cambio producía su efecto de manera tanto más eficaz, apoyado en la sombra, como se constata al ver la cantidad de ‘conversiones’ tan singulares e instantáneas: este artículo se convirtió en la cabeza de Medusa que se presentaba inmediatamente a cualquiera que manifestara una inclinación irreflexiva en mi favor.
No dejaban de ser instructivas para la historia de la civilización de nuestros días el analizar con detalle estas tan extrañas conversiones; pues se ha fundamentado por su causa, en este dominio de la música tan gloriosamente acaparado hasta ahora por los alemanes, un campo singularmente ramificado y compuesto de elementos de lo más dispar. Parece estar asegurada a título comunitario la impotencia y la improductividad.
Sin duda, señora mía, me preguntaréis antes de nada como es posible que los éxitos indudables que tuve y los amigos que alaban muy abiertamente mis obras, no han podido de ninguna forma ser utilizados para combatir estas manifestaciones hostiles.
No sabría contestarla ni fácilmente ni brevemente a esta pregunta. Pero conoced primero lo que le costó a mi mejor amigo y mi partidario más celoso, Franz Liszt. Precisamente por su generosa confianza en sí mismo que manifestaba en todo momento, suministró a sus adversarios, que se escondían prudentemente en sus guaridas, dispuestos a aprovecharse de la más fútil ocasión, las armas de las que tenían necesidad. Lo que el adversario esperaba ardientemente, mantener en secreto este tema tan irritante para él del Judaísmo, era algo que también deseaba Liszt, aunque naturalmente por una razón opuesta, la de descartar de una discusión leal sobre este tema cualquier alusión personal irritante, mientras que lo que quería el adversario era mantener en secreto el motivo de esta lucha desleal, la razón explicativa de las calumnias que nos afectaban. Es por eso que, de nuestro lado, tampoco nosotros tocábamos este fermento de agitación. Por el contrario, fue una idea jovial de Liszt el revelar esa tontería que nos había sido atribuido de ‘músicos del porvenir’, en el sentido que se hablaba en otros tiempos de los “gueux” de los Paises Bajos. Golpes de genio como este de mi amigo eran bienvenidos por parte del adversario pues sobre este tema solo cabía la calumnia, y con la expresión ‘músico del porvenir’ era además muy fácil caer sobre un artista que crea y vive con fogosidad como Liszt.
Con la defección de un amigo que nos había sido hasta ese momento cálidamente devoto, un gran virtuoso del violín sobre el que la Cabeza de la Medusa parecía que por fin había producido su efecto, se lanzó por todos lados una furiosa agitación contra Franz Liszt, tan generosamente despreocupado, que le llevó finalmente a una gran decepción y amargura, bajo cuya influencia él renunció a uno de sus más bellos esfuerzos, el de consagrar en Weimar un santuario donde la música fuera honrada.
O, ¿Acaso os asombráis menos, Señora mía, por las persecuciones a las cuales fue expuesto por su parte nuestro gran amigo, que por las que yo fui objeto?.
Quizás creáis que estos ataques se pueden explicar por el hecho de que Liszt, es cierto, había atraído, debido a la gloria de su carrera externa de artista, la envidia especialmente de sus colegas a los que había superado, y que, por otra parte, abandonando la carrera de virtuoso, y empezando su obra creadora de compositor, para la que hasta ese momento solo había hecho que prepararse, él ha despertado de una forma lógica una duda que debía fácilmente surgirle, y que la envidia debía por su parte confirmar, a saber, que él no tenía verdaderamente vocación de virtuoso.
Pero yo creo poder demostrar, por lo que voy a decir posteriormente, que, en el fondo, estas dudas solo sirvieron, como por otra parte pasó lo mismo con mis pretendidas teorías, de pretextos para una guerra de persecución: lo mismo que estas últimas, las primeras basta verlas con un poco de detenimiento, y de ponerlas a debate, apreciando justamente nuestras producciones, para que la cuestión se presentase pronto bajo una forma muy distinta; se hubiera podido entonces juzgar, discutir, exponer los pros y contras, y al final hubiera salido algún resultado. Pero esto es precisamente lo que no se quería, es más, se quería ahogar en su germen mismo ese examen detenido de estos nuevos fenómenos; incluso, en la gran prensa de todos los paises, se gritaba y se insultaba con tal vulgaridad en las expresiones y las insinuaciones, hasta ese momento inéditas en circunstancias parecidas, que no era posible esperar llegar a una discusión humana. También, yo os lo afirmo, lo que le pasó a Liszt proviene del efecto de este artículo sobre El Judaísmo en la Música.
Sin embargo, no fue entonces cuando nos apercibimos de ello. Ha habido siempre tantos intereses en contradecir a los fenómenos nuevos y en desacreditar como herejía suprema todo lo que éstos contienen, que nosotros mismos no creimos culpable de todo esto más que a la pereza ante el cambio y a un hábito artístico molesto por la nueva intromisión en sus asuntos. La hostilidad se manifestaba sobretodo en la prensa y en los grandes diarios políticos tan influyentes. Aquellos de nuestros amigos, a quien la imparcialidad de un público así adoctrinado no dejaba de darles preocupación sobre los inicios de Liszt como compositor instrumental, se creyeron obligados a ir a la contra ofensiva: pero, abstracción hecha de algunos errores cometidos por ello, fue preciso pronto darse cuenta que el análisis, incluso el más razonable, de una composición de Liszt, no era acogida en ningún diario y retenido en principio con un sentido hostil.
Pero nadie puede creer seriamente que en esta actitud de los grandes diarios se manifestaba una preocupación por el daño que podrían ocasionar eventualmente unas nuevas orientaciones artísticas en el buen gusto alemán. Por tanto hemos llegado a esta situación: Estamos totalmente ignorados de la gran prensa alemana. Pero, ¿A quién pertenece esa gran prensa?.
Nuestros liberales y nuestros hombres progresistas tienen que sufrir de este mismo hecho, como sus adversarios, los viejos conservadores: que los ultramontanos se pregunten como justificar que una prensa exclusivamente dirigida por judíos tenga voto decisivo en las cuestiones que conciernen a la iglesia cristiana, hay en ello un sentimiento de fatalidad que se apoya en todo caso en el conocimiento exacto de las condiciones de dependencia de estos grandes diarios.
Lo que hay de singular en esto es que el conocimiento de estos hechos sea accesible a todo el mundo; ¿Quién, en efecto, no tiene experiencias en este sentido?. No puedo siquiera imaginar hasta que punto estas relaciones fácticas se extienden incluso a los negocios políticos de la mayor importancia, aunque la Bolsa nos da sobre este punto una indicación de una cierta claridad. Y en el dominio de la música, abandonada al parloteo menos escrupuloso, las gentes que ven claro no se hacen ninguna ilusión al respecto: todo esta subordinado a un mandato casi religioso que, seguido por la prensa más importante, y con una exactitud de lo más conforme, hace que concluyamos que existe en ella una organización y dirección que actúa con la mayor energía.
En París yo he constatado ante mi asombro que no se hacía ningún secreto de esta dirección minuciosa. Allí cada uno oye hablar de los casos más extraordinarios, especialmente respecto al cuidado, llevado hasta el más mínimo detalle, de conservar este secreto, sobretodo porque si fuera conocido por demasiada gente podría llevar el tema a indiscreciones públicas. Fue allí donde, obedeciendo como en un ejército de lo más disciplinado durante la batalla, Ud señora mía lo sabe, me fue dirigido un nutrido fuego de pelotón por la prensa parisiense, que la protección del buen gusto estético le ordenaba.
En Londres yo he observado en este tema la mayor claridad. Si es cierto que la crítica musical del Times (recalque de que colosal diario mundial estoy hablando) me cubrió desde mi llegada de un alud de insultos. M. Davidson, por su parte, en el transcurso de sus desahogos, no dejo de trabajar para condenarme al desprecio público como un hombre que insulta a los más grandes compositores solo porque sean judíos. Es cierto que mediante estas declaraciones su prestigio tenía más a ganar que a perder delante del público, primero a causa de la gran veneración de la que es objeto Mendelssohn precisamente en Inglaterra, y puede ser también a causa del singular carácter de la religión anglicana, que, para sus conocedores, parece basarse más en el Antiguo que en el Nuevo Testamento. Solo en San Petersburgo y en Moscú (1) he encontrado el dominio de la prensa musical aun descuidada por el Judaísmo: es allí donde he asistido al milagro de ser, por primera vez, tan bien acogido por la prensa como por el público, puesto que los judíos no habían podido en absoluto quitarme la simpatía del público, a excepción de en mi propia ciudad natal de Leipzig, donde el público simplemente estuvo ausente.
Los aspectos ridículos de este asunto me han hecho, con motivo de esta comunicación, casi a caer en un tono jocoso; pero es preciso que abandone este tono si quiero permitirme, para acabar de llamar vuestra atención, Señora mía, tratar el aspecto muy serio que este tema presenta, y que empieza, quizás también para Usted, en el momento en que, dejando aparte las persecuciones de las que es objeto mi persona, examinamos la influencia de esta persecución singular en la medida en que se extiende al espíritu mismo de nuestro Arte.
Antes de meterme en este asunto, importa resaltar una vez más que estoy hablando de mi interés personal en particular. Acabo de comentar que la persecución de la que he sido objeto por parte de los judíos no ha podido hasta ahora poner el público contra mío, que me acoge en todos sitios calurosamente. Es la verdad.
Pero aun así, estoy obligado a añadir que esta persecución es, sin duda, capaz, sino de impedirme el camino que conduce al público, si al menos a hacérmelo tan difícil que finalmente las maniobras de mis enemigos podrían llegar a tener un éxito completo también en este sentido. Usted ha podido ver ya que, tras que mis primeras obras se han abierto camino en casi todos los teatros alemanes y han sido representadas con un éxito constante, cada una de mis obras nuevas se enfrenta a una actitud de indiferencia, o sea hostil, en estos mismos teatros: en efecto, mis primeras obras habían aparecido en escena antes de la acción de agitación judía, y no había gran cosa a hacer contra su éxito. Pero ahora se puede alegar que mis nuevas obras han sido escritas después de las teorías ‘insensatas’ que yo he escrito, que yo me he por tanto alejado de mi inocencia primitiva, y que entonces ya no hay nadie que pueda entender mi música.
Pues, de la misma forma que el judaísmo no ha podido enraizarse entre nosotros más que explotando las debilidades y defectos de nuestra propia organización social, de igual forma la agitación encuentra aquí muy fácilmente el terreno sobre el cual – cosa de la cual nosotros no tenemos porque estar orgullosos - todo está preparado para su éxito final.
¿En que manos está la dirección de nuestros teatros y que fin persiguen?. Yo ya me he expresado a menudo, y abundantemente, sobre este tema, y yo, por citar el último ejemplo, en mi gran disertación sobre ‘Arte Alemán y Política alemana’, he detallado las causas, con lejanas ramificaciones, de la decadencia de nuestro arte teatral. ¿Creen ustedes que por eso me he hecho apreciar en estas esferas en cuestión?. Solo con la más profunda animadversión, lo han bien probado, las administraciones teatrales proceden actualmente a representar una nueva obra mía (2): pero podrían estar forzadas a representarlas debido a la actitud del gran público favorable a mis obras; pero ahora pueden usar fácilmente una objeción, tan bienvenida para ellos, del hecho de que mis últimas obras hayan sido rechazadas de forma totalmente general por la prensa. No habéis oido a veces desde Paris poner la siguiente pregunta: ¿Por qué debemos arriesgarnos a intentar un trasplante de mis obras a Francia, cuando mi valor artístico no es aun reconocido siquiera en mi patria?. Este estado de cosas se complica tanto mas cuanto que yo no ofrezco, efectivamente, mis últimas obras a ningún teatro, sino que debo, por el contrario, reservarme el consentimiento para la representación de una nueva obra a que se cumplan condiciones que no se habían considerado nunca, hasta ahora, como necesarias, a saber: la ejecución de exigencias destinadas a garantizar una representación realmente correcta (3). Y aquí empiezo a tocar el lado más serio de la nefasta influencia de la intromisión del judaísmo en nuestras costumbres artísticas.
En esta disertación sobre el Judaísmo, mostraré finalmente que es la debilidad e incapacidad del periodo post-beethoveniano de nuestra producción musical alemana lo que permite a los judíos el inmiscuirse: he denunciado públicamente a aquellos de entre nuestros músicos que encontraban en una disolución del gran estilo plástico de Beethoven los ingredientes para la preparación de una nueva materia, amorfa, sosa, decorada con una apariencia de solidez, y que continuaban componiendo de esta forma desprovista de vida y de sentido, con un sentimiento de voluptuoso alergatamiento, como incluido expresamente en el judaísmo musical que yo había estudiado, fueran de la nacionalidad que fueran. Es en este cenáculo tan particular de donde salen, actualmente, casi todos los que componen y –desgraciadamente también- los que dirigen la música. Creo que mis escritos sobre el arte han molestado y espantado a más de uno de ellos: su confusión y su sincera sorpresa, furiosos los judíos con mi artículo en cuestión, se han unido para ahogar en su inicio toda discusión leal sobre mis tesis teóricas, que por otra parte habían sido debatidas calurosamente, pues tal discusión parecía al principio posible, por parte de honestos músicos alemanes que habían manifestado opiniones interesantes. Con las declaraciones de guerra que hemos visto se oprimía toda discusión fecunda, explícita, susceptible de depurar y elevar el tema, y al mismo tiempo se hacía imposible un acuerdo mutuo.
Como consecuencia de las discusiones que habían causado la filosofía de Hegel en las cabezas alemanas, tan inclinadas a la meditación abstracta, este mismo espíritu débil se manifestaba también en este dominio de la estética, después de que la gran idea de Kant, utilizada ingeniosamente por Schiller para fomentar la base de lo estético sobre lo bello, todo ello había llevado a un escandaloso charloteo de naderías dialécticas.
Sin embargo, de este mismo lado, constaté al principio que se estaba en buena disposición para examinar de buena fe las opiniones formuladas en mis escritos estéticos. El libelo ya citado de Hanslick en Viena, sobre Lo Bello en la Música, incluso pese a que había sido escrito con un objetivo claro, fue elevado con la mayor celeridad a un tal grado de honores que hacían imposible el aceptar ya a un esteta alemán bien intencionado, y totalmente alemán, como era el Sr. Vischer, que, con ocasión de querer elaborar un gran sistema, se centraba en el tema de la música y decidió asociarse al crítico de arte vienés (Hanslick): éste le cedió, para esta gran obra prevista, la redacción de su libelo, sobre el cual el Sr. Vischer reconoció no entender nada (4). Y así la supuesta belleza musical del judaísmo se introdujo en el corazón de un sistema estético de pura sangre alemana. Esto sin duda contribuyó mucho a acrecentar la celebridad de Hanslick, del que por otra parte acaparaba toda referencia en los periódicos, aunque nadie leyese su obra, demasiado indigesta. Bajo la protección de esta nueva celebridad (la de la obra de Vischer), germano-cristiana, la belleza musical del Judaísmo fue elevada a la altura de un dogma absoluto; las cuestiones más especiales y delicadas de la estética de la música, sobre las que los más grandes filósofos, cuando querían decir alguna cosa verdaderamente sensata, no habían avanzado más que con prudentes reservas, los judíos y los cristianos engañados se unen ahora con una seguridad tal que cualquiera creería realmente bien meditada en este tema, y especialmente al explicar, por ejemplo, la impresión arrasadora de la música de Beethoven sobre sus almas que solo podía causar una impresión: la de un hombre que escuchara como se sorteaban las vestiduras de Cristo al pie de la Cruz, - tema sobre el que David Strauss, el célebre exegeta bíblico- podría sin duda suministrarnos ingeniosas aclaraciones de la misma forma que lo hace sobre la novena Sinfonía de Beethoven.
Pero todo esto debía tener al final una consecuencia de mayor calado: cuando, contra estas maniobras tan activas como improductivas se produjese una tentativa para reavivar el espíritu estético, que ahora languidece cada día más, no nos encontramos solo con los obstáculos naturales que se han levantado siempre en contra de esas tentativas, sino que chocamos contra una oposición completamente organizada, y cuyos componentes sólo son capaces de manifestarse como oposición. Aparecemos reducidos al silencio y resignados, mientras no se hace nada en el campo contrario que pueda considerarse como una Voluntad, un esfuerzo, una producción. Por el contrario, del lado de los partidarios de ‘lo bello musical’ puramente judío, hay una total dejadez, y se deja caer sobre el arte alemán toda nueva calamidad a ‘lo Offenbach’, sin siquiera mover un dedo. Ustedes encontrarán todo esto natural, es cierto. Y si, en cambio, alguien como yo, por ejemplo, se viera apoyado por algún factor circunstancial, a poder dirigir las actividades artísticas tal como se les ofrece a ellos, para llevarlas a una actividad enérgica, no habríais dejado señora mía de escuchar la algarabía que eso hubiera provocado por todos lados. ¡Es entonces cuando se despertarían la fuerza y el fuego de la comunidad moderna de Israel!.
Pero antes que nada, lo que nos sorprende también es el tono irrespetuoso que, a lo que pienso, es inspirado no solo por la ciega pasión sino por un cálculo preparado de la inevitable impresión que esto causaría sobre los protectores de mis obras. Pues, ¿quién no se sentiría molesto al final por el tono desdeñoso con el que en general se tratase a aquel a quien uno manifiesta a los ojos de todos un verdadero respeto y una alta confianza?. En todos sitios, y en toda circunstancia dentro de una empresa compleja existen elementos muy naturales de oposición de los no interesados, o incluso de los demasiado interesados: Así pues, ¿Cómo dudar que esta actitud desdeñosa de la prensa no facilita mucho la labor a todos los que quieren desacreditar esa empresa, incluso a los ojos de sus protectores?. ¿Le puede pasar algo parecido en Francia a un francés festejado por el público o en Italia a un compositor italiano aclamado?. Lo que le ocurre en Alemania a un alemán era tan raro que era preciso empezar a analizar las causas en profundidad.
Usted, Señora mía, os habéis asombrado, pero los que entre esa clase de gentes aparentemente interesadas en el arte, pero que siempre tienen razones para impedir las acciones que salgan de mi persona, ellos no se asombran en absoluto y encuentran, por el contrario, todo ello muy natural (5).
El resultado, vedlo pues: es convertir en imposible de la forma más eficaz toda empresa susceptible de dar a mis obras y a mi actividad una influencia en nuestras costumbres artísticas, tanto dramáticas como musicales.
¿Tiene ello algún significado?. Mucho, según creo. Y pretendo aquí, sin presuntuosidad, haber descrito una parte de ello. Que me sea permitido atribuir una importancia esencial a mis trabajos, es lo que deduzco del cuidado con el que tratan de evitar que nadie se ocupe de los artículos que he creido mi deber de publicar al respecto.
Ya he explicado como, al principio, antes de la agitación judía, que oculta tan singular misterio sobre sus razones, se declarara en guerra contra mí, algunos se manifestaron dispuestos a examinar, en un sentido honesto y alemán, las opiniones que yo había expuesto en mis escritos sobre el arte.
Supongamos que esta agitación no se hubiera producido, o que se hubiera, como habría sido lo leal, reducido con franqueza y honestidad a sus causas inmediatas; entonces podríamos preguntarnos que camino hubiera tomado el tema por analogía a lo que han tenido la aparición de novedades de mi tipo en otras épocas de la vida intelectual alemana en que nada las turbaba. No soy tan optimista como para creer que hubiera salido algo muy importante, pero desde luego se hubiera podido alcanzar alguna meta, y en todo caso algo diferente de lo que tenemos ahora. Si nos aclaramos un poco veremos que estamos llegando por la música, e incluso por la literatura poética, a un periodo de recogimiento que pueda captar la herencia de los incomparables maestros, que representan como una cadena de anillos estrechamente unidos, del gran renacimiento artístico alemán, para poder utilizar todo ello a favor del bien común de la nación y del mundo. En que sentido se precisaría orientar esta utilización, esta es la cuestión. Por lo demás es en la música donde esta cuestión toma un carácter decisivo, pues en ella, especialmente gracias al último periodo de la producción artística de Beethoven, una fase totalmente nueva del desarrollo de este arte se había implementado, fase que dejaba muy atrás todas las ideas e hipótesis que se habían hecho antes sobre la música. Bajo la dirección de la música vocal italiana, la música se había convertido en ‘el arte de aquello que es puramente agradable’: la facultad de llegar a la misma calidad e importancia que en el arte de un Dante o un Miguel Ángel se la denegaba expresamente a la música y se la relegaba así a un rango manifiestamente inferior en la escala artística. Había pues necesidad de sacar de la esencia del gran Beethoven una representación totalmente nueva de la música, de progresar pasando por Bach y Palestrina, las raices que habían llevado a esta altura y esta importancia, y por consiguiente, fundar otro sistema de apreciación estética de la música, un sistema basado sobre el hecho de tomar conciencia de una música cuyo desarrollo se consigue gracias a estos maestros.
El sentido preciso de todo esto estaba instintivamente vivo en todos los músicos de este periodo, y os citaré aquí a Robert Schumann como uno de los más inteligentes y el mejor dotado de estos músicos. El camino de su evolución como músico nos muestra muy claramente la influencia que ejerció sobre su arte la intromisión judía que yo he denunciado. Comparad el Schumann de la primera mitad de su carrera con el de su segunda mitad: en la primera hay un gusto por la forma plástica, en la última se diluye en una envoltura superficial que llega hasta la placidez soñadora de formas misteriosas. No nos asombrará que Schumann, en este segundo periodo, haya visto desfavorablemente, descontento y haya despreciado a los que, en su primer periodo, como el editor de Neue Zeitschrift für Musik, él mismo había tendido la mano tan calurosamente y con una amabilidad tan alemana. En la línea de conducta de esta revista, donde Schumann (con un instinto muy justo) trabajó como escritor a favor de la gran tarea que nos incumbe, podéis ver con que buen espíritu yo me hubiera acercado si hubiera tenido que ponerme de acuerdo solo con él sobre los problemas que me indicaban: Aquí encontramos una vez más otra manera de trato, tan distinto de la jerga dialéctica judía que finalmente se incorporado a nuestra nueva estética, y –¡no se me quitará esta idea!- con ese lenguaje cordial se hubiera podido llegar a un entendimiento fecundo.
Pero ¿qué es lo que dá ese poder a la influencia judía?. Por desgracia una de las grandes virtudes del alemán es también la fuente de su debilidad. La confianza en sí mismo, tranquila y ponderada, que le es propia, hasta el punto de despejar en él todo escrúpulo de un alma inquieta, puede, si le falta la mínima llama de ardor necesaria, fácilmente cambiarse por esa singular pereza en la cual nos vemos abocados ahora, en el permanente abandono de todos los bienes supremos del espíritu alemán en las esferas políticas del mayor nrango, pese a que la mayor parte o incluso casi todos los sentimientos personales sigan fieles al carácter alemán. Es en esta pereza donde cayó también el genio de Schumann cuando se preocupó por estar de acuerdo con el espíritu inquieto judío y en busca de negocios. Era muy fatigante para él analizar siempre lo que estaba pasando cuando eran mil las facetas que se le presentaban de golpe. Y así perdió inconscientemente su noble libertad y ahora, sus anteriores amigos, asisten a ese espectáculo de que nos sea mostrado triunfantemente como uno de los suyos por los músicos judíos.
Y bien, venerable amiga, ¿Es esto, me pregunto, un éxito que tiene un claro significado?. El haberlo mostrado nos dispensa en todo caso de ver otros casos similares de dominio, y que se producen cada vez más fácilmente como consecuencia de este precedente más importante.
Pero estos éxitos personales se complementan con el dominio de las asociaciones y de la vida social. Aquí también el espíritu alemán, conforme a su aptitud, se muestra inclinado a la acción. La idea que os indicaría como la tarea de nuestro periodo post beethoveniano nos aboca realmente en principio a que hay un número cada vez más numeroso de músicos y amantes alemanes de la música que van hacia un objetivo que tiene su significación natural en la comprensión de su propia tarea. Es preciso considerar como un gran éxito del excelente Franz Brendel, que ha mantenido su empuje con una fiel perseverancia, y sobre el que los diarios judíos se esfuerzan en hablar con un tono de desdén, el haber también reconocido claramente lo que era necesario hacer en este sentido (una gran asociación de músicos alemanes).
Pero la invalidez inherente a toda asociación alemana solo podía que manifestarse aun más rápidamente cuando una pretendida asociación de músicos alemanes se fuera a quebrar no solo contra las esferas influyentes de las organizaciones del Estado, situadas bajo la protección de los gobiernos (como es el caso de otras asociaciones libres condenadas a la misma ineficacia), sino sobretodo contra los intereses de la organización más poderosa de nuestro tiempo, la del judaísmo. Es evidente que una gran asociación de músicos no podría ejercer una actividad fecunda más que con hechos prácticos, como son dar excelentes representaciones de obras importantes para la formación del estilo musical. Pero para ello eran precisos medios materiales, pues al pobre músico alemán... ¿quién lo ayudará?. No serán su ayuda el parlanchineo y las discusiones sobre los intereses del arte... todo ello cae fácilmente en el ridículo. Pero este poder material que nos falta lo posee el Judaísmo. Los teatros, los coliseos, las salas de conciertos, todo para músicos judíos. ¿Qué nos podía quedar?... ¡una pequeña hoja musical que informa de las asambleas mantenidas cada dos años!...
Como podeis ver Señora mía, os atestiguo aquí la victoria completa del judaísmo en todos los sentidos; y si hablo una vez más claramente y públicamente no es verdaderamente con la esperanza de disminuir en algo una victoria tan completa. Pero como la manera en la que he expuesto el desarrollo de este singular episodio de la cultura alemana reconoce que ello es el resultado de la agitación provocada por los judíos a causa de mi antiguo artículo, puede que os estéis preguntando con asombro ¿por qué yo he, con esa provocación, causado esta agitación?.
Podría alegar esta excusa fácil de que ese ataque no fue provocado por mí en consideración a la ‘causa finalis’ sino únicamente por la ‘causa efficiens’ (como dicen los filósofos). Sin duda desde el momento de la redacción y la publicación de ese artículo yo ya no tenía esperanza alguna de éxito contra la influencia de los judíos sobre nuestra música, las razones de los éxitos que ellos habían logrado hasta ese momento eran tan evidente para mí como lo son ahora. Tras casi 18 años siento una especie de satisfacción al haber podido dar un testimonio con aquel artículo. Lo que preveía en ese momento no sabría decirlo claramente ahora, pero es claro que el entrever lo inevitable de la decadencia de nuestra música me hizo ceder a una necesidad interior de denunciar las causas. Pero puede que mi corazón estaviera inclinado a añadir una posibilidad optimista que es la que revela el apartado final del artículo cuando me dirijo a los judíos como tales.
De la misma forma que los partidarios de la Iglesia han considerado como posible reformarla en un sentido saludable haciendo un llamamiento a los sencillos sacerdotes también oprimidos, de esa misma forma yo quise hacer un llamamiento a los grandes dones de corazón y espíritu que yo he encontrado en círculos de la sociedad judía, con gran alivio por mi parte. Pero hemos de saber que todo esto que, hemos visto su origen, oprime el espíritu alemán propiamente dicho, también cae de forma aun más brutal, sobre el propio judío que tenga buen espíritu y sentimientos. Me parecía en esa época constatar, en algunos casos, que mi llamamiento había sido comprendido y había producido una profunda emoción. Pero si la dependencia en toda situación es un gran mal y un obstáculo a la libertad de nuestra evolución, la dependencia de los judíos entre ellos mismos se parece más bien a una servidumbre miserable de la más extrema dureza.
Puede parecer que los elementos más inteligentes de la cofradía permiten muchas cosas con indulgencia a los judíos sensibles, dado que ellos están dispuestos no solo a vivir junto a nosotros sino a vivir entre nosotros: Las mejores anécdotas, estas anécdotas judías tan divertidas, han sido ellos mismos a menudo los que nos las han contado; así mismo, en otros sentidos, les hemos visto expresarse, tanto respecto a nosotros como sobre ellos mismos, de una forma muy ingenua y que parece en todo caso muy permisiva. Pero tomar bajo su protección a un hombre que esté marginado de la cofradía, he aquí lo que es considerado por los judíos como un crimen verdaderamente digno de la muerte.
He tenido en este sentido experiencias sorprendentes. Pero para exponeros esta tiranía, un ejemplo bastará. Un escritor de origen judío, manifiestamente bien dotado, que parece haber enraizado en la vida popular alemana, y con el que yo he debatido durante muchos años sobre la cuestión judía, conoció con ello mis poemas de El Anillo del Nibelungo y el Tristán e Isolda. Hablaba con una tal admiración e inteligencia tan manifiesta de ellos, que a aquellos de mis amigos con los que se relacionaba encontraron muy natural pedirle que se expresara públicamente sobre lo que pensaba de estos poemas, que nuestros círculos literarios parecían ignorar. ¡¡Eso fue imposible de lograrlo!!.
Comprenderéis Señora, por estas indicaciones que, aunque esta vez solo haya sido para contestar a vuestra pregunta relativa a la misteriosa causa de las persecuciones de las que soy objeto, especialmente por la prensa, no hubiera sin embargo dado a mi respuesta esta extensión casi excesiva, si, en esta ocasión, una esperanza casi inexpresable, es cierto, pero anclada en lo más profundo de mi corazón, no me hubiera estimulado. Desde el momento en que quería expresarme no debía, especialmente, hacer aparecer esta respuesta como basada en un secreto perpetuo sobre mis relaciones con el Judaísmo. Este secretismo ha contribuido a la confusión en la que se encuentran hoy en día casi todos mis amigos que han tomado partido por mí. Si este seudónimo usado en otro tiempo ha sido la causa y yo he suministrado con ello a mis enemigos un medio estratégico para atacarme, me era preciso así pues desvelar ante mis amigos lo que mis enemigos sabían ya muy bien.
Si me atrevo a suponer que esta mera franqueza puede, si no crearme amigos en el campo enemigo, al menos incitarles a luchar ellos mismos por su verdadera emancipación, entonces se me perdonará que una idea de gran envergadura en el dominio de la historia de la civilización me oculte la naturaleza de una ilusión que se desliza a mi pesar en mi corazón.
Pues una cosa está clara para mi: de la misma forma que la influencia de los judíos sobre nuestra vida intelectual, tal como se manifiesta, desviando y falseando nuestras supremas tendencias culturales, no es un simple azar de naturaleza puramente psicológica, así mismo esta influencia debe ser reconocida como decisiva e innegable. La decadencia de nuestra cultura podría ser parada por una expulsión violenta de este elemento extranjero de descomposición, aunque eso es algo que no puedo esperar pues para ello se necesitarían unas fuerzas cuya existencia me son desconocidas. Pero si en cambio debemos asimilar ese elemento de alguna forma, en una madurez común, podríamos conjuntamente llegar a un desarrollo superior de nuestras aptitudes humanas superiores. Pero para ello es evidente que no será haciendo un secreto de la dificultad de esta asimilación, sino al contrario, reconociéndola de la forma más franca, como podemos actuar mejor para esa causa.
Si en el dominio de la música, que nuestra estética más moderna considera como tan inofensiva, yo pudiera dar un serio impulso en este sentido, esto no sería desfavorable a mi opinión sobre el importante destino de la música; y en todo caso, mi Señora, Usted podría ver en ello una excusa a este tan largo discurso sobre un tema en apariencia tan obtuso”.
Richard Wagner
NOTAS
(1)- Nota del Traductor: El régimen zarista era muy reacio a los grupos de poder judíos, como era ya notorio en aquella época.
(2) Nota de Wagner: No es edificante, pero en todo caso característico de nuestras costumbres estéticas, exponeros en detalle los procedimientos que recientemente he tenido que comprobar, con mi sincero asombro, por parte de dos grandes teatros, los de Berlín y Viena, a propósito de mis Maestros Cantores. Me fue preciso cierto tiempo de negociaciones con los directores de estos teatros tan importantes antes de darme cuenta, con las excusas y trampas que ellos mostraban, que lo que les importaba no era solo no tener que dar mis obras, sino además impedir que fueran dadas por otros teatros. Estáis forzada a concluir claramente que se trata aquí de una verdadera conjura, y que manifiestamente la aparición de una nueva obra mía les provocaba un verdadero temor. Puede que un día os interese una explicación más detallada sobre mis experiencias.
(3) Nota de Wagner: Solo renunciando por el instante a estas exigencias, ya sea de buen o mal grado, logré recientemente que el teatro de la corte de Dresde se determinase a representar mis Maestros Cantores.
(4) Nota de Wagner: Esto es lo que el propio profesor Vischer me comunicó en Zurich. Yo no pude saber exactamente en que medida él pidió la colaboración de Hanslick como una colaboración personal.
(5) Nota de Wagner: Usted podría ser instruida muy profundamente sobre este tema y sobre la forma en la que la gente que hemos designado explotan el tono agresivo que han puesto de moda para hablar de mí, para impedir toda participación favorable a mi empresa, si usted quisiera tomarse la molestia de leer el suplemento literario del numero de la Süddeutsche Presse del primer día del año, que acaban de enviarme de Munich. M. Julius Froebel me denuncia sin ninguna vergüenza a las autoridades bávaras como el fundador de una secta que proyecta abolir el Estado y la Religión, y reemplazar todo eso por un Teatro lírico, y pretende así gobernar sobre todas las cosas, mientras deja entrever que buscamos la satisfacción ‘concupiscencias de falso devoto’. Hebbel me decía un día para caracterizar la singular maldad del actor cómico Nestroy de Viena, que bastaba que éste aspirara el perfume de una rosa para que este perfume se convirtiera en peste. El cambio que también sufre la idea de amor, fundamento de la sociedad, en la cabeza de Julius Froebel es algo parecido a este ejemplo dado.
Pero imaginad con que ingeniosidad se ha calculado, en cambio, que todo esto despertará en el calumniado hasta la desgana de castigar a los calumniadores.
Aclaraciones sobre «El judaísmo en la música»
Por Richard Wagner
Diez y ocho años más tarde escribió este otro texto para aclarar la razón de ese primer texto, y esa aclaración es muy interesante para demostrar su lucha por un Arte nacional, enraizado en el pueblo, libre del poder del dinero y las influencias superficiales y vulgares que el dinero impone.
Este texto no se había nunca publicado en castellano, esperamos que sea de interés por su orientación y por ser de Richard Wagner.
Este texto, traducido desde el francés, tiene una redacción a veces compleja, dado que la prosa de Wagner no es precisamente fácil y a veces no está construida todo lo correctamente que se desearía.
Así mismo habría que explicar algún tema como la leyenda de la Medusa de la mitología griega, que usa Wagner como símbolo a menudo, cuando en aquella época todas las personas cultas estaban formadas en las leyendas griegas, cosa que ahora no pasa. Medusa, o Gorgona, hija de las divinidades Farsis y Ceto, fue muerta por Perseo. Los ojos de Medusa convertían en piedra inmóvil a los que la miraban, de forma que Perseo cortó la cabeza de la Medusa, y Atenea puso su cabeza sobre su escudo, de manera que los que la atacaran y miraran su escudo quedaban inmóviles y a su merced. Wagner usa esta metáfora con el libelo de su enemigo judío Hanslick, libelo usado por los enemigos de Wagner como ‘cabeza de Medusa’, el que lo leía quedaba como petrificado y ya no podía defenderse.
***
Nota de la hemeroteca sobre la destinataria de la epístola: En realidad, condesa Maria Muchanova; nacida, en Varsovia, condesa Nesselrode (1822-1874), pianista. Su padre, el conde Friedrich Karl Nesselrode, era comandante ruso en Varsovia, su madre, Tekla, era polaca; la condesa se casó con el griego Johann Kalergis, del que más tarde se separó. Vivió en París, fue alumna de F. Chopin y amiga de H. Berlioz, E. Delacroix, H. Heine, T. Gautier y F. Liszt. En 1860 cubrió el déficit de Wagner en París con 10.000 francos. En 1863 se casó con el ruso Sergei Sergeievich conde de Muchanov, quien durante 1868-80 fue intendente del teatro imperial de Varsovia. La condesa visitó a Wagner en Tribschen y se hizo amiga de Cosima Wagner. (Guia de Wagner, Hans-Joachim Bauer)
A Marie Muchanoff, Condesa Nesselrode, Tribschen, 1869
“No hace mucho, me han comentado, que en una conversación en la que Usted tomaba parte, preguntaba con asombro la causa de esa hostilidad incomprensible para Usted, cuyo objetivo es claramente desacreditarme, y que se provoca en cada una de mis producciones artísticas, sobretodo en la prensa diaria, no solo en Alemania, sino también en Francia e incluso en Inglaterra. Esto es un hecho, yo mismo he tenido ese mismo asombro debido a que era un aprendiz aun poco iniciado en los temas de la prensa: se creían en el deber de atribuir a mis teorías alguna cosa subversiva que llegada a lo irreconciliable. De otra manera no podía entender que yo fuera tan incesantemente, y en todo momento, rebajado, sin otro tipo de culpa, a la categoría de frívolo y de chapucero, y que se me tratara con los honores debidos al ‘rango’ donde se me había situado.
La presente comunicación, que me permito hacer, es la respuesta a su pregunta, y no solo aclarará su creencia en este tema sino que os explicaréis también, leyéndola, porque yo mismo debo efectuar esta explicación. Y como no es Usted la única en asombrarse por este tema, siento el deber de hacer esta respuesta de forma que sea conveniente al mismo tiempo para otros muchos, es decir hacerla públicamente: pero no podía encargar esta tarea a uno de mis amigos, pues no conozco a ninguno que esté en una situación suficientemente independiente e inatacable como para permitirme atraer hacia él la misma hostilidad a la que yo estoy sometido, y contra la cual aun puedo menos defenderme dado que lo único que me queda por hacer es indicar la causa exacta de ella a mis amigos.
Y yo mismo, no es sin aprehensión que me embarco en esta necesidad: pero esta aprehensión no proviene del miedo que me inspiran mis enemigos (puesto que dado que no puedo esperar ya nada peor de su parte, no tengo ya nada más que temer), sino que es más bien con respecto a la inquietud que tengo por mis amigos sinceros, verdaderamente amables, que el destino me ha aportado de entre esa misma raíz original, de ese mismo elemento nacional-religioso de la sociedad moderna europea, entre la que me he ganado un odio irreconciliable hablando de sus particularidades tan difíciles de desterrar, y tan perjudiciales para nuestra cultura. En cambio, tomo fuerzas gracias al conocimiento de un hecho: y es que esos pocos amigos están en el mismo estado que yo, y que bajo la opresión a la que se ven sometidos todos los que se me acercan, ellos aguantan sufrimientos aun más sensibles y más humillantes incluso que los míos. No podría, en efecto, esperar hacer esta exposición del todo inteligible si no diera primero luz sobre esta presión que paraliza todo movimiento libre, ejercida por la sociedad judía dominante, contra el desarrollo verdaderamente humano de incluso los que tiene con ella un parentesco de origen.
En 1850 yo publiqué en la Neue Zeitschrift für Musik una disertación sobre El Judaismo en la Música, en la cual me esforzaba de mostrar la importancia de este fenómeno en nuestra vida artística.
Aun hoy no logro comprender como el editor de esa revista, mi amigo Franz Brendel, recientemente muerto, pudo decidirse a publicar este artículo: en todo caso esa persona absolutamente leal y bondadosa, no pensó en absoluto hacer con ello nada más que poner a debate una cuestión muy importante, que afectando a la historia de la música la sitúa en el lugar que merece incuestionablemente. Pero el resultado le enseñó con quien estaba tratando.
Leipzig, donde Brendel era profesor del Conservatorio de música, debido a la actividad que durante años había allí desarrollado Mendelssohn, venerado justamente y según su mérito en esta ciudad, había recibido el bautismo musical judío. Así que un periodista se quejaba un día de que los músicos rubios fueran cada vez más raros, y que esta ciudad, que se distinguía por otra parte de toda la actividad alemana por su Universidad y su importante comercio de libros, olvidaba, en el tema musical, incluso las simpatías más naturales de ese patriotismo local que tienen normalmente, tan tenazmente, las ciudades alemanas. Leipzig se convirtió exclusivamente en el centro cosmopolita de la judería musical.
La tormenta que se levantó entonces contra Brendel llegó incluso a amenazar su existencia burguesa: solo muy difícilmente y gracias a su firmeza y su convicción manifestándose con calma, logró conservar su cargo en el Conservatorio, donde por fin se vieron obligados a no despedirle.
Lo que contribuyó pronto a su tranquilidad material fue el matiz muy característico que tomó el asunto tras la primera explosión irreflexiva de cólera entre los ofendidos.
No había sido mi intención en absoluto de renegar de la paternidad de esta disertación: pero yo había querido evitar que este tema, concebido por mi con mucha seriedad y objetividad, fuera arrastrado pronto al terreno de ataques personales, lo que a mi parecer era de esperar que pasase inmediatamente cuado mi nombre fuera puesto en juicio como el de un ‘compositor manifiestamente envidioso de la gloria de los otros’. Es por ello que había firmado con un seudónimo que era, de todas formas, fácilmente reconocible como tal. K. Freigedank (Libre-pensador). Yo había comunicado a Brendel mi intención en este tema: él tuvo el valor de, en lugar de desviar la tormenta sobre mi persona, lo que le hubiera inmediatamente liberado, de hacerse él mismo responsable. Pronto vi en ciertos síntomas e incluso en alusiones concretas que habían ya reconocido en mí al autor: nunca hice el menor desmentido a las insinuaciones en este sentido.
Habían aprendido lo suficiente para modificar totalmente, en consecuencia, la táctica seguida hasta ese momento. En efecto, solo habían puesto en combate contra mi disertación la artillería más grosera de la judería: ninguna tentativa de oponer una respuesta medianamente espiritual o incluso hábil. Los ataques eran groseros, con acompañamiento de quejas sobre las tendencias antisemitas medievales, tan vergonzosas para nuestra época de las luces, que eran achacadas al autor del texto, he aquí todo lo que se había hecho, al lado de interpretaciones absurdas y falsificaciones sobre lo que yo realmente había dicho. Pero en adelante las cosas cambiaron. En adelante la alta judería tomó el asunto en sus manos. Lo que la causaba el mayor problema era todo el ruido que se había creado: pues, desde el momento en que se supo mi nombre, era de temer que poniéndolo bajo ataque, ese ruido no hiciera más que aumentar.
Pero, había un medio para evitarlo, dado que yo había usado un seudónimo. Era una buena táctica pues que en adelante se me ignorara como autor de la disertación, y hacer cesar al mismo tiempo todo debate sobre este tema. En cambio yo era vulnerable por otros lados; yo había publicado varios escritos estéticos y compuesto óperas que quería, sin duda, ver representadas. La calumnia sistemática y la persecución de la que fui objeto en estos temas, mientras que se estableció un silencio total sobre la problemática cuestión de los judíos, indicaba sin duda el tipo de castigo al que iba a ser sometido.
Sería presentuoso por mi parte, dado que yo vivía en esa época en un retiro total en Zurich, de intentar denunciar más concretamente los motivos íntimos de la persecución judía que, abiertamente contra mí, y de forma cada vez más importante, se volvía contra mí. Los únicos hechos que son notorios públicamente son los que voy a indicar aquí:
Tras la representación del Lohengrin, en Weimar, en el verano de 1850, se vió en la prensa a personas de gran reputación literaria y artística, como Adolphe Stahr y Robert Franz, el mostrarse en una actitud llena de promesas para llamar la atención al público alemán sobre mi y mi obra; vimos también en los diarios musicales de una tendencia dudosa, surgir declaraciones de una importancia sorprendente en mi favor. Pero cada uno de estos diversos escritores no efectuó este tipo de manifestaciones más que exactamente una vez. Cambiaron muy rápidamente y en adelante me testimoniaron incluso, según las circunstancias, hostilidad. Además vimos surgir en la Gaceta de Colonia, primero un admirador de F. Hiller, el profesor Bischoff, que inauguró el sistema de calumnia que fue desde ese momento muy normal contra mi arte: se refería a mis escritos estéticos, y transformaba mi idea de una ‘obra de arte del porvenir’ en la ridícula teoría de una ‘música del porvenir’, es decir, de una música que incluso si ahora sonaba mal, tendría con el tiempo una buena imagen.
Del judaísmo no se decía nada, por el contrario, él se presentaba como un ferviente cristiano y descendiente de un magistrado. Por el contrario yo habría tratado a Mozart e incluso a Beethoven de chapuceros; yo querría abolir su melodía y, en el futuro, solo admitiría la salmodia.
Aun hoy, Señora mía, cuando se trata de la ‘música del futuro’, no escucharéis repetir más que estos argumentos. Pensad pues con que insistente potencia es preciso que se haya mantenido y expandido esta absurda calumnia para que, junto con la difusión real de mis óperas, ella reapareciera en toda la prensa europea, tan incontestada como irrefutable y eternamente unida casi siempre cuando se pronuncia mi nombre.
Como que se me atribuían teorías tan insensatas, las obras musicales que eran sus frutos no podían, naturalmente, ser más que de una naturaleza muy poco atrayente. Ya podían tener todo el éxito que quisieran, la prensa se atenía siempre a este axioma de que mi música debía ser tan rechazada como mis teorías. Esto es lo que era preciso resaltar. E importaba ganar a esta opinión a las inteligencias cultivadas. Un juriconsulto vienés, gran amante de la música y conocedor de la dialéctica hegeliana lo hizo; era por otra parte particularmente accesible por su origen israelita, aunque éste fuera coquetamente escondido (Nota: Wagner hace alusión a E. Hanslick).
El también había sido uno de aquellos que, desde el principio, se habían manifestado a mi favor con una simpatía casi entusiasta. Cambió de creencia de forma tan inmediata y violenta que yo quedé literalmente espantado. Este hombre escribió en efecto un libelo sobre Lo Bello en la Música, en el cual maniobró con extraordinaria habilidad a favor del objetivo general del judaísmo musical. De una forma dialéctica extremadamente sutil, que parecía confundirse con el espíritu filosófico más fino, fue cambiando a toda la clase intelectual vienesa, hasta el punto de hacerlas creer que un profeta había salido de su seno. Pues, lo que recubrió de ese elegante barniz dialéctico eran los lugares comunes más triviales, que no hubieran podido extenderse con esa simplicidad más que en el dominio de la música, sobre la que no se había hecho nunca nada más que divagar, desde que se puso a hablar de estética.
No es, por supuesto, una novedad el poner como postulado esencial de la música ‘lo bello’: una vez que el autor logró de esa forma que todo el mundo se asombrara de esta sabiduría genial, debía triunfar en una empresa más difícil, es cierto, la de hacer pasar la música judía moderna por la ‘música bella’ propiamente dicha; y imperceptiblemente, consiguió la adhesión sobreentendida a este dogma, relacionando a Mendelssohn de una forma que parecía natural con los Haydn, los Mozart y Beethoven, e incluso –si se entiende bien su teoría de ‘lo bello’, atribuyendo a Mendelssohn la bienaventurada misión de haber felizmente restaurado la esencia de la belleza, que su predecesor, Beethoven, había de alguna forma difuminado.
Una vez Mendelssohn fue así elevado al trono, lo que se hacía con elegancia colocando, por ejemplo, a su lado algunas notabilidades cristianas, tales como Schumann, había aun muchas cosas que se podían hacer creer en el imperio de la música moderna. Pero, antes de nada, el fin principal, desde el inicio sugerido, de toda empresa estética se había logrado: El autor se había ganado por su espiritual libelo el respeto general, y había logrado así una situación que le daba autoridad; así, ya como esteticista admirado, hizo su aparición como crítico en el diario político más leido, y me declaró, a mí y a mis producciones artísticas, como nulos y sin valor.
El hecho que el gran éxito que tenían mis obras en el público no le desviara en absoluto en sus opiniones, no hacía más que ceñirle de una aureola aun mayor. Así pues se convirtió en aquel que, incluso en las regiones del mundo más alejadas donde se leen periódicos, se formara un estilo de ese mismo tono, del que Ud se ha asombrado tanto, Señora, de encontrar por todos sitios. No se puso ya en adelante en duda mi desprecio por todos los grandes maestros de la música, mi hostilidad por la melodía, mis horribles composiciones, en resumen, de ‘música del porvenir’; pero de aquel artículo sobre el Judaísmo en la Música no se volvió a ver una sola frase.
El libelo en cambio producía su efecto de manera tanto más eficaz, apoyado en la sombra, como se constata al ver la cantidad de ‘conversiones’ tan singulares e instantáneas: este artículo se convirtió en la cabeza de Medusa que se presentaba inmediatamente a cualquiera que manifestara una inclinación irreflexiva en mi favor.
No dejaban de ser instructivas para la historia de la civilización de nuestros días el analizar con detalle estas tan extrañas conversiones; pues se ha fundamentado por su causa, en este dominio de la música tan gloriosamente acaparado hasta ahora por los alemanes, un campo singularmente ramificado y compuesto de elementos de lo más dispar. Parece estar asegurada a título comunitario la impotencia y la improductividad.
Sin duda, señora mía, me preguntaréis antes de nada como es posible que los éxitos indudables que tuve y los amigos que alaban muy abiertamente mis obras, no han podido de ninguna forma ser utilizados para combatir estas manifestaciones hostiles.
No sabría contestarla ni fácilmente ni brevemente a esta pregunta. Pero conoced primero lo que le costó a mi mejor amigo y mi partidario más celoso, Franz Liszt. Precisamente por su generosa confianza en sí mismo que manifestaba en todo momento, suministró a sus adversarios, que se escondían prudentemente en sus guaridas, dispuestos a aprovecharse de la más fútil ocasión, las armas de las que tenían necesidad. Lo que el adversario esperaba ardientemente, mantener en secreto este tema tan irritante para él del Judaísmo, era algo que también deseaba Liszt, aunque naturalmente por una razón opuesta, la de descartar de una discusión leal sobre este tema cualquier alusión personal irritante, mientras que lo que quería el adversario era mantener en secreto el motivo de esta lucha desleal, la razón explicativa de las calumnias que nos afectaban. Es por eso que, de nuestro lado, tampoco nosotros tocábamos este fermento de agitación. Por el contrario, fue una idea jovial de Liszt el revelar esa tontería que nos había sido atribuido de ‘músicos del porvenir’, en el sentido que se hablaba en otros tiempos de los “gueux” de los Paises Bajos. Golpes de genio como este de mi amigo eran bienvenidos por parte del adversario pues sobre este tema solo cabía la calumnia, y con la expresión ‘músico del porvenir’ era además muy fácil caer sobre un artista que crea y vive con fogosidad como Liszt.
Con la defección de un amigo que nos había sido hasta ese momento cálidamente devoto, un gran virtuoso del violín sobre el que la Cabeza de la Medusa parecía que por fin había producido su efecto, se lanzó por todos lados una furiosa agitación contra Franz Liszt, tan generosamente despreocupado, que le llevó finalmente a una gran decepción y amargura, bajo cuya influencia él renunció a uno de sus más bellos esfuerzos, el de consagrar en Weimar un santuario donde la música fuera honrada.
O, ¿Acaso os asombráis menos, Señora mía, por las persecuciones a las cuales fue expuesto por su parte nuestro gran amigo, que por las que yo fui objeto?.
Quizás creáis que estos ataques se pueden explicar por el hecho de que Liszt, es cierto, había atraído, debido a la gloria de su carrera externa de artista, la envidia especialmente de sus colegas a los que había superado, y que, por otra parte, abandonando la carrera de virtuoso, y empezando su obra creadora de compositor, para la que hasta ese momento solo había hecho que prepararse, él ha despertado de una forma lógica una duda que debía fácilmente surgirle, y que la envidia debía por su parte confirmar, a saber, que él no tenía verdaderamente vocación de virtuoso.
Pero yo creo poder demostrar, por lo que voy a decir posteriormente, que, en el fondo, estas dudas solo sirvieron, como por otra parte pasó lo mismo con mis pretendidas teorías, de pretextos para una guerra de persecución: lo mismo que estas últimas, las primeras basta verlas con un poco de detenimiento, y de ponerlas a debate, apreciando justamente nuestras producciones, para que la cuestión se presentase pronto bajo una forma muy distinta; se hubiera podido entonces juzgar, discutir, exponer los pros y contras, y al final hubiera salido algún resultado. Pero esto es precisamente lo que no se quería, es más, se quería ahogar en su germen mismo ese examen detenido de estos nuevos fenómenos; incluso, en la gran prensa de todos los paises, se gritaba y se insultaba con tal vulgaridad en las expresiones y las insinuaciones, hasta ese momento inéditas en circunstancias parecidas, que no era posible esperar llegar a una discusión humana. También, yo os lo afirmo, lo que le pasó a Liszt proviene del efecto de este artículo sobre El Judaísmo en la Música.
Sin embargo, no fue entonces cuando nos apercibimos de ello. Ha habido siempre tantos intereses en contradecir a los fenómenos nuevos y en desacreditar como herejía suprema todo lo que éstos contienen, que nosotros mismos no creimos culpable de todo esto más que a la pereza ante el cambio y a un hábito artístico molesto por la nueva intromisión en sus asuntos. La hostilidad se manifestaba sobretodo en la prensa y en los grandes diarios políticos tan influyentes. Aquellos de nuestros amigos, a quien la imparcialidad de un público así adoctrinado no dejaba de darles preocupación sobre los inicios de Liszt como compositor instrumental, se creyeron obligados a ir a la contra ofensiva: pero, abstracción hecha de algunos errores cometidos por ello, fue preciso pronto darse cuenta que el análisis, incluso el más razonable, de una composición de Liszt, no era acogida en ningún diario y retenido en principio con un sentido hostil.
Pero nadie puede creer seriamente que en esta actitud de los grandes diarios se manifestaba una preocupación por el daño que podrían ocasionar eventualmente unas nuevas orientaciones artísticas en el buen gusto alemán. Por tanto hemos llegado a esta situación: Estamos totalmente ignorados de la gran prensa alemana. Pero, ¿A quién pertenece esa gran prensa?.
Nuestros liberales y nuestros hombres progresistas tienen que sufrir de este mismo hecho, como sus adversarios, los viejos conservadores: que los ultramontanos se pregunten como justificar que una prensa exclusivamente dirigida por judíos tenga voto decisivo en las cuestiones que conciernen a la iglesia cristiana, hay en ello un sentimiento de fatalidad que se apoya en todo caso en el conocimiento exacto de las condiciones de dependencia de estos grandes diarios.
Lo que hay de singular en esto es que el conocimiento de estos hechos sea accesible a todo el mundo; ¿Quién, en efecto, no tiene experiencias en este sentido?. No puedo siquiera imaginar hasta que punto estas relaciones fácticas se extienden incluso a los negocios políticos de la mayor importancia, aunque la Bolsa nos da sobre este punto una indicación de una cierta claridad. Y en el dominio de la música, abandonada al parloteo menos escrupuloso, las gentes que ven claro no se hacen ninguna ilusión al respecto: todo esta subordinado a un mandato casi religioso que, seguido por la prensa más importante, y con una exactitud de lo más conforme, hace que concluyamos que existe en ella una organización y dirección que actúa con la mayor energía.
En París yo he constatado ante mi asombro que no se hacía ningún secreto de esta dirección minuciosa. Allí cada uno oye hablar de los casos más extraordinarios, especialmente respecto al cuidado, llevado hasta el más mínimo detalle, de conservar este secreto, sobretodo porque si fuera conocido por demasiada gente podría llevar el tema a indiscreciones públicas. Fue allí donde, obedeciendo como en un ejército de lo más disciplinado durante la batalla, Ud señora mía lo sabe, me fue dirigido un nutrido fuego de pelotón por la prensa parisiense, que la protección del buen gusto estético le ordenaba.
En Londres yo he observado en este tema la mayor claridad. Si es cierto que la crítica musical del Times (recalque de que colosal diario mundial estoy hablando) me cubrió desde mi llegada de un alud de insultos. M. Davidson, por su parte, en el transcurso de sus desahogos, no dejo de trabajar para condenarme al desprecio público como un hombre que insulta a los más grandes compositores solo porque sean judíos. Es cierto que mediante estas declaraciones su prestigio tenía más a ganar que a perder delante del público, primero a causa de la gran veneración de la que es objeto Mendelssohn precisamente en Inglaterra, y puede ser también a causa del singular carácter de la religión anglicana, que, para sus conocedores, parece basarse más en el Antiguo que en el Nuevo Testamento. Solo en San Petersburgo y en Moscú (1) he encontrado el dominio de la prensa musical aun descuidada por el Judaísmo: es allí donde he asistido al milagro de ser, por primera vez, tan bien acogido por la prensa como por el público, puesto que los judíos no habían podido en absoluto quitarme la simpatía del público, a excepción de en mi propia ciudad natal de Leipzig, donde el público simplemente estuvo ausente.
Los aspectos ridículos de este asunto me han hecho, con motivo de esta comunicación, casi a caer en un tono jocoso; pero es preciso que abandone este tono si quiero permitirme, para acabar de llamar vuestra atención, Señora mía, tratar el aspecto muy serio que este tema presenta, y que empieza, quizás también para Usted, en el momento en que, dejando aparte las persecuciones de las que es objeto mi persona, examinamos la influencia de esta persecución singular en la medida en que se extiende al espíritu mismo de nuestro Arte.
Antes de meterme en este asunto, importa resaltar una vez más que estoy hablando de mi interés personal en particular. Acabo de comentar que la persecución de la que he sido objeto por parte de los judíos no ha podido hasta ahora poner el público contra mío, que me acoge en todos sitios calurosamente. Es la verdad.
Pero aun así, estoy obligado a añadir que esta persecución es, sin duda, capaz, sino de impedirme el camino que conduce al público, si al menos a hacérmelo tan difícil que finalmente las maniobras de mis enemigos podrían llegar a tener un éxito completo también en este sentido. Usted ha podido ver ya que, tras que mis primeras obras se han abierto camino en casi todos los teatros alemanes y han sido representadas con un éxito constante, cada una de mis obras nuevas se enfrenta a una actitud de indiferencia, o sea hostil, en estos mismos teatros: en efecto, mis primeras obras habían aparecido en escena antes de la acción de agitación judía, y no había gran cosa a hacer contra su éxito. Pero ahora se puede alegar que mis nuevas obras han sido escritas después de las teorías ‘insensatas’ que yo he escrito, que yo me he por tanto alejado de mi inocencia primitiva, y que entonces ya no hay nadie que pueda entender mi música.
Pues, de la misma forma que el judaísmo no ha podido enraizarse entre nosotros más que explotando las debilidades y defectos de nuestra propia organización social, de igual forma la agitación encuentra aquí muy fácilmente el terreno sobre el cual – cosa de la cual nosotros no tenemos porque estar orgullosos - todo está preparado para su éxito final.
¿En que manos está la dirección de nuestros teatros y que fin persiguen?. Yo ya me he expresado a menudo, y abundantemente, sobre este tema, y yo, por citar el último ejemplo, en mi gran disertación sobre ‘Arte Alemán y Política alemana’, he detallado las causas, con lejanas ramificaciones, de la decadencia de nuestro arte teatral. ¿Creen ustedes que por eso me he hecho apreciar en estas esferas en cuestión?. Solo con la más profunda animadversión, lo han bien probado, las administraciones teatrales proceden actualmente a representar una nueva obra mía (2): pero podrían estar forzadas a representarlas debido a la actitud del gran público favorable a mis obras; pero ahora pueden usar fácilmente una objeción, tan bienvenida para ellos, del hecho de que mis últimas obras hayan sido rechazadas de forma totalmente general por la prensa. No habéis oido a veces desde Paris poner la siguiente pregunta: ¿Por qué debemos arriesgarnos a intentar un trasplante de mis obras a Francia, cuando mi valor artístico no es aun reconocido siquiera en mi patria?. Este estado de cosas se complica tanto mas cuanto que yo no ofrezco, efectivamente, mis últimas obras a ningún teatro, sino que debo, por el contrario, reservarme el consentimiento para la representación de una nueva obra a que se cumplan condiciones que no se habían considerado nunca, hasta ahora, como necesarias, a saber: la ejecución de exigencias destinadas a garantizar una representación realmente correcta (3). Y aquí empiezo a tocar el lado más serio de la nefasta influencia de la intromisión del judaísmo en nuestras costumbres artísticas.
En esta disertación sobre el Judaísmo, mostraré finalmente que es la debilidad e incapacidad del periodo post-beethoveniano de nuestra producción musical alemana lo que permite a los judíos el inmiscuirse: he denunciado públicamente a aquellos de entre nuestros músicos que encontraban en una disolución del gran estilo plástico de Beethoven los ingredientes para la preparación de una nueva materia, amorfa, sosa, decorada con una apariencia de solidez, y que continuaban componiendo de esta forma desprovista de vida y de sentido, con un sentimiento de voluptuoso alergatamiento, como incluido expresamente en el judaísmo musical que yo había estudiado, fueran de la nacionalidad que fueran. Es en este cenáculo tan particular de donde salen, actualmente, casi todos los que componen y –desgraciadamente también- los que dirigen la música. Creo que mis escritos sobre el arte han molestado y espantado a más de uno de ellos: su confusión y su sincera sorpresa, furiosos los judíos con mi artículo en cuestión, se han unido para ahogar en su inicio toda discusión leal sobre mis tesis teóricas, que por otra parte habían sido debatidas calurosamente, pues tal discusión parecía al principio posible, por parte de honestos músicos alemanes que habían manifestado opiniones interesantes. Con las declaraciones de guerra que hemos visto se oprimía toda discusión fecunda, explícita, susceptible de depurar y elevar el tema, y al mismo tiempo se hacía imposible un acuerdo mutuo.
Como consecuencia de las discusiones que habían causado la filosofía de Hegel en las cabezas alemanas, tan inclinadas a la meditación abstracta, este mismo espíritu débil se manifestaba también en este dominio de la estética, después de que la gran idea de Kant, utilizada ingeniosamente por Schiller para fomentar la base de lo estético sobre lo bello, todo ello había llevado a un escandaloso charloteo de naderías dialécticas.
Sin embargo, de este mismo lado, constaté al principio que se estaba en buena disposición para examinar de buena fe las opiniones formuladas en mis escritos estéticos. El libelo ya citado de Hanslick en Viena, sobre Lo Bello en la Música, incluso pese a que había sido escrito con un objetivo claro, fue elevado con la mayor celeridad a un tal grado de honores que hacían imposible el aceptar ya a un esteta alemán bien intencionado, y totalmente alemán, como era el Sr. Vischer, que, con ocasión de querer elaborar un gran sistema, se centraba en el tema de la música y decidió asociarse al crítico de arte vienés (Hanslick): éste le cedió, para esta gran obra prevista, la redacción de su libelo, sobre el cual el Sr. Vischer reconoció no entender nada (4). Y así la supuesta belleza musical del judaísmo se introdujo en el corazón de un sistema estético de pura sangre alemana. Esto sin duda contribuyó mucho a acrecentar la celebridad de Hanslick, del que por otra parte acaparaba toda referencia en los periódicos, aunque nadie leyese su obra, demasiado indigesta. Bajo la protección de esta nueva celebridad (la de la obra de Vischer), germano-cristiana, la belleza musical del Judaísmo fue elevada a la altura de un dogma absoluto; las cuestiones más especiales y delicadas de la estética de la música, sobre las que los más grandes filósofos, cuando querían decir alguna cosa verdaderamente sensata, no habían avanzado más que con prudentes reservas, los judíos y los cristianos engañados se unen ahora con una seguridad tal que cualquiera creería realmente bien meditada en este tema, y especialmente al explicar, por ejemplo, la impresión arrasadora de la música de Beethoven sobre sus almas que solo podía causar una impresión: la de un hombre que escuchara como se sorteaban las vestiduras de Cristo al pie de la Cruz, - tema sobre el que David Strauss, el célebre exegeta bíblico- podría sin duda suministrarnos ingeniosas aclaraciones de la misma forma que lo hace sobre la novena Sinfonía de Beethoven.
Pero todo esto debía tener al final una consecuencia de mayor calado: cuando, contra estas maniobras tan activas como improductivas se produjese una tentativa para reavivar el espíritu estético, que ahora languidece cada día más, no nos encontramos solo con los obstáculos naturales que se han levantado siempre en contra de esas tentativas, sino que chocamos contra una oposición completamente organizada, y cuyos componentes sólo son capaces de manifestarse como oposición. Aparecemos reducidos al silencio y resignados, mientras no se hace nada en el campo contrario que pueda considerarse como una Voluntad, un esfuerzo, una producción. Por el contrario, del lado de los partidarios de ‘lo bello musical’ puramente judío, hay una total dejadez, y se deja caer sobre el arte alemán toda nueva calamidad a ‘lo Offenbach’, sin siquiera mover un dedo. Ustedes encontrarán todo esto natural, es cierto. Y si, en cambio, alguien como yo, por ejemplo, se viera apoyado por algún factor circunstancial, a poder dirigir las actividades artísticas tal como se les ofrece a ellos, para llevarlas a una actividad enérgica, no habríais dejado señora mía de escuchar la algarabía que eso hubiera provocado por todos lados. ¡Es entonces cuando se despertarían la fuerza y el fuego de la comunidad moderna de Israel!.
Pero antes que nada, lo que nos sorprende también es el tono irrespetuoso que, a lo que pienso, es inspirado no solo por la ciega pasión sino por un cálculo preparado de la inevitable impresión que esto causaría sobre los protectores de mis obras. Pues, ¿quién no se sentiría molesto al final por el tono desdeñoso con el que en general se tratase a aquel a quien uno manifiesta a los ojos de todos un verdadero respeto y una alta confianza?. En todos sitios, y en toda circunstancia dentro de una empresa compleja existen elementos muy naturales de oposición de los no interesados, o incluso de los demasiado interesados: Así pues, ¿Cómo dudar que esta actitud desdeñosa de la prensa no facilita mucho la labor a todos los que quieren desacreditar esa empresa, incluso a los ojos de sus protectores?. ¿Le puede pasar algo parecido en Francia a un francés festejado por el público o en Italia a un compositor italiano aclamado?. Lo que le ocurre en Alemania a un alemán era tan raro que era preciso empezar a analizar las causas en profundidad.
Usted, Señora mía, os habéis asombrado, pero los que entre esa clase de gentes aparentemente interesadas en el arte, pero que siempre tienen razones para impedir las acciones que salgan de mi persona, ellos no se asombran en absoluto y encuentran, por el contrario, todo ello muy natural (5).
El resultado, vedlo pues: es convertir en imposible de la forma más eficaz toda empresa susceptible de dar a mis obras y a mi actividad una influencia en nuestras costumbres artísticas, tanto dramáticas como musicales.
¿Tiene ello algún significado?. Mucho, según creo. Y pretendo aquí, sin presuntuosidad, haber descrito una parte de ello. Que me sea permitido atribuir una importancia esencial a mis trabajos, es lo que deduzco del cuidado con el que tratan de evitar que nadie se ocupe de los artículos que he creido mi deber de publicar al respecto.
Ya he explicado como, al principio, antes de la agitación judía, que oculta tan singular misterio sobre sus razones, se declarara en guerra contra mí, algunos se manifestaron dispuestos a examinar, en un sentido honesto y alemán, las opiniones que yo había expuesto en mis escritos sobre el arte.
Supongamos que esta agitación no se hubiera producido, o que se hubiera, como habría sido lo leal, reducido con franqueza y honestidad a sus causas inmediatas; entonces podríamos preguntarnos que camino hubiera tomado el tema por analogía a lo que han tenido la aparición de novedades de mi tipo en otras épocas de la vida intelectual alemana en que nada las turbaba. No soy tan optimista como para creer que hubiera salido algo muy importante, pero desde luego se hubiera podido alcanzar alguna meta, y en todo caso algo diferente de lo que tenemos ahora. Si nos aclaramos un poco veremos que estamos llegando por la música, e incluso por la literatura poética, a un periodo de recogimiento que pueda captar la herencia de los incomparables maestros, que representan como una cadena de anillos estrechamente unidos, del gran renacimiento artístico alemán, para poder utilizar todo ello a favor del bien común de la nación y del mundo. En que sentido se precisaría orientar esta utilización, esta es la cuestión. Por lo demás es en la música donde esta cuestión toma un carácter decisivo, pues en ella, especialmente gracias al último periodo de la producción artística de Beethoven, una fase totalmente nueva del desarrollo de este arte se había implementado, fase que dejaba muy atrás todas las ideas e hipótesis que se habían hecho antes sobre la música. Bajo la dirección de la música vocal italiana, la música se había convertido en ‘el arte de aquello que es puramente agradable’: la facultad de llegar a la misma calidad e importancia que en el arte de un Dante o un Miguel Ángel se la denegaba expresamente a la música y se la relegaba así a un rango manifiestamente inferior en la escala artística. Había pues necesidad de sacar de la esencia del gran Beethoven una representación totalmente nueva de la música, de progresar pasando por Bach y Palestrina, las raices que habían llevado a esta altura y esta importancia, y por consiguiente, fundar otro sistema de apreciación estética de la música, un sistema basado sobre el hecho de tomar conciencia de una música cuyo desarrollo se consigue gracias a estos maestros.
El sentido preciso de todo esto estaba instintivamente vivo en todos los músicos de este periodo, y os citaré aquí a Robert Schumann como uno de los más inteligentes y el mejor dotado de estos músicos. El camino de su evolución como músico nos muestra muy claramente la influencia que ejerció sobre su arte la intromisión judía que yo he denunciado. Comparad el Schumann de la primera mitad de su carrera con el de su segunda mitad: en la primera hay un gusto por la forma plástica, en la última se diluye en una envoltura superficial que llega hasta la placidez soñadora de formas misteriosas. No nos asombrará que Schumann, en este segundo periodo, haya visto desfavorablemente, descontento y haya despreciado a los que, en su primer periodo, como el editor de Neue Zeitschrift für Musik, él mismo había tendido la mano tan calurosamente y con una amabilidad tan alemana. En la línea de conducta de esta revista, donde Schumann (con un instinto muy justo) trabajó como escritor a favor de la gran tarea que nos incumbe, podéis ver con que buen espíritu yo me hubiera acercado si hubiera tenido que ponerme de acuerdo solo con él sobre los problemas que me indicaban: Aquí encontramos una vez más otra manera de trato, tan distinto de la jerga dialéctica judía que finalmente se incorporado a nuestra nueva estética, y –¡no se me quitará esta idea!- con ese lenguaje cordial se hubiera podido llegar a un entendimiento fecundo.
Pero ¿qué es lo que dá ese poder a la influencia judía?. Por desgracia una de las grandes virtudes del alemán es también la fuente de su debilidad. La confianza en sí mismo, tranquila y ponderada, que le es propia, hasta el punto de despejar en él todo escrúpulo de un alma inquieta, puede, si le falta la mínima llama de ardor necesaria, fácilmente cambiarse por esa singular pereza en la cual nos vemos abocados ahora, en el permanente abandono de todos los bienes supremos del espíritu alemán en las esferas políticas del mayor nrango, pese a que la mayor parte o incluso casi todos los sentimientos personales sigan fieles al carácter alemán. Es en esta pereza donde cayó también el genio de Schumann cuando se preocupó por estar de acuerdo con el espíritu inquieto judío y en busca de negocios. Era muy fatigante para él analizar siempre lo que estaba pasando cuando eran mil las facetas que se le presentaban de golpe. Y así perdió inconscientemente su noble libertad y ahora, sus anteriores amigos, asisten a ese espectáculo de que nos sea mostrado triunfantemente como uno de los suyos por los músicos judíos.
Y bien, venerable amiga, ¿Es esto, me pregunto, un éxito que tiene un claro significado?. El haberlo mostrado nos dispensa en todo caso de ver otros casos similares de dominio, y que se producen cada vez más fácilmente como consecuencia de este precedente más importante.
Pero estos éxitos personales se complementan con el dominio de las asociaciones y de la vida social. Aquí también el espíritu alemán, conforme a su aptitud, se muestra inclinado a la acción. La idea que os indicaría como la tarea de nuestro periodo post beethoveniano nos aboca realmente en principio a que hay un número cada vez más numeroso de músicos y amantes alemanes de la música que van hacia un objetivo que tiene su significación natural en la comprensión de su propia tarea. Es preciso considerar como un gran éxito del excelente Franz Brendel, que ha mantenido su empuje con una fiel perseverancia, y sobre el que los diarios judíos se esfuerzan en hablar con un tono de desdén, el haber también reconocido claramente lo que era necesario hacer en este sentido (una gran asociación de músicos alemanes).
Pero la invalidez inherente a toda asociación alemana solo podía que manifestarse aun más rápidamente cuando una pretendida asociación de músicos alemanes se fuera a quebrar no solo contra las esferas influyentes de las organizaciones del Estado, situadas bajo la protección de los gobiernos (como es el caso de otras asociaciones libres condenadas a la misma ineficacia), sino sobretodo contra los intereses de la organización más poderosa de nuestro tiempo, la del judaísmo. Es evidente que una gran asociación de músicos no podría ejercer una actividad fecunda más que con hechos prácticos, como son dar excelentes representaciones de obras importantes para la formación del estilo musical. Pero para ello eran precisos medios materiales, pues al pobre músico alemán... ¿quién lo ayudará?. No serán su ayuda el parlanchineo y las discusiones sobre los intereses del arte... todo ello cae fácilmente en el ridículo. Pero este poder material que nos falta lo posee el Judaísmo. Los teatros, los coliseos, las salas de conciertos, todo para músicos judíos. ¿Qué nos podía quedar?... ¡una pequeña hoja musical que informa de las asambleas mantenidas cada dos años!...
Como podeis ver Señora mía, os atestiguo aquí la victoria completa del judaísmo en todos los sentidos; y si hablo una vez más claramente y públicamente no es verdaderamente con la esperanza de disminuir en algo una victoria tan completa. Pero como la manera en la que he expuesto el desarrollo de este singular episodio de la cultura alemana reconoce que ello es el resultado de la agitación provocada por los judíos a causa de mi antiguo artículo, puede que os estéis preguntando con asombro ¿por qué yo he, con esa provocación, causado esta agitación?.
Podría alegar esta excusa fácil de que ese ataque no fue provocado por mí en consideración a la ‘causa finalis’ sino únicamente por la ‘causa efficiens’ (como dicen los filósofos). Sin duda desde el momento de la redacción y la publicación de ese artículo yo ya no tenía esperanza alguna de éxito contra la influencia de los judíos sobre nuestra música, las razones de los éxitos que ellos habían logrado hasta ese momento eran tan evidente para mí como lo son ahora. Tras casi 18 años siento una especie de satisfacción al haber podido dar un testimonio con aquel artículo. Lo que preveía en ese momento no sabría decirlo claramente ahora, pero es claro que el entrever lo inevitable de la decadencia de nuestra música me hizo ceder a una necesidad interior de denunciar las causas. Pero puede que mi corazón estaviera inclinado a añadir una posibilidad optimista que es la que revela el apartado final del artículo cuando me dirijo a los judíos como tales.
De la misma forma que los partidarios de la Iglesia han considerado como posible reformarla en un sentido saludable haciendo un llamamiento a los sencillos sacerdotes también oprimidos, de esa misma forma yo quise hacer un llamamiento a los grandes dones de corazón y espíritu que yo he encontrado en círculos de la sociedad judía, con gran alivio por mi parte. Pero hemos de saber que todo esto que, hemos visto su origen, oprime el espíritu alemán propiamente dicho, también cae de forma aun más brutal, sobre el propio judío que tenga buen espíritu y sentimientos. Me parecía en esa época constatar, en algunos casos, que mi llamamiento había sido comprendido y había producido una profunda emoción. Pero si la dependencia en toda situación es un gran mal y un obstáculo a la libertad de nuestra evolución, la dependencia de los judíos entre ellos mismos se parece más bien a una servidumbre miserable de la más extrema dureza.
Puede parecer que los elementos más inteligentes de la cofradía permiten muchas cosas con indulgencia a los judíos sensibles, dado que ellos están dispuestos no solo a vivir junto a nosotros sino a vivir entre nosotros: Las mejores anécdotas, estas anécdotas judías tan divertidas, han sido ellos mismos a menudo los que nos las han contado; así mismo, en otros sentidos, les hemos visto expresarse, tanto respecto a nosotros como sobre ellos mismos, de una forma muy ingenua y que parece en todo caso muy permisiva. Pero tomar bajo su protección a un hombre que esté marginado de la cofradía, he aquí lo que es considerado por los judíos como un crimen verdaderamente digno de la muerte.
He tenido en este sentido experiencias sorprendentes. Pero para exponeros esta tiranía, un ejemplo bastará. Un escritor de origen judío, manifiestamente bien dotado, que parece haber enraizado en la vida popular alemana, y con el que yo he debatido durante muchos años sobre la cuestión judía, conoció con ello mis poemas de El Anillo del Nibelungo y el Tristán e Isolda. Hablaba con una tal admiración e inteligencia tan manifiesta de ellos, que a aquellos de mis amigos con los que se relacionaba encontraron muy natural pedirle que se expresara públicamente sobre lo que pensaba de estos poemas, que nuestros círculos literarios parecían ignorar. ¡¡Eso fue imposible de lograrlo!!.
Comprenderéis Señora, por estas indicaciones que, aunque esta vez solo haya sido para contestar a vuestra pregunta relativa a la misteriosa causa de las persecuciones de las que soy objeto, especialmente por la prensa, no hubiera sin embargo dado a mi respuesta esta extensión casi excesiva, si, en esta ocasión, una esperanza casi inexpresable, es cierto, pero anclada en lo más profundo de mi corazón, no me hubiera estimulado. Desde el momento en que quería expresarme no debía, especialmente, hacer aparecer esta respuesta como basada en un secreto perpetuo sobre mis relaciones con el Judaísmo. Este secretismo ha contribuido a la confusión en la que se encuentran hoy en día casi todos mis amigos que han tomado partido por mí. Si este seudónimo usado en otro tiempo ha sido la causa y yo he suministrado con ello a mis enemigos un medio estratégico para atacarme, me era preciso así pues desvelar ante mis amigos lo que mis enemigos sabían ya muy bien.
Si me atrevo a suponer que esta mera franqueza puede, si no crearme amigos en el campo enemigo, al menos incitarles a luchar ellos mismos por su verdadera emancipación, entonces se me perdonará que una idea de gran envergadura en el dominio de la historia de la civilización me oculte la naturaleza de una ilusión que se desliza a mi pesar en mi corazón.
Pues una cosa está clara para mi: de la misma forma que la influencia de los judíos sobre nuestra vida intelectual, tal como se manifiesta, desviando y falseando nuestras supremas tendencias culturales, no es un simple azar de naturaleza puramente psicológica, así mismo esta influencia debe ser reconocida como decisiva e innegable. La decadencia de nuestra cultura podría ser parada por una expulsión violenta de este elemento extranjero de descomposición, aunque eso es algo que no puedo esperar pues para ello se necesitarían unas fuerzas cuya existencia me son desconocidas. Pero si en cambio debemos asimilar ese elemento de alguna forma, en una madurez común, podríamos conjuntamente llegar a un desarrollo superior de nuestras aptitudes humanas superiores. Pero para ello es evidente que no será haciendo un secreto de la dificultad de esta asimilación, sino al contrario, reconociéndola de la forma más franca, como podemos actuar mejor para esa causa.
Si en el dominio de la música, que nuestra estética más moderna considera como tan inofensiva, yo pudiera dar un serio impulso en este sentido, esto no sería desfavorable a mi opinión sobre el importante destino de la música; y en todo caso, mi Señora, Usted podría ver en ello una excusa a este tan largo discurso sobre un tema en apariencia tan obtuso”.
Richard Wagner
NOTAS
(1)- Nota del Traductor: El régimen zarista era muy reacio a los grupos de poder judíos, como era ya notorio en aquella época.
(2) Nota de Wagner: No es edificante, pero en todo caso característico de nuestras costumbres estéticas, exponeros en detalle los procedimientos que recientemente he tenido que comprobar, con mi sincero asombro, por parte de dos grandes teatros, los de Berlín y Viena, a propósito de mis Maestros Cantores. Me fue preciso cierto tiempo de negociaciones con los directores de estos teatros tan importantes antes de darme cuenta, con las excusas y trampas que ellos mostraban, que lo que les importaba no era solo no tener que dar mis obras, sino además impedir que fueran dadas por otros teatros. Estáis forzada a concluir claramente que se trata aquí de una verdadera conjura, y que manifiestamente la aparición de una nueva obra mía les provocaba un verdadero temor. Puede que un día os interese una explicación más detallada sobre mis experiencias.
(3) Nota de Wagner: Solo renunciando por el instante a estas exigencias, ya sea de buen o mal grado, logré recientemente que el teatro de la corte de Dresde se determinase a representar mis Maestros Cantores.
(4) Nota de Wagner: Esto es lo que el propio profesor Vischer me comunicó en Zurich. Yo no pude saber exactamente en que medida él pidió la colaboración de Hanslick como una colaboración personal.
(5) Nota de Wagner: Usted podría ser instruida muy profundamente sobre este tema y sobre la forma en la que la gente que hemos designado explotan el tono agresivo que han puesto de moda para hablar de mí, para impedir toda participación favorable a mi empresa, si usted quisiera tomarse la molestia de leer el suplemento literario del numero de la Süddeutsche Presse del primer día del año, que acaban de enviarme de Munich. M. Julius Froebel me denuncia sin ninguna vergüenza a las autoridades bávaras como el fundador de una secta que proyecta abolir el Estado y la Religión, y reemplazar todo eso por un Teatro lírico, y pretende así gobernar sobre todas las cosas, mientras deja entrever que buscamos la satisfacción ‘concupiscencias de falso devoto’. Hebbel me decía un día para caracterizar la singular maldad del actor cómico Nestroy de Viena, que bastaba que éste aspirara el perfume de una rosa para que este perfume se convirtiera en peste. El cambio que también sufre la idea de amor, fundamento de la sociedad, en la cabeza de Julius Froebel es algo parecido a este ejemplo dado.
Pero imaginad con que ingeniosidad se ha calculado, en cambio, que todo esto despertará en el calumniado hasta la desgana de castigar a los calumniadores.
http://archivowagner.info/2003aj.html
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