¿QUÉ ES ALEMÁN?
Por Richard Wagner
Mientras muy recientemente me dedicaba a dar un repaso a mis textos teóricos, me he topado con los párrafos inconexos de un manuscrito del año 1865; hoy, por deseo de mi joven amigo y colega en las tareas de publicación de las Bayreuther Blätter1 , he tomado la decisión de poner de nuevo por escrito la mayor parte de lo encontrado, con vistas a que sirva de motivo de disfrute para nuestros más distantes miembros de la "Sociedad de patronos".
Si la cuestión "¿Qué es alemán?" me resultó en su día tan difícil de responder, causa principal por la que no incluí este artículo inacabado en la "Edición completa" de mis escritos, mis dificultades últimas han tenido que ver con la selección del material que me iba a decidir a publicar, puesto que muchos de los temas discutidos en estos párrafos ya los he tratado con gran extensión en otros ensayos, particularmente en el que titulé "Arte alemán y política alemana". Sirva esto como disculpa por las limitaciones del presente artículo. En todo caso, ahora he intentado dar una conclusión al discurrir de los pensamientos esbozados entonces; y este colofón, que después de trece años de nueva experiencia ha adquirido una coloración propia, será esta vez mi última palabra sobre una cuestión tristemente de la mayor seriedad.
A menudo he considerado para mi propia ilustración la cuestión que gira en torno a lo que debe ser entendido realmente bajo la expresión deutsch (alemán).
Es habitual que los patriotas rindan incondicional homenaje al nombre de su nación; la pujanza de una nación es, sin embargo, lo que en menos estimación ha de tenerse cuando se ensalza el nombre de la patria con todas las muestras de reverencia. Ocurre muy pocas veces en la vida pública de países como Inglaterra o Francia que la gente hable de las virtudes inglesas o francesas, mientras que por el contrario los alemanes están siempre apelando a la profundidad alemana, la gravedad alemana, la fidelidad alemana y otras virtudes similares. Desafortunadamente se ha hecho patente en muchas ocasiones que esta invocación no estaba del todo fundamentada; en cualquier caso, no deberíamos suponer equivocadamente que todas esas cualidades son meras elaboraciones de la imaginación, por mucho que su nombre haya sido tomado a veces en vano. Lo mejor será que efectuemos un paseo por los senderos de la historia para ver si desentrañamos así la idiosincrasia de los alemanes.
La palabra deutsch, de acuerdo con las más recientes y profundas investigaciones, no es en ningún caso el nombre de un pueblo definido por la historia, por lo que no habría ningún pueblo que pudiera reclamar el título original de Deutsche. Jakob Grimm2, por su parte, ha probado que diutisk o deutsch alude meramente a lo que resulta familiar a todos aquellos que se expresan en un idioma común. Fue fácil poner deutsch en relación de contraste con walsch, que para las razas germánicas significa "lo propio de galos y celtas". La raíz de deutsch reaparece en el verbo deuten (apuntar, indicar o explicar): de ahí que deutsch venga a querer decir lo que es claro (deutlich) para nosotros, lo familiar, lo acostumbrado, lo heredado de nuestros padres, lo propio de nuestro suelo. Ahora bien, constituye una evidencia el hecho de que los pueblos que permanecieron en este lado del Rhin y los Alpes comenzaron a llamarse a sí mismos con el nombre de deutsche sólo después que godos, vándalos, francos y lombardos establecieron su dominio sobre el resto de Europa. Mientras los francos dieron su nombre por entero al conquistado país de la Galia, las razas que no se decidieron a pasar al otro lado del Rhin y se consolidaron en los variados troncos de sajones, bávaros, suabos y francos del este, recibieron por primera vez el nombre colectivo de deutsche formando parte del imperio de Carlomagno, siendo Deutschland precisamente el nombre que comenzó a dársele por aquel entonces a la división territorial de ese imperio habitada por todos esos pueblos de la otra ribera del Rhin. En consecuencia, el nombre denota a las poblaciones que, permaneciendo en su ancestral asiento, continuaron hablando su lengua materna, mientras que las razas que gobernaban en tierras románicas abandonaban esa lengua ancestral. Es en torno a la idea de lengua y patria originaria que el concepto deutsch se forjó, y de acuerdo con ello llegó el tiempo en que esos Deutschen pudieron cosechar las ventajas de una semejante fidelidad a su suelo y lengua ancestral, pues una vez abandonado el seno de la patria es imposible que con el paso de los siglos siga teniendo lugar el proceso necesario de renovación incesante y vigorización, por lo cual fue produciéndose una paulatina decadencia de las razas asentadas en tierras foráneas. Moribundas y debilitadas dinastías hubieron de ser relevadas por otras que procedían del primitivo tronco de la patria. Así a los debilitados merovingios les sucedieron los francos del este, los carolingios; a los degenerados carolingios, a su vez, les sucedieron la dinastía de los sajones y luego la de Suabia, las cuales tomaron el cetro de los países germánicos; y cuando el ímpetu original de los francones romanizados pasó a una casa puramente germánica, apareció el extraño pero pregnante apelativo de "Imperio romano de la Nación alemana". En definitiva, de toda esta rememoración de glorias podemos nutrir el orgullo que suele buscarse acudiendo al pasado para encontrar consuelo de las ruinas del presente. Ninguna otra gran cultura popular se ha visto en la obligación de construirse una fama imaginaria como les ha ocurrido a los alemanes. El provecho que pueda acaso proporcionarnos la necesidad de construir tal fantástico edificio a partir de las reliquias del pasado, se verá por ventura más claro si intentamos apercibirnos primero de sus desventajas, en ausencia de todo prejuicio.
Esos inconvenientes, más allá de toda disputa, los encontramos en el terreno de la política. Ya que, de forma bastante curiosa, el período que suele evocarse como el de mayor gloria (Herrlichkeit) del nombre alemán corresponde justamente al que hizo más daño a la esencia alemana, el tiempo en que la autoridad de los soberanos germánicos se extendía sobre pueblos no germánicos. El rey de los alemanes tenía que obtener la confirmación de su autoridad de Roma; el emperador romano no pertenecía estrictamente a los alemanes: las cabalgatas imperiales en dirección a Roma eran odiosas para los alemanes, para los cuales se convertían generalmente en marchas predatorias, durante las que, no obstante, su señor ansiaba el retorno rápido a la patria. Con displicencia seguían los príncipes alemanes al emperador romano en su camino a Italia, mientras que llenos de felicidad regresaban a Alemania. Esta sucesión de hechos es responsable de una gradual merma en la pujanza de la así llamada gloria alemana. Y es que una tal idea del significado de la gloria en realidad no es auténticamente alemana. Aquello que distingue a los alemanes propiamente dichos de los francos, godos y lombardos, es que los últimos se aclimataron en la tierra extranjera donde se establecieron y se fundieron con la población autóctona hasta el punto de olvidar su propia lengua y costumbres. Los alemanes auténticos, por el contrario, se consideraron siempre como extraños en tierra foránea al no sentirse jamás tan a su gusto como en su patria; y de forma muy ostensible observamos cómo los alemanes son odiados en nuestros días en tierras italianas y eslavas al considerárseles extranjeros y opresores, mientras que no podemos dejar de advertir la vergonzosa realidad de que las nacionalidades germánicas aceptan con muestras de bastante buena voluntad ser gobernados por un cetro extranjero, siempre que no les predisponga violentamente en contra de su idioma y costumbres, como tenemos bien a la vista en el caso de Alsacia.
Con el derrumbe de nuestro poder político en el exterior, es decir, con la pérdida de significación de la autoridad imperial, que hoy lloramos como principio de la ruina de la gloria alemana, comienza en realidad el desarrollo auténtico de la esencia (Wesen) alemana genuina. Es cierto que el desarrollo de la civilización alemana se realizó en buena parte paralelamente respecto al de las otras naciones europeas, pero nuestra patria asimiló las influencias extranjeras, especialmente aquellas provenientes de Italia, de una manera tan peculiar en el último siglo de la Edad Media, que las ropas alemanas devinieron por entonces un modelo para el resto de Europa, mientras que en el tiempo de la así llamada gloria alemana incluso los magnates del Imperio Germánico aparecían ataviados con vestiduras románicas o bizantinas. En los Países Bajos de habla alemana, el arte y la industria llegaron a ser rivales para los de una Italia en su más espléndido florecimiento. Después que se produjera la más completa postración de la naturaleza alemana, después que nos enfrentáramos a la casi total extinción nacional como consecuencia de las devastaciones de la Guerra de los Treinta Años, este íntimo mundo doméstico constituyó el punto de partida del renacimiento del espíritu alemán. La poesía alemana, la música alemana, la filosofía alemana son en la actualidad estimadas y honradas por todas las naciones de la Tierra: pero en su apetencia por la "gloria alemana", el alemán, como dominador, solamente puede soñar en algo parecido a la resurrección del Imperio romano-germánico. El pensamiento que inspira a una buena colección de alemanes bienintencionados, una equivocada ansia de dominio sobre las otras naciones, olvida cuán en detrimento del bienestar de los pueblos germánicos actuó la idea romana de estado en su día.
A fin de obtener una idea clarificadora acerca de cuál puede ser en cambio la política que favorezca un verdadero bienestar, que sea propicia por lo tanto a la gloria del nombre alemán, tenemos antes de nada que dejar establecido el auténtico significado y peculiaridad de la esencia germana, pues hemos hallado en ella el auténtico poder prevaleciente en nuestra historia. Por ello, continuando todavía con el recorrido histórico emprendido, se nos debe dejar considerar de forma exhaustiva la que ha sido una de las más importantes épocas en la evolución del pueblo alemán, aquel período de crisis extraordinariamente agitado que transcurrió en el tiempo de la así llamada "Reforma".
La religión cristiana no pertenece a ningún grupo nacional específico: el dogma cristiano interpela a la naturaleza puramente humana. Sólo cuando se ha aprehendido en toda su pureza ese contenido común a todos los hombres, puede un pueblo llamarse en verdad cristiano. No obstante, un pueblo jamás podrá forjarse por completo una identidad si esa tarea no queda facilitada por cierta correspondencia con sus sentimientos innatos; y es que para abrazar de una manera plena una nueva manera de entender el mundo es necesario que lo nuevo se fundamente en lo ya propio y familiar. Se ha demostrado de un modo notorio, en el ámbito de la crítica filosófica y estética, que el espíritu alemán estaba predestinado a aprehender y asimilar lo foráneo, todo aquello en un principio remoto, con el mayor grado de pureza y objetividad de la intuición ("in höchster objektiver Reinheit der Anschauung"). Cabe afirmar sin exageración que la significación universal de la Antigüedad habría permanecido oculta si el espíritu alemán no la hubiera reconocido y elucidado. Los italianos hicieron mucho por lo Antiguo por su cuenta, hasta donde ellos pudieron procurar su imitación y posterior remodelación novedosa; los franceses pidieron prestada esta adaptación moderna a su vez, añadiéndole el sentido para la elegancia de la forma que les caracteriza como nación; el alemán, en cambio, fue el primero en captar la originalidad puramente humana de lo Antiguo, al descubrir que su significado era completamente ajeno a cualquier finalidad distinta a la de actuar al servicio de lo puramente humano. Mediante esta comprensión íntima de la Antigüedad, el espíritu alemán quedó capacitado para restaurar lo "puramente Humano" en su prístina libertad, dejando de emplear las formas antiguas con vistas a desarrollar una materia prima ya dada, sino forjando una forma necesariamente nueva partiendo de la concepción del mundo que tenía la Antigüedad. Reconocer como verdadero lo que afirmamos no debe resultar difícil a cualquiera que compare la Ifigenia de Goethe con la de Eurípides. Se podría incluso afirmar sin exageración que una idea auténtica de lo antiguo ha existido solamente desde mediados del siglo XVIII, desde Winckelmann3 y Lessing4.
Ahora bien, que los alemanes hayan logrado la aprehensión del dogma cristiano con la misma preeminente claridad o pureza, y que el cristianismo haya podido alzarse a la condición de única confesión de fe válida para ellos igual que lo Antiguo se ha convertido en dogma en el ámbito de la estética, no puede ser demostrado. Quizás a través de sendas evolutivas que nos permanecen desconocidas y apenas concebibles por ahora, pueda el espíritu alemán llegar algún día a alcanzar tal meta; y, de hecho, hay determinados atributos propios de los alemanes que parecen posibilitar su consecución. En cualquier caso, nos facilitará la tarea tener presente que la resolución del problema no podrá operarse mientras no reconozcamos su insolubilidad en el terreno de la estética. ¿Cuál es la razón que lo impide? Pues el hecho de que la estética nunca debe mezclarse con las cuestiones estatales ni convertirse en una finalidad política. Con los asuntos religiosos ocurre de otra manera: se han convertido en un interés del estado, y del interés del estado obtienen su propósito y dirección, pero en absoluto desde la entraña del espíritu germánico sino desde la del románico. Constituyó una considerable desgracia para Alemania que, cuando el espíritu alemán estaba consumando su papel en los altos dominios de la religión, los legítimos intereses políticos de todos los pueblos germánicos fueran confiados a las decisiones de un príncipe para quien el espíritu alemán era totalmente extraño, y que fue el más conspicuo representante de una concepción del estado románica, no alemana: Carlos Quinto, rey de España y Nápoles, archiduque hereditario de Austria, emperador romano electo y soberano del reino de Alemania, devorado por la ambición de la supremacía mundial, al cual realmente le hubiera sido más conveniente gobernar en Francia; este soberano, repito, no demostró tener otro interés para con Alemania que no fuera el de unirla a su imperio y convertirla en una monarquía gobernada con mano de hierro, al modo español.
Con Carlos V se manifestó ya el ominoso destino que parece condenar a casi todos los soberanos alemanes, el de comprender deficientemente la naturaleza del espíritu alemán; por lo menos entonces se le opusieron la mayoría de los príncipes, cuyos intereses en ese momento, gracias a un hado favorable, coincidían con los del espíritu del pueblo alemán. Es difícil conjeturar el modo en que se habría resuelto la todavía actual cuestión religiosa si, para el honor del espíritu alemán, Alemania hubiera tenido por aquel entonces un genuino y patriótico dirigente como emperador, alguien semejante a Enrique VII de Luxemburgo5. De todas maneras, en lo que sí se puede convenir es en el hecho de que el movimiento reformista no fue concebido originariamente para proceder a una separación con la Iglesia Católica; al contrario, fue un intento de estrechar y restaurar la unión general de la Iglesia, poniendo fin a los repulsivos abusos de la Curia romana, tan hirientes para los sentimientos religiosos generales. Lo que de bueno y de significación trascendental para el mundo resultara de todo ello no podemos valorarlo sino de manera aproximada; pero de lo que no cabe duda es de los resultados desastrosos que tuvo el conflicto del espíritu alemán con el gobernante supremo del Imperio alemán, totalmente ajeno a él. Desde entonces arrostramos una profunda división religiosa, lo que no deja de ser una terrible desgracia. Sólo una religión universal puede ser una auténtica religión; en cambio, la existencia de diversas confesiones, una de las cuales queda establecida políticamente después de haber adquirido su preeminecia sobre las otras merced a un contrato con el estado, no es sino una manifestación de que la Religión está en trance de disolución. En medio de este conflicto, el pueblo alemán fue llevado casi a su total hundimiento, faltando muy poco para que esto ocurriera como consecuencia de los estragos de la Guerra de los Treinta Años. En definitiva, si en alguna ocasión los príncipes alemanes han trabajado en común con el espíritu alemán fue en el momento de su enfrentamiento con Carlos V, aunque desde aquel momento nuestros príncipes han echado a perder su comprensión de ese espíritu. Las secuelas están a la vista en nuestra vida pública contemporánea: la naturaleza alemana no adulterada se bate en retirada progresivamente. El alemán está en parte convirtiendo sus disposiciones innatas en apatía, y en parte también en fantasiosidad; y mientras el noble e incluso el hombre de leyes van deviniendo figuras anticuadas, los soberanos de Prusia y Austria se han acostumbrado gradualmente a sostenerse sobre los hombros de sus súbditos con la ayuda de israelitas.
Este singular fenómeno, el asalto de la esencia alemana por un elemento completamente foráneo, guarda algo más en su interior de lo que queda a la vista superficialmente. Debemos ante todo darnos cuenta con la suficiente claridad que hay una naturaleza extraña que nos obliga, siempre en el grado a que haya llegado su fusión con nosotros, a transformar lo que entendemos por esencia alemana mientras la va explotando parasitariamente. En cualquier lugar del mundo parece ser el deber de los judíos mostrar a las naciones de la moderna Europa cómo extraer de las cosas un provecho que ellos habían ignorado o del que no habían querido hacer uso. Los polacos y los húngaros no entienden el valor que para ellos mismos tiene el desarrollo del tráfico comercial; en esto, llegan los judíos y proceden a dar curso a ese desarrollo, apropiándose de los beneficios desdeñados por unas naciones europeas que hasta ahora no habían reconocido las infinitas ventajas, para la economía general de la nación, de un ordenamiento de las relaciones del Trabajo y el Capital en concordancia con el moderno espíritu de la empresa burguesa. Los judíos ponen sus manos sobre las nuevas fuentes de lucro y tomando como fundamento la estancada y menguante prosperidad de la nación, los banqueros judíos acumulan sus gigantescas riquezas. Hermoso y entrañable resulta ser el punto flaco del alemán, consistente en negarse a convertir en provecho personal la pureza de sus sentimientos y visiones interiores, particularmente cuando esto ha de tener lugar en el ámbito de la vida pública, pues tengo por patente el hecho de que alcanzar un provecho en el terreno de la política ha sido algo muy inhabitual en el caso del pueblo alemán. Pero mientras que los príncipes alemanes eran incapaces de entender esto, los judíos explotaban esa actitud. Desde que tuvo lugar el renacimiento de la poesía y la música alemanas, solamente fue necesario que los príncipes siguieran el ejemplo de Federico el Grande en su desprecio e ignorancia de las renovadas artes nacionales, que eran evaluadas por ellos de manera injusta y equivocada ateniéndose a los moldes franceses sin permitir verse afectados por el espíritu que en ellas se manifestaba, para dejar abierto un campo en que era visible que había muchos frutos a cosechar a especulaciones de espíritu muy diferente. Al judío le debió dejar muy sorprendido encontrar una tal cantidad de inteligencia y genio que no recibía como compensación otra cosa que pobreza y carencia de éxito. Él no podía concebir que el alemán hiciera simplemente "pour le roi de Prusse" lo que el francés realiza para obtener la "gloire" o el italiano para conseguir "denaro". Los judíos pretendieron corregir lo que les parecía ineptitud de los alemanes, tomando en sus manos la actividad intelectual alemana; y como consecuencia nos vemos obligados a contemplar un odioso travestismo del espíritu alemán, presentado ante el Pueblo alemán como su supuesto retrato. Es muy de temer que llegará algún día en que la nación asuma ese simulacro como su imagen real: entonces una de las más bellas y naturales aptitudes entre todas las propias de las razas humanas será llevada hasta la tumba y perecerá para siempre.
Tenemos que indagar la forma de salvar de un destino semejante al espíritu alemán, y para ello primero de todo debemos intentar señalar con precisión cuáles son las características de la naturaleza alemana.
Una vez más se nos ha de consentir que, concisamente y de forma directa, extraigamos conocimiento sobre la esencia alemana a partir de documentos históricos que la definen en su manifestación exterior. Deutsche es el nombre dado a las razas germánicas que permanecieron en su suelo natal y conservaron íntegras su lengua y costumbres. Incluso de la bella Italia desearon los alemanes retornar a su patria. Es por ello que expulsaron a los emperadores romanos y mantuvieron una adhesión íntima y leal a sus príncipes nativos. En el interior de severos bosques, sobrellevando largos inviernos, calentándose con el fuego del hogar de sus casas en forma de torres elevadas hasta las nubes, mantuvieron durante generaciones incólumes las virtudes de sus antepasados; con los mitos de sus dioses nativos entretejieron una red inextricable de sagas. No se prevenían de las influencias que llegaban del extranjero; amaban viajar y observar; luego, llenos de impresiones extrañas, deseaban imitarlas; a pesar de todo, pronto encaminaban sus pasos hacia la patria, donde sabían que serían realmente comprendidos; allí, en su hogar nativo, contaban lo que habían visto y hacían una relación de los lugares extranjeros que habían cruzado. Leían leyendas y libros célticos y romanos, y más tarde franceses, los interpretaban a su modo; y mientras los romanos, los galos o los franceses no tenían noticia de ellos, los alemanes estudiaban atentamente su modo de ser y sus formas de comportamiento. No obstante, no pretendían abrirse con ello frívolamente a lo foráneo simplemente por serlo, sino que querían entenderlo a la manera germánica. Por ejemplo, se dedicaban a verter los poemas extranjeros al alemán con vistas a obtener un conocimiento íntimo de su contenido. De esta manera despojaban lo extraño siempre que les era necesario de sus elementos accidentales y externos, de todo a aquello que era para ellos ininteligible, con la intención de poder presentarlo puro y desnudo. Lograron así, mediante esfuerzos que les eran naturales, extraer a partir de producciones extranjeras una imagen de sus motivos puramente humanos. Parsifal y Tristán asumieron una conformación completamente nueva gracias a los alemanes; y mientras los originales se han convertido en meras curiosidades que no conservan ninguna importancia para la historia de la literatura de esos países, en sus contrapartidas alemanas reconocemos trabajos poéticos de valor duradero.
Con ese mismo espíritu tomó prestados el alemán elementos cívicos del extranjero. Bajo la protección de los castillos, se expandieron las villas de los burgueses; pero los habitantes de las florecientes villas no demolieron los castillos, sino que las "ciudades libres" rindieron homenaje al príncipe: los industriosos burgueses se ocuparon de adornar los castillos de sus antiguos señores. El alemán es conservador: su patrimonio espiritual ostenta el sello de todas las épocas; él va atesorando lo viejo, ya que sabe muy bien cómo extraer provecho de ello. Le es más querida la conservación que la ganancia: allegar lo Nuevo solamente tiene valor para él si sirve para revestir lo Viejo. No desea nada del exterior, pero no desea que se le pongan trabas en el interior. No ataca a nadie, ni permite que se le ataque. Se toma la religión con la mayor seriedad: la corrupción ética de la Curia romana, con su influencia desmoralizante sobre el clero, le dolía en lo más hondo. Por libertad religiosa no entendía otra cosa que el derecho a ponerse en comunicación honesta y seria con lo Sagrado. En llegar a tocarse estas cuestiones, el alemán se acalora y disputa con el apasionamiento oculto del hasta entonces amigo de la paz y de la tranquilidad. La política andaba unida inextricablemente a todos estos asuntos espirituales, y la cuestión clave que se debatía era la de si Alemania iba a convertirse en una monarquía como la española, si el libre Imperio quedaría a los pies de un emperador de omnímodo poder, con los príncipes obligados a desempeñar el mero papel de cortesanos. Ningún otro pueblo tomó las armas para oponerse a los ataques dirigidos a su libertad interior, a su esencia auténtica e íntima, como el alemán: no hay comparación posible en la historia de cualquier otra nación con la obstinación mediante la que los alemanes se labraron su ruina antes que acomodarse a elementos invasores que eran extraños a su naturaleza. Este es un punto muy importante. Las consecuencias de la "Guerra de los Treinta Años" significaron la destrucción de la nación alemana; todavía hoy, nuestras posibilidades de alcanzar un despegue nacional no encuentran otro obstáculo que los efectos de aquella guerra. Pero si la nación fue aniquilada, el espíritu alemán sobrevivió a todas las pruebas. La esencia de ese espíritu es lo que llamamos genio en el caso de las extraordinarios dones de las individualidades cuando no se ponen al servicio del provecho mundano. El objetivo que podía llevar a otras naciones a lograr finalmente un tipo de compromiso, la búsqueda de seguridad de carácter pragmático a través de la cual el provecho puede encontrar su acomodo, no era muy factible que sirviera de cauce y control para los alemanes: en el tiempo en que Richelieu forzaba a los franceses a aceptar las leyes del ventajismo político, la nación alemana estaba completando su naufragio; pero aquello que nunca podía ser constreñido a servir las leyes del beneficio político, el espíritu alemán, sobrevivió y es precisamente gracias a lo cual se operó la renovación nacional.
Un pueblo que vio su población reducida a un décimo de su número anterior a la guerra, no podía conseguir que su significación sobreviviera sino en la memoria de cada uno de sus miembros supervivientes. Incluso esa memoria tenía primero que ser revivida y trabajosamente reconstruida, comenzando por las más preclaras de las mentes. Uno de los rasgos más maravillosos de la historia del espíritu alemán lo constituye el hecho de que en el período más temprano de su evolución llegó a asimilar de la manera más íntima las influencias procedentes del extranjero, mientras que ahora, cuando la nación había perdido la base para desarrollar una política de poder cara al exterior, proyectara hacia afuera una renovación que sólo tenía lugar aprovechando su más propio e íntimo acopio de fuerzas. El recuerdo (Erinnerung) convertíase ahora en realidad en un proceso de autoconciencia o autodescubrimiento (Er-Innerung); a partir de su interioridad más profunda el alemán se modeló a sí mismo con el deseo de protegerse de las nuevas y demasiado poderosas influencias externas. No estaba ya en cuestión su existencia externa, que había sido asegurada por la perduración de las dinastías principescas alemanas, aunque ¡ay! el título de emperador románo-germánico también se había perpetuado. Pero era de hecho su naturaleza más auténtica, ignorada por la mayoría de estos príncipes, lo que el espíritu alemán pugnaba por preservar, otorgándole nuevas fuerzas. En cambio, a lo que tenía que confrontarse lo que quedaba del pueblo alemán era al aparato y uniforme francés de las cortes, con la peluca y la coleta, y todas esas ridículas imitaciones de la galantería francesa; así hasta los burgueses, incorporando un gran aderezo de florituras francesas, abandonaron el idioma en manos de los campesinos. Mas cuando hasta la nativa apariencia exterior de su lengua se estaba perdiendo, permaneció para el espíritu alemán un último reducto, un santuario jamás imaginado donde podía comunicar la historia de su corazón a otros corazones. De los italianos los alemanes habían adoptado la música en su provecho. A quien quiera aprehender la magnífica individualidad, pujanza y significación del espíritu alemán mediante una imagen incomparablemente expresiva, déjesele echar una mirada penetrante a la figura del músico mas enigmático y de aparición más inexplicable, que no es otro que Johann Sebastian Bach. Bach resume la historia de la vida interior del espíritu alemán durante la traumática centuria en que se produjo la extinción casi completa de Alemania como pueblo. Observad esa cabeza, disparatadamente cubierta casi por completo con la peluca francesa; contemplad a ese maestro, un pobre organista y cantor, que ha de desplazarse de un sitio a otro a lo largo de su Turingia natal, empleándose en diminutas localidades, muchas de las cuales ya no nos suenan por su nombre; tened en cuenta la indiferencia que le rodeó en vida, hasta el punto que ha requerido el paso de un siglo para rescatar sus obras del olvido; considerad que la música estaba en su época aherrojada por formas artísticas que eran la verdadera imagen de la sequedad, la rigidez y la pedantería, como si se le hubieran colocado peluca y coleta a las notas, y admirad el mundo de profundidad insondable que el gran Sebastián construyó a partir de esos elementos. Yo me limitó a apuntar meramente lo que esa creación significa, ya que es imposible llegar a expresar su riqueza y sublimidad, o la importancia de un obra que lo abraza todo, utilizando la medida normal de los términos. Si aspiramos ahora a realizar un examen de los frutos logrados por el renacimiento del espíritu alemán en los campos de la poesía y la filosofía, lo podremos efectuar solamente después de haber podido captar a través de la figura de Bach la esencia auténtica del espíritu alemán, pues fue en su obra donde ese espíritu retuvo su asiento y comenzó sin pausa la forja de una nueva conformación, precisamente cuando parecía que había sido aniquilado y estaba condenado a desaparecer del mundo. Una biografía de este hombre ha aparecido recientemente y el Allgemeine Zeitung ha publicado su recensión. No puedo resistir la tentación de citar algunos pasajes de esa reseña: "Con esfuerzo y rara fuerza de voluntad combatió para salir de la pobreza, buscando llegar a la mayor altura en su arte mientras dispensaba a manos llenas una casi inconmensurable cantidad de las más gloriosas obras maestras, en una época además en que nadie podía llegar a comprenderlo o valorarlo con justicia, y murió bajo la opresión de las más pesadas cargas, solitario y abandonado, dejando a su familia en la pobreza y la privación…. La tumba del músico se cerró sobre el hombre exhausto que abandonaba este mundo sin que sonara en su honor una canción o tañido fúnebre, porque la penuria de su casa no permitía costearlos… Seguramente, la razón de que nuestros compositores encuentren tan raramente biógrafos se debe a que su fin es habitualmente muy triste e infortunado." Y mientras esto estaba ocurriendo con el gran Bach, solitario refugio y nuevo portaestandarte del espíritu alemán, las grandes y pequeñas cortes de los príncipes alemanes se hallaban rebosantes de compositores de ópera italianos y virtuosos, recompensados con los mayores honorarios, para que exhibieran ante la Alemania superficial los residuos de un arte a los que hoy en día no se les prestaría la menor atención.
Más tarde el espíritu de Bach, el espíritu alemán, dio un paso adelante, saliendo del santuario de la música divina, refugio donde se había producido su renacimiento. Cuando apareció el Götz de Goethe, se alzó un grito de alegría: "¡Esto es alemán!" Y teniendo en cuenta las semejanzas existentes, el escritor alemán, al llegar a conocer la manera de mostrarse a sí mismo, mostró al mundo cuál era la interpretación auténtica del significado de la obra de Shakespeare, la cual cosa al pueblo inglés le resultaba todavía imposible. Las producciones que el espíritu alemán supo extraer de sí mismo no eran sino la consecuencia de un deseo íntimo de crecer que había devenido consciente. Y esta conciencia fue la primera en proclamar al mundo que lo Bello y lo Noble no podían venir al mundo mientras se andaba en pos del provecho y el beneficio, ni tampoco si se hacía en pos de la fama y el reconocimiento. Cualquier cosa creada en el sentido de esta enseñanza es alemán y, por consiguiente, grande; y solamente a partir de las creaciones que ostentan ese sello podrá elevarse Alemania a la grandeza.
Pero para nutrir de grandeza al Pueblo alemán teniendo como fundamento el espíritu alemán es necesario que los gobernantes lleguen a comprender bien éste. El pueblo alemán durante su renacimiento llegó a la maduración de sus más altas facultades haciendo uso de su temperamento conservador, de su apego íntimo a lo propio, a su propia idiosincrasia: una vez esto le llevó incluso a derramar su sangre por la preservación de sus príncipes. Tal prueba debió haber servido a los príncipes para comprender cuáles son las cualidades del Pueblo alemán al que pertenecen; pues el esfuerzo de reorientación y reconstrucción de la esencia del Pueblo que hemos ya descrito debe constituir el terreno sólido en que los príncipes han de colocar los cimientos para construir una nueva alianza con el pueblo. Ha llegado el tiempo supremo en que los príncipes deben dirigir su mirada hacia ese renacimiento para combatir el peligro que amenaza a la vida pública alemana, el cual ya ha sido indicado a lo largo de este trabajo. ¡Ay de nosotros y del mundo si la nación misma se salva esta vez, pero el espíritu alemán se desvanece!
¿Cómo podríamos concebir un estado de cosas en que el Pueblo alemán permaneciera, mientras el espíritu alemán alzara su vuelo para desaparecer? Pensarlo seriamente y con rigor resulta más opresivo que meramente imaginarlo. Cuando yo definía la esencia y las funciones del espíritu alemán, me mantuve siempre en la perspectiva de un feliz desarrollo de los más significativos atributos del pueblo alemán. Pero es que la fuente de donde mana el espíritu alemán es también de donde han fluido todas las corrientes que han provocado los sucesivos derrumbes históricos del pueblo alemán. La capacidad de sumergirnos muy profundamente en nuestro interior, y poder observar así, de manera lúcida y escrupulosa, el mundo exterior, presupone siempre una disposición para la meditación, la cual, al menos cuando se trata de un don individual, es muy fácil que se transforme en el amor por no hacer nada, en una actitud completamente flemática. Aquello que en su manifestación más propicia nos sitúa cerca del supremo don del pueblo antiguo de los hindúes, puede tomar también el aspecto del rasgo común a los orientales que es la letargia; por lo tanto, incluso ese ejercicio destinado a la consecución de facultades superiores puede convertirse en una maldición para nosotros, transportándonos hacia una autocomplacencia fantasiosa. Que Goethe y Schiller, Mozart y Beethoven han nacido de la matriz del pueblo alemán es un hecho incontrovertible, lo que puede demasiado fácilmente tentar a la mayor parte de los talentos mediocres a considerar como propias a esas grandes mentes por derecho de nacimiento, e incluso a persuadir demagógicamente a las masas que ellos mismos son Goethe, Schiller, Mozart y Beethoven. Nada hace tender más a la inactividad y el relajamiento que una alta opinión de uno mismo, la creencia que cada uno de nosotros es ya de por sí algo grande y no necesita ninguna clase de esfuerzos y fatigas para arribar a la grandeza. Esta disposición es característica de los alemanes, y en consecuencia ningún otro pueblo requiere más ser sacudido y obligado a ayudarse a sí mismo para actuar en su verdadero provecho, que el alemán. Pero los príncipes y los gobiernos alemanes han seguido la tendencia opuesta. Según lo dicho por Börne, ha estado reservada a los judíos la tarea de hacer resonar la primera llamada para despertar a los alemanes de su letargo; y, aunque lo hayan hecho sin esa intención, la consecuencia de ello ha sido arrojar a los alemanes desde la más grande falta de comprensión de su naturaleza hacia el pozo de la más horrible confusión. Fue esa incomprensión la que provocó que el canciller austríaco príncipe Metternich, en los días que ostentaba el liderazgo político de Alemania con sus procedimientos característicos de gabinete, considerara que las aspiraciones de las Burschenschaften alemanas eran idénticas a las ya anticuadas del club jacobino de París, tomando de acuerdo con tal equivocada visión medidas hostiles contra ellas, permitiéndose así que los judíos tomaran ventaja de la situación actuando desde sus márgenes, mientras buscaban no otra cosa sino su provecho particular. En esta época, si el especulador judío jugaba bien sus cartas, podía no sólo situarse en el meollo del estado alemán para explotarlo y utilizarlo a su antojo, gobernándolo, sino que poco faltó para que lo convirtiera por entero en su propiedad.
Ahora bien, a pesar de todo, les resultó imposible a la postre gobernar Alemania, ya que esto devino un asunto cada vez más complicado. La causa estribaba en el hecho de que los gobiernos alemanes juzgaban a sus pueblos según el esquema aportado por los acontecimientos franceses, con lo que no se pudo evitar que aparecieran aventureros dispuestos a enseñar al postrado espíritu alemán cómo aplicar las máximas políticas francesas a la estimación que le merecían sus gobernantes. La era del demagogo había ciertamente arribado, pero después de una ominosa preparación. Cada nueva revolución parisina tuvo pronto su correspondencia en Alemania, al igual, por supuesto, que cada nueva y espectacular ópera procedente de París subía inmediatamente a los escenarios de los teatros de Corte en Berlín y Viena, ofertándose desde allí como un modelo para toda Alemania. No creo equivocarme al asignar el calificativo de no alemanas a todas las revoluciones que se han ido sucediendo en nuestro país. La democracia en Alemania es algo totalmente adventicio. Existe meramente en y para la Prensa, y lo que la Prensa alemana sea cada uno debe averiguarlo por su cuenta. Por ello, y de una manera bien infortunada, esta trasplantada democracia alemana, en realidad franco-judaica, no ha servido sino como instrumento, pretexto y engañosa máscara para menospreciar y maltratar al espíritu del Pueblo alemán. Con la finalidad de ganar seguidores entre el pueblo, la "democracia" ha asumido hasta donde podía cierta fisonomía pretendidamente alemana, mudándose las palabras alemanidad, espíritu alemán, honestidad germana, libertad alemana y costumbres alemanas en reclamos publicitarios, los cuales no provocan sino disgusto en aquellos que han adquirido una cultura genuinamente alemana y se han visto obligados a contemplar con pena la singular comedia ejecutada por agitadores que no tienen nada en común con el pueblo alemán, pero que no dudan en hacer alegaciones en su nombre sin permitir a ese mismo pueblo decir nada en su propio vocabulario. Los desconcertantes fracasos del tan cacareado movimiento de 1848 se explican fácilmente si atendemos a la curiosa circunstancia de que los alemanes auténticos creyeron súbitamente encontrarse a sí mismos representados por una raza de hombres que en realidad les era ajena. Mientras que Schiller y Goethe habían conseguido que el espíritu alemán irradiara sobre todo el mundo, sin abusar de una palabrería que tomaba la mayoria de las veces ese mismo espíritu en vano, los especuladores democráticos llenaron todas las librerías e imprentas, para las que se utilizaba el apelativo de "populares", para no hablar de los teatros propiedad de sociedades anónimas por acciones, de vulgares y absolutamente insípidas imitaciones extranjeras, no sin colocarlas bajo el remoquete manoseado de lo "alemán" para atraer así con un falso señuelo a las indolentes multitudes. Y hemos llegado realmente ya tan lejos que hoy día nos vemos obligados a contemplar cómo el pueblo alemán presta invariablemente su atención a todas estas necedades: la tendencia nacional hacia la inactividad y la letargia está derivando hacia una satisfacción de tipo fantasioso con respecto a nosotros mismos; y es que el pueblo alemán está ya tomando parte de manera muy activa y señalada en la ejecución de esta vergonzosa comedia. Con temor el espíritu alemán reflexivo tiene que contemplar esas reuniones festivas fatuas e inanes, con sus procesiones teatrales, sus estúpidos discursos, y las tristes y vacías canciones con las que se intenta hacer creer al pueblo alemán que es algo especial por naturaleza y que no necesita realizar ningún esfuerzo para alcanzar la excepcionalidad.
Hasta aquí el primitivo artículo del año 1865. Mi proyecto era el de poner en marcha un diario político mediante el que abogar en favor de las tendencias que recibían cumplida expresión en el artículo. Herr Julius Fröbel declaró su disposición a asumir la tarea y así vio la luz del día la Süddeutsche Presse. Desgraciadamente descubrí pronto que los puntos de vista de Herr Fröbel en todas estas cuestiones eran muy diferentes a los míos, por lo que un buen día nuestros caminos se separaron. Y es que la idea de que el arte no debe ser puesto al servicio de ninguna causa que no sea la de su propio honor, le era tan antipática a su manera de ser que llegó a provocarle un ataque de lágrimas y sollozos.
No obstante, yo tenía realmente otras razones para dejar inacabada mi tarea, puesto que su temática me confundía más y más. Agravaban mi perplejidad las impresiones suscitadas por los acontecimientos que tuvieron lugar durante los importantes años que siguieron al momento en que este artículo fue comenzado. ¿Qué sensaciones no pudo experimentar el alemán durante ese año de 1870, sorprendido ante las fuerzas que se manifestaron entonces, como también ante el coraje y determinación con las que el hombre que era evidente que sabía sabía cosas que los otros desconocíamos puso en acción esas fuerzas?6 Pero también durante ese tiempo se hicieron manifiestas muchas novedades a las que cabía poner muchas objeciones. Quienes como nosotros, con el espíritu de nuestros grandes maestros en el corazón, fuimos testigos de la peculiar conducta de nuestros paisanos desafiando la muerte vestidos con el hábito de soldado, nos regocijamos cordialmente escuchando el Kutschkelied7 y más profundamente nos vimos afectados por el "feste Burg" de antes de la guerra y el "nun danket Alle Gott" que sonó cuando la guerra hubo finalizado. Pero para dejar las cosas bien claras, encontramos asimismo muy difícil de comprender cómo pudo el infinito coraje de nuestros patriotas inflamarse con algo semejante a la "Guardia del Rhin", un producto que no merece otra calificación que la de nauseabunda canción de taberna, apta para que los franceses se la dediquen a uno de esos vinos renanos que bien pronto les han hecho tan felices. Sin lugar a dudas, podían los franceses burlarse en esta ocasión de nosotros cuanto les apeteciera, ya que ni siquiera su "allons enfants de la patrie" puede en esta ocasión ser menospreciado en favor de "lieb Vaterland, kannst ruhig sein". Cuando nuestras victoriosas tropas iniciaban su vuelta a casa, llevé a cabo consultas privadas en Berlín, suponiendo que iban a tener lugar toda serie de grandes solemnidades, para saber si se me permitiría componer una pieza de música con vistas a ser interpretada a tal efecto y que estuviera dedicada a celebrar tan sublime acontecimiento. La respuesta fue ésta: tras un retorno tan afortunado, no se deseaba realizar ningún preparativo especial que provocara impresiones dolorosas. De esa misma manera discreta, sugerí otra pieza con destino a acompañar la entrada de las tropas, al final de la cual, coincidiendo quizás con el momento en que había de hacer su paso el victorioso monarca, los cantores que tan bien representados están en el ejército prusiano podían unirse a los efectivos instrumentales interpretando una canción patriótica. No, fue otra vez la respuesta, no era necesario que se produjeran significativas alteraciones en preparativos programados desde hacía ya tiempo, y por lo tanto se me aconsejaba que no realizara la propuesta. Arreglé mi Kaisermarsch para la sala de conciertos. En cualquier caso, no hubiera debido esperar que el espíritu alemán, que se alzaba de nuevo en el campo de batalla, encontrara tiempo para distraerse con las invenciones musicales de un a todas luces muy arrogante compositor de óperas. Sin embargo, fueron otras experiencias de variada especie las que me hicieron sentir gradualmente inseguro en el nuevo Reich; por eso, cuando llegó el momento de editar el último volumen de mis obras completas, como ya he mencionado más arriba, no pude encontrar incentivos de carácter positivo para completar mi artículo ¿Qué es alemán?.
Cuando en una ocasión posterior expresé mi opinión acerca del carácter de las representaciones berlinesas de mi Lohengrin, el editor del Norddeutsche Allgemeine Zeitung me reprendió, pues daba la impresión que yo me consideraba a mí mismo arrendatario único del "espíritu alemán". Yo acepto la indirecta y renuncio al arriendo. Por otro lado, estaría muy satisfecho de encontrar una acuñación efectuada por la totalidad del nuevo Reich alemán, precisamente en el momento en que podía oirse que la moneda en circulación, que supuestamente no iba a ajustarse a la medida de ninguno de los Grandes Poderes, sí que debía permanecer sujeta a la "tasa de cambios" que la liga al franco y al chelín: la gente me decía que esto colocaría en una posición muy delicada al comerciante corriente pero que sería muy ventajoso para el banquero. Mi corazón alemán palpitaba lleno de alegría cuando liberalmente votamos por el "libre comercio". Y eso que muchas y muy variadas necesidades se manifestaban a lo largo y a lo ancho del país, en una situación que prevalece todavía, donde el trabajador se muere de hambre y el industrial se arruina pero los negocios no dejan de florecer8. Para participar en estos "negocios" a gran escala, ha sido además recientemente patentada la nueva figura del corredor de bolsa del Reich; y, con vistas a servir de ornato y dignificación de las festividades de boda de sus altezas, el nuevo ministro inició la danza de la antorcha con etiqueta oriental9.
Todo esto puede ser bueno y muy adecuado a la naturaleza del flamante Reich alemán; no obstante, yo no puedo por más tiempo seguir sondeando en la interpretación de los acontecimientos recientes, y en consecuencia me considero a mí mismo falto de la necesaria cualificación para proporcionar ulteriores respuestas a la pregunta sobre la esencia de lo alemán. ¿No podría el señor Constantin Frantz10, por ejemplo, ofrendarnos su espléndida ayuda? ¿O quizás el señor Paul de Lagarde11? Ellos, desde este momento, deben considerarse invitados amistosamente a responder a la cuestión fatal, y así proporcionar instrucción a los miembros de nuestro pobre patronato bayreuthiano. Si ellos, gracias a un hado favorable, tuvieran ocasión de ir más allá de lo hecho por mí en lo referente a mis puntos de vista, esbozados a lo largo del artículo precedente, sobre Johann Sebastian Bach, yo me vería otra vez con ánimos de relevar de su tarea a mis espero que futuros colegas. ¡Qué importante sería ganar el favor de estos escritores mediante esta pública apelación mía!
Notas:
(1) Wagner se refiere a Hans von Wolzogen (1.848-1.938), redactor jefe de las Bayreuther Blätter (Chemnitz y después Bayreuth, 1.878-1.938).
(2) Jacob Grimm (Hanau, 1785-Berlín, 1863). Conocido principalmente por todo el mundo como el compilador junto a su hermano Wilhelm (Hanau, 1786-Berlín, 1859) de los famosos Cuentos infantiles y del hogar (1812), este pionero de la filología alemana es autor, en solitario o también en colaboración con su hermano, de otras importantes obras eruditas, entre ellas las siguientes: Poesía de los maestros cantores (1811), de la que Wagner sacaría mucha información para la redacción del libreto de sus Maestros cantores de Nuremberg; un importantísimo y fundamental Diccionario alemán (1852-1858); y la Historia de la lengua alemana (1848). Se le debe también la formulación en 1.822 de una importante ley sobre la mutación consonántica en la evolución de las lenguas germánicas, según la cual, por citar algunos ejemplos, las oclusivas sonoras se hicieron sordas, las oclusivas sordas, fricativas, y las oclusivas sonoras aspiradas, fricativas sonoras.
(3) Johann Joachim Winckelmann (Stendal, Brandeburgo, 1717-Trieste, 1768) Historiador del arte alemán, tenido por el fundador de la arqueología clásica moderna. El desempeño en Roma de los cargos de bibliotecario y conservador de las colecciones de antigüedades griegas y romanas del Vaticano, junto a los viajes realizados a Pompeya, Herculano y Nápoles - las excavaciones más tempranas que desenterraron las dos primeras ciudades, sepultadas en el siglo I de nuestra era por el Vesubio, databan de poco tiempo antes de que Winckelmann las visitara - le permitieron profundizar en el conocimiento del arte grecorromano, para luego verterlo en obras tan significativas como Historia del arte en la Antigüedad (1764), Reflexiones sobre la imitación de los griegos en la escultura y la pintura (1755) y Monumentos antiguos inéditos explicados e ilustrados (2 vols., 1767). Evidentemente sus trabajos se han visto superados con el tiempo, entre otras cosas gracias a las excavaciones emprendidas en suelo griego a partir del siglo posterior, pero aún resulta sorprendente la manera en que este investigador, sirviéndose de pocos originales, ya que trabajó principalmente con copias romanas, pudo relacionar todo el material a su alcance con la información sobre esculturas y monumentos que le llegaba de las fuentes escritas del pasado clásico, y así determinar las características de cada escuela e incluso identificar el artista griego a que correspondían muchas obras. Se convirtió también en uno de los más importantes teóricos del gusto neoclásico, haciéndose muy famosa la máxima en que compendiaba su concepción de la “belleza ideal”: "edel Einfelt und stiller Grösse" (“noble simplicidad y quieta grandeza”). Este paradigma teórico explica la imagen que se hizo de la Grecia Antigua y que hemos heredado todavía hoy de él, un mundo habitado por jóvenes atléticos de torso desnudo moviéndose entre arquitecturas y esculturas de equilibrada concepción y blancura marmórea, que vamos sabiendo que tenía poco que ver con la realidad, empezando por el detalle de que edificios y estatuas se decoraban policromamente, y el blanco que ostentan en la actualidad se debe sólo a que han perdido sus colores como consecuencia de la acción del tiempo. A este campeón del neoclasicismo se le colaron en sus escritos algunas gotas del prerromanticismo que estaba en el ambiente, y quizás en donde más se evidencia esto es en su constante denigración del arte romano frente al arte griego, que para él constituía el ideal de perfección; una fobia antilatina que seguramente se fundamentaba en su condición de alemán. El arte romano no sería así otra cosa que una imitación servil y sin espíritu del arte helénico, es decir pura forma sin verdadero contenido. A partir de ahí autores como por ejemplo Wilhelm von Humboldt (Potsdam, 1767-Tegel, 1835), forzando la interpretación de lo manifestado por Winckelmann, llegaron a desarrollar la idea de que la “forma románica”, herencia del arte romano antiguo, había suprimido lo “puramente humano”, contenido último de la “forma griega”, quedando para los alemanes la misión de lograr la restitución de lo supuestamente abolido por las naciones latinas, y ello gracias a la “informidad” de las manifestaciones del espíritu alemán, una evidente desventaja hasta ahora frente al mundo mediterráneo, italiano y francés, pero que ahora, merced al estudio apropiado y auténtico de la Antigüedad clásica helénica, se iba a convertir en una ventaja. No es cometido de esta nota ahondar en lo que tal galimatías tenga de cierto, pero sí la de poner de manifiesto que esta era la creencia de Wagner, expuesta en el mismo texto que apostillamos y en otros.
(4) Gotthold Ephraim Lessing (Kamenz, 1729-Brunswick, 1781). Este escritor alemán ha sido considerado la figura más importante de la Ilustración de su país en el campo de las letras, junto a Lichtenberg, un inteligente coleccionista de aforismos. Ello antes de que con Herder y los otros autores del Sturm und Drang tuviera lugar una reacción antiilustrada y de marcado sesgo nacionalista, la cual tiño la literatura alemana posterior casi sin excepción de una coloración irracionalista. Tuvo una existencia errante, después de haber abandonado sus estudios teológicos y desechado la profesión de clérigo luterano, la natural para un hijo de pastor como era él; desempeñó varias ocupaciones, entre ellas las de secretario del general Tauentzien en Breslau (1760-1765), consejero en el teatro nacional de Hamburgo (1767-1770) y bibliotecario en Wolfenbüttel a partir de 1770. Cultivó muchos géneros, descollando en el dramá tico, al que brindó producciones tan significativas como Minna von Barnhelm (1767) y Emilia Galotti (1772), ambas pertenecientes al alborear del teatro burgués, donde recogiendo la lección de la novela sentimental se elevaban a personajes de extracción burguesa al rango trágico, pues hasta el momento la tragedia había sido coto exclusivo de personajes nobiliarios. Precisamente en estas tragedias burguesas los nobles aparecen retratados como antagonistas de las virtudes de la clase emergente, a cuya apología sirven las obras de esta tendencia. Otra obra dramática muy importante de Lessing es Nathan el Sabio (1779), representativa en grado sumo de los ideales ilustrados en su exposición del valor y necesidad de la tolerancia religiosa y en su formulación de un deísmo panteísta claramente derivado de Spinoza. Es autor también de unas Fábulas (1759); y en el campo teórico de unas Cartas sobre la literatura (1759-1765), de los artículos críticos reunidos en Dramaturgia de Hamburgo (1767 -1769), y del notable tratado de estética Laocoonte (1766-1768). La Dramaturgia hamburguesa es importante por el ataque que se hace en ella de las convenciones del teatro clásico francés, tradición dramática a la que acusaba de haber esquematizado en demasía las reglas propuestas por Aristóteles en su Poética, y también por la consideración privilegiada que le da a Shakespeare por vez primera como modelo fundamental para el teatro moderno, con lo que sienta el precedente para la labor de la posterior crítica literaria de cuño romántico, y dirige también a los autores alemanes por un camino que Goethe con su Goetz von Berlichingen sería el primero en transitar. En el Laocoonte, cuyo título hace referencia a la famosa escultura helenística que representaba al sacerdote troyano y a sus hijos ahogados por serpientes como castigo de los dioses por haber advertido a sus conciudadanos del peligro que encerraba el Caballo de Troya, Lessing plantea una polémica precisamente en oposición a Winckelmann, quien en una de sus obras había hecho una comparación entre Homero y Virgilio por su diferente manera de relatar el acontecimiento representado por esa escultura, como es natural para ensalzar al autor griego en detrimento del romano, y había traído a colación también la escultura, la cual era para el arqueólogo alemán un ejemplo de clasicismo cuando nosotros sabemos que es una muestra ejemplar de ese patetismo barroquizante que es una de las tendencias del arte griego en época helenística. La crítica de Lessing se fundaba en la imposibilidad de considerar en paralelo obras plásticas y literarias, pues las producciones de cada ámbito tenían una especificidad que obstaculizaba la equiparación. Así rompía Lessing con el famoso dicho de Horacio "ut pictura poesis", le daba a cada arte su carta de naturaleza sin depender del paradigma que tradicionalmente había proporcionado la retórica, y preparaba, aunque en su texto no quede eso explícito ya que las consideraciones se circunscriben a las bellas artes y a la literatura, la reivindicación romántica de la música instrumental como arte de jerarquía superior, no pese a su desvinculación respecto a la palabra sino precisamente gracias a ello. No obstante, la teoría de Wagner que gira en torno al concepto de Gesamtkunstwerk (obra de arte total, reunión de todas las artes) vendría a quedar desautorizada sin remisión posible por los postulados críticos de Lessing.
(5) Enrique VII de Luxemburgo (Valenciennes, c. 1274-Buonconvento, cerca de Siena, 1313). Hijo de Enrique VI, conde de Luxemburgo. Emperador germánico (1312-1313). Elegido en 1308 por los príncipes del Imperio como soberano - recuérdese que la corona imperial era electiva -, logró poner Alemania en orden. No se sabe muy bien porqué Wagner lo considera un emperador patriota, contraponiéndolo al más tardío Carlos V, cuando era como él un príncipe de mentalidad, cultura y lengua francesas, y sin más miras que engrandecer a su familia, a la que consiguió instalar en el reino de Bohemia mediante el matrimonio de su hijo Juan con la última descendiente de la dinastía nacional checa de los Premyslidos en 1.310, un éxito familiar que hubo de ser compensado con amplias concesiones a los príncipes alemanes, por lo que la autoridad imperial se vio comprometida. Por otra parte, este soberano también andó empeñado en correrías en Italia, algo a lo que Wagner considera como fuente de todas las desdichas nacionales para la Alemania medieval, entendiéndose aún menos por ello la razón de sus elogios a este emperador. Logró hacerse coronar en Roma (1312), e intentó restablecer la autoridad imperial en tierras del Mediodía aliándose con el declinante gibelinismo local, el partido de la nobleza agraria frente al de los burgueses comerciantes y artesanos llamados güelfos, y recibiendo el apoyo también de algunos desengañados del güelfismo como Dante, que lo saludó en su obra De Monarchia como el restaurador de la paz y la justicia. Fracasó finalmente en su objetivo pues perjudicando los intereses mercantiles y financieros de la burguesía güelfa reveló su miopía y falta de entendimiento de la situación italiana. Enfrentado al Papa Clemente V, el primer pontífice aviñonense, que lo amenazó con sanciones espirituales si no abandonaba Roma y a los Anjou de Nápoles, protectores de los güelfos del norte y centro de Italia, hubo de retirarse a Siena, donde murió súbitamente. Su ejército retirose entonces de Italia, no antes de llevar a cabo toda serie de atrocidades. En definitiva, no hay ninguna diferencia entre Enrique VII y Carlos V, sólo que éste fue más afortunado en sus empresas italianas.
(6) Alusión evidente al principe von Bismarck (1.815-1.898), canciller prusiano y forjador de la unificación de Alemania, quien pese a los elogios de Wagner lo cierto es que llevó a cabo la tarea de la unidad por procedimientos muy dudosos, nada menos que sirviéndose de tres guerras, con lo que el nuevo Reich alemán nació bajo el signo de Marte y se prefiguraron así catástrofes nacionales posteriores. Es curioso además que Wagner condene a Metternich por su política de gabinete y luego salude la de Bismarck, no muy diferente en este sentido. Que uno obstaculizara la unidad alemana como opuesta al statu quo dinástico y el otro la hiciera conciliable con la perpetuación del viejo estado prusiano, no puede hacer olvidar ciertas semejanzas en el proceder de ambos personajes. No obstante, Wagner se redime en muchos de los escritos de estos años, y en muchos parrafos de este mismo que glosamos, cuando condena el militarismo, la carrera de armamentos y la prefiguración de la Weltpolitik, desarrollada luego por los gobiernos menos prudentes del emperador Guillermo II y de consecuencias desastrosas para Alemania y Europa.
(7) Canción que se hizo muy popular entre las tropas alemanas que tomaron parte en la Guerra franco-prusinana, y cuyo nombre deriva de su supuesto autor, un fusilero de nombre Kutschke, aunque más tarde se supo que había sido escrita por el capellán castrense Alexander Pistorius (1811-1877).
(8) No sé cuál sera la impresión que otros wagnerianos se llevaran de la lectura de los escritos políticos salidos de la pluma del objeto de nuestra veneración, pero de mí tengo que decir que me parece que a ninguno de ellos los define la presencia de mucha clarividencia ni tino. En este párrafo del escrito que nos ocupa, en líneas generales erudito y noble pero alejado de la realidad y peligrosamente idealista, hay un claro rechazo de la política económica liberal del Reich alemán en su primera andadura, cuando Bismarck se apoyaba principalmente en el partido nacional-liberal, la cual iba a ser abandonada más tarde, cumpliéndose los designios de Wagner, en un momento que acuciaban las consecuencias de la crisis económica mundial de ciclo largo que se extendió entre 1.873 y 1.896. El retorno al proteccionismo, de efectos nefastos para el mantenimiento del nivel de vida del obrero alemán y propiciador de una politica exterior agresiva, fue además producto de una concomitancia fatal de intereses entre el Junker poseedor de extensos latifundios y el industrial monopolista, la célebre alianza del "grano y el acero". Wagner se equivocaba en esto como en tantas otras cosas por su desconocimiento de los mecanismos de la economía moderna.
(9) Wagner debe hacer alusión aquí al enlace matrimonial del hijo del kronprinz - príncipe heredero en nuestra terminología - de Prusia y por ende del recién fundado Imperio alemán, el futuro emperador Guillermo II.
(10) Escritor alemán que vivió entre 1.817 y 1.891. Su pensamiento político le sitúa claramente dentro de coordenadas muy conservadoras si atendemos a su defensa del asociacionismo corporativo y a su rechazo de los principios de la economía moderna de tipo capitalista. Sus ideas habrían inspirado la reivindicación que hace Wagner en Los maestros cantores del mundo supuestamente idílico de las ciudades libres alemanas y su orden gremial. De acuerdo con el tradicionalismo pequeño-burgués que le caracterizaba, rechazó la idea del Estado alemán de cuño bismarckiano, abogando por un imperio constituido por territorios autónomos. Cuando Wagner en este escrito habla del estado centralizado como el producto de una concepción de la política no alemana sino más bien latina o románica, como queramos decirlo, está abonando las tesis del conservadurismo federalizante de Frantz.
(11) Las ideas de Paul de Lagarde (1.827-1.891) eran hasta cierto punto coincidentes con las de Frantz, pero algo más extremadas. Sus apelaciones místicas al concepto de Volk (pueblo) siguen una línea de pensamiento que arranca de Herder y en esto Wagner, como lo hemos podido comprobar a lo largo y lo ancho de este texto, no le iba a llevar precisamente la contraria. Además los tres, tanto Frantz como Lagarde y Wagner, mostraban un desprecio semejante por la sociedad industrial al considerar que con su materialismo destruía la nación alemana. Las propuestas políticas de Lagarde pasaban por un retorno al modelo medieval de estado orgánico y corporativo, en lo que no se separaba demasiado de Frantz. Pero éste seguía siendo un buen protestante y no podía comulgar con las ideas religiosas de Lagarde, las cuales lograron amplia aceptación en la Alemania de entonces. Defendía una fe sin dogmas y sin iglesia. Su objetivo era la erección de una religión nacional para todos los alemanes, aunque no rechazaba el cristianismo. Sin embargo, Cristo no debía quedar confinado en los límites del dogma ni en una historia fosilizada en la Biblia. La historia no se mantenía inmóvil, y el cristianismo significaba, por tanto, la realización plena y constante de cada hombre mediante la fidelidad a su naturaleza interior. Esta realización plena significaba, a su vez, la integración individual tanto en una religión nacional como en el Volk. El cristianismo, despojado del "veneno judío" del dogmatismo y el historicismo, se generalizaría con una inspiración alemana y aria. Quien haya leído Heroísmo y cristianismo o Religión y arte de Wagner encontrara mucho de equivalente con estas tesis, pero creo que nuestro compositor se muestra mucho más espiritual, y se le ve mucho menos tentado de poner la religión al servicio de un estrecho y peligroso ideal nacional. Tambien aquí, en ¿Qué es alemán?, encontramos el rechazo esplícito por parte de Wagner de este tipo de religión nacionalista y al servicio del poder mundano: "La religión cristiana no pertenece a ningún grupo nacional específico: el dogma cristiano interpela a la naturaleza puramente humana. Sólo cuando se ha aprehendido en toda su pureza ese contenido común a todos los hombres, puede un pueblo llamarse en verdad cristiano."
FUENTE:Publicado en: "Bayreuther Blätter", febrero 1878Tradución y notas de Abel Alamillo para Archivo Richard Wagner
Si la cuestión "¿Qué es alemán?" me resultó en su día tan difícil de responder, causa principal por la que no incluí este artículo inacabado en la "Edición completa" de mis escritos, mis dificultades últimas han tenido que ver con la selección del material que me iba a decidir a publicar, puesto que muchos de los temas discutidos en estos párrafos ya los he tratado con gran extensión en otros ensayos, particularmente en el que titulé "Arte alemán y política alemana". Sirva esto como disculpa por las limitaciones del presente artículo. En todo caso, ahora he intentado dar una conclusión al discurrir de los pensamientos esbozados entonces; y este colofón, que después de trece años de nueva experiencia ha adquirido una coloración propia, será esta vez mi última palabra sobre una cuestión tristemente de la mayor seriedad.
A menudo he considerado para mi propia ilustración la cuestión que gira en torno a lo que debe ser entendido realmente bajo la expresión deutsch (alemán).
Es habitual que los patriotas rindan incondicional homenaje al nombre de su nación; la pujanza de una nación es, sin embargo, lo que en menos estimación ha de tenerse cuando se ensalza el nombre de la patria con todas las muestras de reverencia. Ocurre muy pocas veces en la vida pública de países como Inglaterra o Francia que la gente hable de las virtudes inglesas o francesas, mientras que por el contrario los alemanes están siempre apelando a la profundidad alemana, la gravedad alemana, la fidelidad alemana y otras virtudes similares. Desafortunadamente se ha hecho patente en muchas ocasiones que esta invocación no estaba del todo fundamentada; en cualquier caso, no deberíamos suponer equivocadamente que todas esas cualidades son meras elaboraciones de la imaginación, por mucho que su nombre haya sido tomado a veces en vano. Lo mejor será que efectuemos un paseo por los senderos de la historia para ver si desentrañamos así la idiosincrasia de los alemanes.
La palabra deutsch, de acuerdo con las más recientes y profundas investigaciones, no es en ningún caso el nombre de un pueblo definido por la historia, por lo que no habría ningún pueblo que pudiera reclamar el título original de Deutsche. Jakob Grimm2, por su parte, ha probado que diutisk o deutsch alude meramente a lo que resulta familiar a todos aquellos que se expresan en un idioma común. Fue fácil poner deutsch en relación de contraste con walsch, que para las razas germánicas significa "lo propio de galos y celtas". La raíz de deutsch reaparece en el verbo deuten (apuntar, indicar o explicar): de ahí que deutsch venga a querer decir lo que es claro (deutlich) para nosotros, lo familiar, lo acostumbrado, lo heredado de nuestros padres, lo propio de nuestro suelo. Ahora bien, constituye una evidencia el hecho de que los pueblos que permanecieron en este lado del Rhin y los Alpes comenzaron a llamarse a sí mismos con el nombre de deutsche sólo después que godos, vándalos, francos y lombardos establecieron su dominio sobre el resto de Europa. Mientras los francos dieron su nombre por entero al conquistado país de la Galia, las razas que no se decidieron a pasar al otro lado del Rhin y se consolidaron en los variados troncos de sajones, bávaros, suabos y francos del este, recibieron por primera vez el nombre colectivo de deutsche formando parte del imperio de Carlomagno, siendo Deutschland precisamente el nombre que comenzó a dársele por aquel entonces a la división territorial de ese imperio habitada por todos esos pueblos de la otra ribera del Rhin. En consecuencia, el nombre denota a las poblaciones que, permaneciendo en su ancestral asiento, continuaron hablando su lengua materna, mientras que las razas que gobernaban en tierras románicas abandonaban esa lengua ancestral. Es en torno a la idea de lengua y patria originaria que el concepto deutsch se forjó, y de acuerdo con ello llegó el tiempo en que esos Deutschen pudieron cosechar las ventajas de una semejante fidelidad a su suelo y lengua ancestral, pues una vez abandonado el seno de la patria es imposible que con el paso de los siglos siga teniendo lugar el proceso necesario de renovación incesante y vigorización, por lo cual fue produciéndose una paulatina decadencia de las razas asentadas en tierras foráneas. Moribundas y debilitadas dinastías hubieron de ser relevadas por otras que procedían del primitivo tronco de la patria. Así a los debilitados merovingios les sucedieron los francos del este, los carolingios; a los degenerados carolingios, a su vez, les sucedieron la dinastía de los sajones y luego la de Suabia, las cuales tomaron el cetro de los países germánicos; y cuando el ímpetu original de los francones romanizados pasó a una casa puramente germánica, apareció el extraño pero pregnante apelativo de "Imperio romano de la Nación alemana". En definitiva, de toda esta rememoración de glorias podemos nutrir el orgullo que suele buscarse acudiendo al pasado para encontrar consuelo de las ruinas del presente. Ninguna otra gran cultura popular se ha visto en la obligación de construirse una fama imaginaria como les ha ocurrido a los alemanes. El provecho que pueda acaso proporcionarnos la necesidad de construir tal fantástico edificio a partir de las reliquias del pasado, se verá por ventura más claro si intentamos apercibirnos primero de sus desventajas, en ausencia de todo prejuicio.
Esos inconvenientes, más allá de toda disputa, los encontramos en el terreno de la política. Ya que, de forma bastante curiosa, el período que suele evocarse como el de mayor gloria (Herrlichkeit) del nombre alemán corresponde justamente al que hizo más daño a la esencia alemana, el tiempo en que la autoridad de los soberanos germánicos se extendía sobre pueblos no germánicos. El rey de los alemanes tenía que obtener la confirmación de su autoridad de Roma; el emperador romano no pertenecía estrictamente a los alemanes: las cabalgatas imperiales en dirección a Roma eran odiosas para los alemanes, para los cuales se convertían generalmente en marchas predatorias, durante las que, no obstante, su señor ansiaba el retorno rápido a la patria. Con displicencia seguían los príncipes alemanes al emperador romano en su camino a Italia, mientras que llenos de felicidad regresaban a Alemania. Esta sucesión de hechos es responsable de una gradual merma en la pujanza de la así llamada gloria alemana. Y es que una tal idea del significado de la gloria en realidad no es auténticamente alemana. Aquello que distingue a los alemanes propiamente dichos de los francos, godos y lombardos, es que los últimos se aclimataron en la tierra extranjera donde se establecieron y se fundieron con la población autóctona hasta el punto de olvidar su propia lengua y costumbres. Los alemanes auténticos, por el contrario, se consideraron siempre como extraños en tierra foránea al no sentirse jamás tan a su gusto como en su patria; y de forma muy ostensible observamos cómo los alemanes son odiados en nuestros días en tierras italianas y eslavas al considerárseles extranjeros y opresores, mientras que no podemos dejar de advertir la vergonzosa realidad de que las nacionalidades germánicas aceptan con muestras de bastante buena voluntad ser gobernados por un cetro extranjero, siempre que no les predisponga violentamente en contra de su idioma y costumbres, como tenemos bien a la vista en el caso de Alsacia.
Con el derrumbe de nuestro poder político en el exterior, es decir, con la pérdida de significación de la autoridad imperial, que hoy lloramos como principio de la ruina de la gloria alemana, comienza en realidad el desarrollo auténtico de la esencia (Wesen) alemana genuina. Es cierto que el desarrollo de la civilización alemana se realizó en buena parte paralelamente respecto al de las otras naciones europeas, pero nuestra patria asimiló las influencias extranjeras, especialmente aquellas provenientes de Italia, de una manera tan peculiar en el último siglo de la Edad Media, que las ropas alemanas devinieron por entonces un modelo para el resto de Europa, mientras que en el tiempo de la así llamada gloria alemana incluso los magnates del Imperio Germánico aparecían ataviados con vestiduras románicas o bizantinas. En los Países Bajos de habla alemana, el arte y la industria llegaron a ser rivales para los de una Italia en su más espléndido florecimiento. Después que se produjera la más completa postración de la naturaleza alemana, después que nos enfrentáramos a la casi total extinción nacional como consecuencia de las devastaciones de la Guerra de los Treinta Años, este íntimo mundo doméstico constituyó el punto de partida del renacimiento del espíritu alemán. La poesía alemana, la música alemana, la filosofía alemana son en la actualidad estimadas y honradas por todas las naciones de la Tierra: pero en su apetencia por la "gloria alemana", el alemán, como dominador, solamente puede soñar en algo parecido a la resurrección del Imperio romano-germánico. El pensamiento que inspira a una buena colección de alemanes bienintencionados, una equivocada ansia de dominio sobre las otras naciones, olvida cuán en detrimento del bienestar de los pueblos germánicos actuó la idea romana de estado en su día.
A fin de obtener una idea clarificadora acerca de cuál puede ser en cambio la política que favorezca un verdadero bienestar, que sea propicia por lo tanto a la gloria del nombre alemán, tenemos antes de nada que dejar establecido el auténtico significado y peculiaridad de la esencia germana, pues hemos hallado en ella el auténtico poder prevaleciente en nuestra historia. Por ello, continuando todavía con el recorrido histórico emprendido, se nos debe dejar considerar de forma exhaustiva la que ha sido una de las más importantes épocas en la evolución del pueblo alemán, aquel período de crisis extraordinariamente agitado que transcurrió en el tiempo de la así llamada "Reforma".
La religión cristiana no pertenece a ningún grupo nacional específico: el dogma cristiano interpela a la naturaleza puramente humana. Sólo cuando se ha aprehendido en toda su pureza ese contenido común a todos los hombres, puede un pueblo llamarse en verdad cristiano. No obstante, un pueblo jamás podrá forjarse por completo una identidad si esa tarea no queda facilitada por cierta correspondencia con sus sentimientos innatos; y es que para abrazar de una manera plena una nueva manera de entender el mundo es necesario que lo nuevo se fundamente en lo ya propio y familiar. Se ha demostrado de un modo notorio, en el ámbito de la crítica filosófica y estética, que el espíritu alemán estaba predestinado a aprehender y asimilar lo foráneo, todo aquello en un principio remoto, con el mayor grado de pureza y objetividad de la intuición ("in höchster objektiver Reinheit der Anschauung"). Cabe afirmar sin exageración que la significación universal de la Antigüedad habría permanecido oculta si el espíritu alemán no la hubiera reconocido y elucidado. Los italianos hicieron mucho por lo Antiguo por su cuenta, hasta donde ellos pudieron procurar su imitación y posterior remodelación novedosa; los franceses pidieron prestada esta adaptación moderna a su vez, añadiéndole el sentido para la elegancia de la forma que les caracteriza como nación; el alemán, en cambio, fue el primero en captar la originalidad puramente humana de lo Antiguo, al descubrir que su significado era completamente ajeno a cualquier finalidad distinta a la de actuar al servicio de lo puramente humano. Mediante esta comprensión íntima de la Antigüedad, el espíritu alemán quedó capacitado para restaurar lo "puramente Humano" en su prístina libertad, dejando de emplear las formas antiguas con vistas a desarrollar una materia prima ya dada, sino forjando una forma necesariamente nueva partiendo de la concepción del mundo que tenía la Antigüedad. Reconocer como verdadero lo que afirmamos no debe resultar difícil a cualquiera que compare la Ifigenia de Goethe con la de Eurípides. Se podría incluso afirmar sin exageración que una idea auténtica de lo antiguo ha existido solamente desde mediados del siglo XVIII, desde Winckelmann3 y Lessing4.
Ahora bien, que los alemanes hayan logrado la aprehensión del dogma cristiano con la misma preeminente claridad o pureza, y que el cristianismo haya podido alzarse a la condición de única confesión de fe válida para ellos igual que lo Antiguo se ha convertido en dogma en el ámbito de la estética, no puede ser demostrado. Quizás a través de sendas evolutivas que nos permanecen desconocidas y apenas concebibles por ahora, pueda el espíritu alemán llegar algún día a alcanzar tal meta; y, de hecho, hay determinados atributos propios de los alemanes que parecen posibilitar su consecución. En cualquier caso, nos facilitará la tarea tener presente que la resolución del problema no podrá operarse mientras no reconozcamos su insolubilidad en el terreno de la estética. ¿Cuál es la razón que lo impide? Pues el hecho de que la estética nunca debe mezclarse con las cuestiones estatales ni convertirse en una finalidad política. Con los asuntos religiosos ocurre de otra manera: se han convertido en un interés del estado, y del interés del estado obtienen su propósito y dirección, pero en absoluto desde la entraña del espíritu germánico sino desde la del románico. Constituyó una considerable desgracia para Alemania que, cuando el espíritu alemán estaba consumando su papel en los altos dominios de la religión, los legítimos intereses políticos de todos los pueblos germánicos fueran confiados a las decisiones de un príncipe para quien el espíritu alemán era totalmente extraño, y que fue el más conspicuo representante de una concepción del estado románica, no alemana: Carlos Quinto, rey de España y Nápoles, archiduque hereditario de Austria, emperador romano electo y soberano del reino de Alemania, devorado por la ambición de la supremacía mundial, al cual realmente le hubiera sido más conveniente gobernar en Francia; este soberano, repito, no demostró tener otro interés para con Alemania que no fuera el de unirla a su imperio y convertirla en una monarquía gobernada con mano de hierro, al modo español.
Con Carlos V se manifestó ya el ominoso destino que parece condenar a casi todos los soberanos alemanes, el de comprender deficientemente la naturaleza del espíritu alemán; por lo menos entonces se le opusieron la mayoría de los príncipes, cuyos intereses en ese momento, gracias a un hado favorable, coincidían con los del espíritu del pueblo alemán. Es difícil conjeturar el modo en que se habría resuelto la todavía actual cuestión religiosa si, para el honor del espíritu alemán, Alemania hubiera tenido por aquel entonces un genuino y patriótico dirigente como emperador, alguien semejante a Enrique VII de Luxemburgo5. De todas maneras, en lo que sí se puede convenir es en el hecho de que el movimiento reformista no fue concebido originariamente para proceder a una separación con la Iglesia Católica; al contrario, fue un intento de estrechar y restaurar la unión general de la Iglesia, poniendo fin a los repulsivos abusos de la Curia romana, tan hirientes para los sentimientos religiosos generales. Lo que de bueno y de significación trascendental para el mundo resultara de todo ello no podemos valorarlo sino de manera aproximada; pero de lo que no cabe duda es de los resultados desastrosos que tuvo el conflicto del espíritu alemán con el gobernante supremo del Imperio alemán, totalmente ajeno a él. Desde entonces arrostramos una profunda división religiosa, lo que no deja de ser una terrible desgracia. Sólo una religión universal puede ser una auténtica religión; en cambio, la existencia de diversas confesiones, una de las cuales queda establecida políticamente después de haber adquirido su preeminecia sobre las otras merced a un contrato con el estado, no es sino una manifestación de que la Religión está en trance de disolución. En medio de este conflicto, el pueblo alemán fue llevado casi a su total hundimiento, faltando muy poco para que esto ocurriera como consecuencia de los estragos de la Guerra de los Treinta Años. En definitiva, si en alguna ocasión los príncipes alemanes han trabajado en común con el espíritu alemán fue en el momento de su enfrentamiento con Carlos V, aunque desde aquel momento nuestros príncipes han echado a perder su comprensión de ese espíritu. Las secuelas están a la vista en nuestra vida pública contemporánea: la naturaleza alemana no adulterada se bate en retirada progresivamente. El alemán está en parte convirtiendo sus disposiciones innatas en apatía, y en parte también en fantasiosidad; y mientras el noble e incluso el hombre de leyes van deviniendo figuras anticuadas, los soberanos de Prusia y Austria se han acostumbrado gradualmente a sostenerse sobre los hombros de sus súbditos con la ayuda de israelitas.
Este singular fenómeno, el asalto de la esencia alemana por un elemento completamente foráneo, guarda algo más en su interior de lo que queda a la vista superficialmente. Debemos ante todo darnos cuenta con la suficiente claridad que hay una naturaleza extraña que nos obliga, siempre en el grado a que haya llegado su fusión con nosotros, a transformar lo que entendemos por esencia alemana mientras la va explotando parasitariamente. En cualquier lugar del mundo parece ser el deber de los judíos mostrar a las naciones de la moderna Europa cómo extraer de las cosas un provecho que ellos habían ignorado o del que no habían querido hacer uso. Los polacos y los húngaros no entienden el valor que para ellos mismos tiene el desarrollo del tráfico comercial; en esto, llegan los judíos y proceden a dar curso a ese desarrollo, apropiándose de los beneficios desdeñados por unas naciones europeas que hasta ahora no habían reconocido las infinitas ventajas, para la economía general de la nación, de un ordenamiento de las relaciones del Trabajo y el Capital en concordancia con el moderno espíritu de la empresa burguesa. Los judíos ponen sus manos sobre las nuevas fuentes de lucro y tomando como fundamento la estancada y menguante prosperidad de la nación, los banqueros judíos acumulan sus gigantescas riquezas. Hermoso y entrañable resulta ser el punto flaco del alemán, consistente en negarse a convertir en provecho personal la pureza de sus sentimientos y visiones interiores, particularmente cuando esto ha de tener lugar en el ámbito de la vida pública, pues tengo por patente el hecho de que alcanzar un provecho en el terreno de la política ha sido algo muy inhabitual en el caso del pueblo alemán. Pero mientras que los príncipes alemanes eran incapaces de entender esto, los judíos explotaban esa actitud. Desde que tuvo lugar el renacimiento de la poesía y la música alemanas, solamente fue necesario que los príncipes siguieran el ejemplo de Federico el Grande en su desprecio e ignorancia de las renovadas artes nacionales, que eran evaluadas por ellos de manera injusta y equivocada ateniéndose a los moldes franceses sin permitir verse afectados por el espíritu que en ellas se manifestaba, para dejar abierto un campo en que era visible que había muchos frutos a cosechar a especulaciones de espíritu muy diferente. Al judío le debió dejar muy sorprendido encontrar una tal cantidad de inteligencia y genio que no recibía como compensación otra cosa que pobreza y carencia de éxito. Él no podía concebir que el alemán hiciera simplemente "pour le roi de Prusse" lo que el francés realiza para obtener la "gloire" o el italiano para conseguir "denaro". Los judíos pretendieron corregir lo que les parecía ineptitud de los alemanes, tomando en sus manos la actividad intelectual alemana; y como consecuencia nos vemos obligados a contemplar un odioso travestismo del espíritu alemán, presentado ante el Pueblo alemán como su supuesto retrato. Es muy de temer que llegará algún día en que la nación asuma ese simulacro como su imagen real: entonces una de las más bellas y naturales aptitudes entre todas las propias de las razas humanas será llevada hasta la tumba y perecerá para siempre.
Tenemos que indagar la forma de salvar de un destino semejante al espíritu alemán, y para ello primero de todo debemos intentar señalar con precisión cuáles son las características de la naturaleza alemana.
Una vez más se nos ha de consentir que, concisamente y de forma directa, extraigamos conocimiento sobre la esencia alemana a partir de documentos históricos que la definen en su manifestación exterior. Deutsche es el nombre dado a las razas germánicas que permanecieron en su suelo natal y conservaron íntegras su lengua y costumbres. Incluso de la bella Italia desearon los alemanes retornar a su patria. Es por ello que expulsaron a los emperadores romanos y mantuvieron una adhesión íntima y leal a sus príncipes nativos. En el interior de severos bosques, sobrellevando largos inviernos, calentándose con el fuego del hogar de sus casas en forma de torres elevadas hasta las nubes, mantuvieron durante generaciones incólumes las virtudes de sus antepasados; con los mitos de sus dioses nativos entretejieron una red inextricable de sagas. No se prevenían de las influencias que llegaban del extranjero; amaban viajar y observar; luego, llenos de impresiones extrañas, deseaban imitarlas; a pesar de todo, pronto encaminaban sus pasos hacia la patria, donde sabían que serían realmente comprendidos; allí, en su hogar nativo, contaban lo que habían visto y hacían una relación de los lugares extranjeros que habían cruzado. Leían leyendas y libros célticos y romanos, y más tarde franceses, los interpretaban a su modo; y mientras los romanos, los galos o los franceses no tenían noticia de ellos, los alemanes estudiaban atentamente su modo de ser y sus formas de comportamiento. No obstante, no pretendían abrirse con ello frívolamente a lo foráneo simplemente por serlo, sino que querían entenderlo a la manera germánica. Por ejemplo, se dedicaban a verter los poemas extranjeros al alemán con vistas a obtener un conocimiento íntimo de su contenido. De esta manera despojaban lo extraño siempre que les era necesario de sus elementos accidentales y externos, de todo a aquello que era para ellos ininteligible, con la intención de poder presentarlo puro y desnudo. Lograron así, mediante esfuerzos que les eran naturales, extraer a partir de producciones extranjeras una imagen de sus motivos puramente humanos. Parsifal y Tristán asumieron una conformación completamente nueva gracias a los alemanes; y mientras los originales se han convertido en meras curiosidades que no conservan ninguna importancia para la historia de la literatura de esos países, en sus contrapartidas alemanas reconocemos trabajos poéticos de valor duradero.
Con ese mismo espíritu tomó prestados el alemán elementos cívicos del extranjero. Bajo la protección de los castillos, se expandieron las villas de los burgueses; pero los habitantes de las florecientes villas no demolieron los castillos, sino que las "ciudades libres" rindieron homenaje al príncipe: los industriosos burgueses se ocuparon de adornar los castillos de sus antiguos señores. El alemán es conservador: su patrimonio espiritual ostenta el sello de todas las épocas; él va atesorando lo viejo, ya que sabe muy bien cómo extraer provecho de ello. Le es más querida la conservación que la ganancia: allegar lo Nuevo solamente tiene valor para él si sirve para revestir lo Viejo. No desea nada del exterior, pero no desea que se le pongan trabas en el interior. No ataca a nadie, ni permite que se le ataque. Se toma la religión con la mayor seriedad: la corrupción ética de la Curia romana, con su influencia desmoralizante sobre el clero, le dolía en lo más hondo. Por libertad religiosa no entendía otra cosa que el derecho a ponerse en comunicación honesta y seria con lo Sagrado. En llegar a tocarse estas cuestiones, el alemán se acalora y disputa con el apasionamiento oculto del hasta entonces amigo de la paz y de la tranquilidad. La política andaba unida inextricablemente a todos estos asuntos espirituales, y la cuestión clave que se debatía era la de si Alemania iba a convertirse en una monarquía como la española, si el libre Imperio quedaría a los pies de un emperador de omnímodo poder, con los príncipes obligados a desempeñar el mero papel de cortesanos. Ningún otro pueblo tomó las armas para oponerse a los ataques dirigidos a su libertad interior, a su esencia auténtica e íntima, como el alemán: no hay comparación posible en la historia de cualquier otra nación con la obstinación mediante la que los alemanes se labraron su ruina antes que acomodarse a elementos invasores que eran extraños a su naturaleza. Este es un punto muy importante. Las consecuencias de la "Guerra de los Treinta Años" significaron la destrucción de la nación alemana; todavía hoy, nuestras posibilidades de alcanzar un despegue nacional no encuentran otro obstáculo que los efectos de aquella guerra. Pero si la nación fue aniquilada, el espíritu alemán sobrevivió a todas las pruebas. La esencia de ese espíritu es lo que llamamos genio en el caso de las extraordinarios dones de las individualidades cuando no se ponen al servicio del provecho mundano. El objetivo que podía llevar a otras naciones a lograr finalmente un tipo de compromiso, la búsqueda de seguridad de carácter pragmático a través de la cual el provecho puede encontrar su acomodo, no era muy factible que sirviera de cauce y control para los alemanes: en el tiempo en que Richelieu forzaba a los franceses a aceptar las leyes del ventajismo político, la nación alemana estaba completando su naufragio; pero aquello que nunca podía ser constreñido a servir las leyes del beneficio político, el espíritu alemán, sobrevivió y es precisamente gracias a lo cual se operó la renovación nacional.
Un pueblo que vio su población reducida a un décimo de su número anterior a la guerra, no podía conseguir que su significación sobreviviera sino en la memoria de cada uno de sus miembros supervivientes. Incluso esa memoria tenía primero que ser revivida y trabajosamente reconstruida, comenzando por las más preclaras de las mentes. Uno de los rasgos más maravillosos de la historia del espíritu alemán lo constituye el hecho de que en el período más temprano de su evolución llegó a asimilar de la manera más íntima las influencias procedentes del extranjero, mientras que ahora, cuando la nación había perdido la base para desarrollar una política de poder cara al exterior, proyectara hacia afuera una renovación que sólo tenía lugar aprovechando su más propio e íntimo acopio de fuerzas. El recuerdo (Erinnerung) convertíase ahora en realidad en un proceso de autoconciencia o autodescubrimiento (Er-Innerung); a partir de su interioridad más profunda el alemán se modeló a sí mismo con el deseo de protegerse de las nuevas y demasiado poderosas influencias externas. No estaba ya en cuestión su existencia externa, que había sido asegurada por la perduración de las dinastías principescas alemanas, aunque ¡ay! el título de emperador románo-germánico también se había perpetuado. Pero era de hecho su naturaleza más auténtica, ignorada por la mayoría de estos príncipes, lo que el espíritu alemán pugnaba por preservar, otorgándole nuevas fuerzas. En cambio, a lo que tenía que confrontarse lo que quedaba del pueblo alemán era al aparato y uniforme francés de las cortes, con la peluca y la coleta, y todas esas ridículas imitaciones de la galantería francesa; así hasta los burgueses, incorporando un gran aderezo de florituras francesas, abandonaron el idioma en manos de los campesinos. Mas cuando hasta la nativa apariencia exterior de su lengua se estaba perdiendo, permaneció para el espíritu alemán un último reducto, un santuario jamás imaginado donde podía comunicar la historia de su corazón a otros corazones. De los italianos los alemanes habían adoptado la música en su provecho. A quien quiera aprehender la magnífica individualidad, pujanza y significación del espíritu alemán mediante una imagen incomparablemente expresiva, déjesele echar una mirada penetrante a la figura del músico mas enigmático y de aparición más inexplicable, que no es otro que Johann Sebastian Bach. Bach resume la historia de la vida interior del espíritu alemán durante la traumática centuria en que se produjo la extinción casi completa de Alemania como pueblo. Observad esa cabeza, disparatadamente cubierta casi por completo con la peluca francesa; contemplad a ese maestro, un pobre organista y cantor, que ha de desplazarse de un sitio a otro a lo largo de su Turingia natal, empleándose en diminutas localidades, muchas de las cuales ya no nos suenan por su nombre; tened en cuenta la indiferencia que le rodeó en vida, hasta el punto que ha requerido el paso de un siglo para rescatar sus obras del olvido; considerad que la música estaba en su época aherrojada por formas artísticas que eran la verdadera imagen de la sequedad, la rigidez y la pedantería, como si se le hubieran colocado peluca y coleta a las notas, y admirad el mundo de profundidad insondable que el gran Sebastián construyó a partir de esos elementos. Yo me limitó a apuntar meramente lo que esa creación significa, ya que es imposible llegar a expresar su riqueza y sublimidad, o la importancia de un obra que lo abraza todo, utilizando la medida normal de los términos. Si aspiramos ahora a realizar un examen de los frutos logrados por el renacimiento del espíritu alemán en los campos de la poesía y la filosofía, lo podremos efectuar solamente después de haber podido captar a través de la figura de Bach la esencia auténtica del espíritu alemán, pues fue en su obra donde ese espíritu retuvo su asiento y comenzó sin pausa la forja de una nueva conformación, precisamente cuando parecía que había sido aniquilado y estaba condenado a desaparecer del mundo. Una biografía de este hombre ha aparecido recientemente y el Allgemeine Zeitung ha publicado su recensión. No puedo resistir la tentación de citar algunos pasajes de esa reseña: "Con esfuerzo y rara fuerza de voluntad combatió para salir de la pobreza, buscando llegar a la mayor altura en su arte mientras dispensaba a manos llenas una casi inconmensurable cantidad de las más gloriosas obras maestras, en una época además en que nadie podía llegar a comprenderlo o valorarlo con justicia, y murió bajo la opresión de las más pesadas cargas, solitario y abandonado, dejando a su familia en la pobreza y la privación…. La tumba del músico se cerró sobre el hombre exhausto que abandonaba este mundo sin que sonara en su honor una canción o tañido fúnebre, porque la penuria de su casa no permitía costearlos… Seguramente, la razón de que nuestros compositores encuentren tan raramente biógrafos se debe a que su fin es habitualmente muy triste e infortunado." Y mientras esto estaba ocurriendo con el gran Bach, solitario refugio y nuevo portaestandarte del espíritu alemán, las grandes y pequeñas cortes de los príncipes alemanes se hallaban rebosantes de compositores de ópera italianos y virtuosos, recompensados con los mayores honorarios, para que exhibieran ante la Alemania superficial los residuos de un arte a los que hoy en día no se les prestaría la menor atención.
Más tarde el espíritu de Bach, el espíritu alemán, dio un paso adelante, saliendo del santuario de la música divina, refugio donde se había producido su renacimiento. Cuando apareció el Götz de Goethe, se alzó un grito de alegría: "¡Esto es alemán!" Y teniendo en cuenta las semejanzas existentes, el escritor alemán, al llegar a conocer la manera de mostrarse a sí mismo, mostró al mundo cuál era la interpretación auténtica del significado de la obra de Shakespeare, la cual cosa al pueblo inglés le resultaba todavía imposible. Las producciones que el espíritu alemán supo extraer de sí mismo no eran sino la consecuencia de un deseo íntimo de crecer que había devenido consciente. Y esta conciencia fue la primera en proclamar al mundo que lo Bello y lo Noble no podían venir al mundo mientras se andaba en pos del provecho y el beneficio, ni tampoco si se hacía en pos de la fama y el reconocimiento. Cualquier cosa creada en el sentido de esta enseñanza es alemán y, por consiguiente, grande; y solamente a partir de las creaciones que ostentan ese sello podrá elevarse Alemania a la grandeza.
Pero para nutrir de grandeza al Pueblo alemán teniendo como fundamento el espíritu alemán es necesario que los gobernantes lleguen a comprender bien éste. El pueblo alemán durante su renacimiento llegó a la maduración de sus más altas facultades haciendo uso de su temperamento conservador, de su apego íntimo a lo propio, a su propia idiosincrasia: una vez esto le llevó incluso a derramar su sangre por la preservación de sus príncipes. Tal prueba debió haber servido a los príncipes para comprender cuáles son las cualidades del Pueblo alemán al que pertenecen; pues el esfuerzo de reorientación y reconstrucción de la esencia del Pueblo que hemos ya descrito debe constituir el terreno sólido en que los príncipes han de colocar los cimientos para construir una nueva alianza con el pueblo. Ha llegado el tiempo supremo en que los príncipes deben dirigir su mirada hacia ese renacimiento para combatir el peligro que amenaza a la vida pública alemana, el cual ya ha sido indicado a lo largo de este trabajo. ¡Ay de nosotros y del mundo si la nación misma se salva esta vez, pero el espíritu alemán se desvanece!
¿Cómo podríamos concebir un estado de cosas en que el Pueblo alemán permaneciera, mientras el espíritu alemán alzara su vuelo para desaparecer? Pensarlo seriamente y con rigor resulta más opresivo que meramente imaginarlo. Cuando yo definía la esencia y las funciones del espíritu alemán, me mantuve siempre en la perspectiva de un feliz desarrollo de los más significativos atributos del pueblo alemán. Pero es que la fuente de donde mana el espíritu alemán es también de donde han fluido todas las corrientes que han provocado los sucesivos derrumbes históricos del pueblo alemán. La capacidad de sumergirnos muy profundamente en nuestro interior, y poder observar así, de manera lúcida y escrupulosa, el mundo exterior, presupone siempre una disposición para la meditación, la cual, al menos cuando se trata de un don individual, es muy fácil que se transforme en el amor por no hacer nada, en una actitud completamente flemática. Aquello que en su manifestación más propicia nos sitúa cerca del supremo don del pueblo antiguo de los hindúes, puede tomar también el aspecto del rasgo común a los orientales que es la letargia; por lo tanto, incluso ese ejercicio destinado a la consecución de facultades superiores puede convertirse en una maldición para nosotros, transportándonos hacia una autocomplacencia fantasiosa. Que Goethe y Schiller, Mozart y Beethoven han nacido de la matriz del pueblo alemán es un hecho incontrovertible, lo que puede demasiado fácilmente tentar a la mayor parte de los talentos mediocres a considerar como propias a esas grandes mentes por derecho de nacimiento, e incluso a persuadir demagógicamente a las masas que ellos mismos son Goethe, Schiller, Mozart y Beethoven. Nada hace tender más a la inactividad y el relajamiento que una alta opinión de uno mismo, la creencia que cada uno de nosotros es ya de por sí algo grande y no necesita ninguna clase de esfuerzos y fatigas para arribar a la grandeza. Esta disposición es característica de los alemanes, y en consecuencia ningún otro pueblo requiere más ser sacudido y obligado a ayudarse a sí mismo para actuar en su verdadero provecho, que el alemán. Pero los príncipes y los gobiernos alemanes han seguido la tendencia opuesta. Según lo dicho por Börne, ha estado reservada a los judíos la tarea de hacer resonar la primera llamada para despertar a los alemanes de su letargo; y, aunque lo hayan hecho sin esa intención, la consecuencia de ello ha sido arrojar a los alemanes desde la más grande falta de comprensión de su naturaleza hacia el pozo de la más horrible confusión. Fue esa incomprensión la que provocó que el canciller austríaco príncipe Metternich, en los días que ostentaba el liderazgo político de Alemania con sus procedimientos característicos de gabinete, considerara que las aspiraciones de las Burschenschaften alemanas eran idénticas a las ya anticuadas del club jacobino de París, tomando de acuerdo con tal equivocada visión medidas hostiles contra ellas, permitiéndose así que los judíos tomaran ventaja de la situación actuando desde sus márgenes, mientras buscaban no otra cosa sino su provecho particular. En esta época, si el especulador judío jugaba bien sus cartas, podía no sólo situarse en el meollo del estado alemán para explotarlo y utilizarlo a su antojo, gobernándolo, sino que poco faltó para que lo convirtiera por entero en su propiedad.
Ahora bien, a pesar de todo, les resultó imposible a la postre gobernar Alemania, ya que esto devino un asunto cada vez más complicado. La causa estribaba en el hecho de que los gobiernos alemanes juzgaban a sus pueblos según el esquema aportado por los acontecimientos franceses, con lo que no se pudo evitar que aparecieran aventureros dispuestos a enseñar al postrado espíritu alemán cómo aplicar las máximas políticas francesas a la estimación que le merecían sus gobernantes. La era del demagogo había ciertamente arribado, pero después de una ominosa preparación. Cada nueva revolución parisina tuvo pronto su correspondencia en Alemania, al igual, por supuesto, que cada nueva y espectacular ópera procedente de París subía inmediatamente a los escenarios de los teatros de Corte en Berlín y Viena, ofertándose desde allí como un modelo para toda Alemania. No creo equivocarme al asignar el calificativo de no alemanas a todas las revoluciones que se han ido sucediendo en nuestro país. La democracia en Alemania es algo totalmente adventicio. Existe meramente en y para la Prensa, y lo que la Prensa alemana sea cada uno debe averiguarlo por su cuenta. Por ello, y de una manera bien infortunada, esta trasplantada democracia alemana, en realidad franco-judaica, no ha servido sino como instrumento, pretexto y engañosa máscara para menospreciar y maltratar al espíritu del Pueblo alemán. Con la finalidad de ganar seguidores entre el pueblo, la "democracia" ha asumido hasta donde podía cierta fisonomía pretendidamente alemana, mudándose las palabras alemanidad, espíritu alemán, honestidad germana, libertad alemana y costumbres alemanas en reclamos publicitarios, los cuales no provocan sino disgusto en aquellos que han adquirido una cultura genuinamente alemana y se han visto obligados a contemplar con pena la singular comedia ejecutada por agitadores que no tienen nada en común con el pueblo alemán, pero que no dudan en hacer alegaciones en su nombre sin permitir a ese mismo pueblo decir nada en su propio vocabulario. Los desconcertantes fracasos del tan cacareado movimiento de 1848 se explican fácilmente si atendemos a la curiosa circunstancia de que los alemanes auténticos creyeron súbitamente encontrarse a sí mismos representados por una raza de hombres que en realidad les era ajena. Mientras que Schiller y Goethe habían conseguido que el espíritu alemán irradiara sobre todo el mundo, sin abusar de una palabrería que tomaba la mayoria de las veces ese mismo espíritu en vano, los especuladores democráticos llenaron todas las librerías e imprentas, para las que se utilizaba el apelativo de "populares", para no hablar de los teatros propiedad de sociedades anónimas por acciones, de vulgares y absolutamente insípidas imitaciones extranjeras, no sin colocarlas bajo el remoquete manoseado de lo "alemán" para atraer así con un falso señuelo a las indolentes multitudes. Y hemos llegado realmente ya tan lejos que hoy día nos vemos obligados a contemplar cómo el pueblo alemán presta invariablemente su atención a todas estas necedades: la tendencia nacional hacia la inactividad y la letargia está derivando hacia una satisfacción de tipo fantasioso con respecto a nosotros mismos; y es que el pueblo alemán está ya tomando parte de manera muy activa y señalada en la ejecución de esta vergonzosa comedia. Con temor el espíritu alemán reflexivo tiene que contemplar esas reuniones festivas fatuas e inanes, con sus procesiones teatrales, sus estúpidos discursos, y las tristes y vacías canciones con las que se intenta hacer creer al pueblo alemán que es algo especial por naturaleza y que no necesita realizar ningún esfuerzo para alcanzar la excepcionalidad.
Hasta aquí el primitivo artículo del año 1865. Mi proyecto era el de poner en marcha un diario político mediante el que abogar en favor de las tendencias que recibían cumplida expresión en el artículo. Herr Julius Fröbel declaró su disposición a asumir la tarea y así vio la luz del día la Süddeutsche Presse. Desgraciadamente descubrí pronto que los puntos de vista de Herr Fröbel en todas estas cuestiones eran muy diferentes a los míos, por lo que un buen día nuestros caminos se separaron. Y es que la idea de que el arte no debe ser puesto al servicio de ninguna causa que no sea la de su propio honor, le era tan antipática a su manera de ser que llegó a provocarle un ataque de lágrimas y sollozos.
No obstante, yo tenía realmente otras razones para dejar inacabada mi tarea, puesto que su temática me confundía más y más. Agravaban mi perplejidad las impresiones suscitadas por los acontecimientos que tuvieron lugar durante los importantes años que siguieron al momento en que este artículo fue comenzado. ¿Qué sensaciones no pudo experimentar el alemán durante ese año de 1870, sorprendido ante las fuerzas que se manifestaron entonces, como también ante el coraje y determinación con las que el hombre que era evidente que sabía sabía cosas que los otros desconocíamos puso en acción esas fuerzas?6 Pero también durante ese tiempo se hicieron manifiestas muchas novedades a las que cabía poner muchas objeciones. Quienes como nosotros, con el espíritu de nuestros grandes maestros en el corazón, fuimos testigos de la peculiar conducta de nuestros paisanos desafiando la muerte vestidos con el hábito de soldado, nos regocijamos cordialmente escuchando el Kutschkelied7 y más profundamente nos vimos afectados por el "feste Burg" de antes de la guerra y el "nun danket Alle Gott" que sonó cuando la guerra hubo finalizado. Pero para dejar las cosas bien claras, encontramos asimismo muy difícil de comprender cómo pudo el infinito coraje de nuestros patriotas inflamarse con algo semejante a la "Guardia del Rhin", un producto que no merece otra calificación que la de nauseabunda canción de taberna, apta para que los franceses se la dediquen a uno de esos vinos renanos que bien pronto les han hecho tan felices. Sin lugar a dudas, podían los franceses burlarse en esta ocasión de nosotros cuanto les apeteciera, ya que ni siquiera su "allons enfants de la patrie" puede en esta ocasión ser menospreciado en favor de "lieb Vaterland, kannst ruhig sein". Cuando nuestras victoriosas tropas iniciaban su vuelta a casa, llevé a cabo consultas privadas en Berlín, suponiendo que iban a tener lugar toda serie de grandes solemnidades, para saber si se me permitiría componer una pieza de música con vistas a ser interpretada a tal efecto y que estuviera dedicada a celebrar tan sublime acontecimiento. La respuesta fue ésta: tras un retorno tan afortunado, no se deseaba realizar ningún preparativo especial que provocara impresiones dolorosas. De esa misma manera discreta, sugerí otra pieza con destino a acompañar la entrada de las tropas, al final de la cual, coincidiendo quizás con el momento en que había de hacer su paso el victorioso monarca, los cantores que tan bien representados están en el ejército prusiano podían unirse a los efectivos instrumentales interpretando una canción patriótica. No, fue otra vez la respuesta, no era necesario que se produjeran significativas alteraciones en preparativos programados desde hacía ya tiempo, y por lo tanto se me aconsejaba que no realizara la propuesta. Arreglé mi Kaisermarsch para la sala de conciertos. En cualquier caso, no hubiera debido esperar que el espíritu alemán, que se alzaba de nuevo en el campo de batalla, encontrara tiempo para distraerse con las invenciones musicales de un a todas luces muy arrogante compositor de óperas. Sin embargo, fueron otras experiencias de variada especie las que me hicieron sentir gradualmente inseguro en el nuevo Reich; por eso, cuando llegó el momento de editar el último volumen de mis obras completas, como ya he mencionado más arriba, no pude encontrar incentivos de carácter positivo para completar mi artículo ¿Qué es alemán?.
Cuando en una ocasión posterior expresé mi opinión acerca del carácter de las representaciones berlinesas de mi Lohengrin, el editor del Norddeutsche Allgemeine Zeitung me reprendió, pues daba la impresión que yo me consideraba a mí mismo arrendatario único del "espíritu alemán". Yo acepto la indirecta y renuncio al arriendo. Por otro lado, estaría muy satisfecho de encontrar una acuñación efectuada por la totalidad del nuevo Reich alemán, precisamente en el momento en que podía oirse que la moneda en circulación, que supuestamente no iba a ajustarse a la medida de ninguno de los Grandes Poderes, sí que debía permanecer sujeta a la "tasa de cambios" que la liga al franco y al chelín: la gente me decía que esto colocaría en una posición muy delicada al comerciante corriente pero que sería muy ventajoso para el banquero. Mi corazón alemán palpitaba lleno de alegría cuando liberalmente votamos por el "libre comercio". Y eso que muchas y muy variadas necesidades se manifestaban a lo largo y a lo ancho del país, en una situación que prevalece todavía, donde el trabajador se muere de hambre y el industrial se arruina pero los negocios no dejan de florecer8. Para participar en estos "negocios" a gran escala, ha sido además recientemente patentada la nueva figura del corredor de bolsa del Reich; y, con vistas a servir de ornato y dignificación de las festividades de boda de sus altezas, el nuevo ministro inició la danza de la antorcha con etiqueta oriental9.
Todo esto puede ser bueno y muy adecuado a la naturaleza del flamante Reich alemán; no obstante, yo no puedo por más tiempo seguir sondeando en la interpretación de los acontecimientos recientes, y en consecuencia me considero a mí mismo falto de la necesaria cualificación para proporcionar ulteriores respuestas a la pregunta sobre la esencia de lo alemán. ¿No podría el señor Constantin Frantz10, por ejemplo, ofrendarnos su espléndida ayuda? ¿O quizás el señor Paul de Lagarde11? Ellos, desde este momento, deben considerarse invitados amistosamente a responder a la cuestión fatal, y así proporcionar instrucción a los miembros de nuestro pobre patronato bayreuthiano. Si ellos, gracias a un hado favorable, tuvieran ocasión de ir más allá de lo hecho por mí en lo referente a mis puntos de vista, esbozados a lo largo del artículo precedente, sobre Johann Sebastian Bach, yo me vería otra vez con ánimos de relevar de su tarea a mis espero que futuros colegas. ¡Qué importante sería ganar el favor de estos escritores mediante esta pública apelación mía!
Notas:
(1) Wagner se refiere a Hans von Wolzogen (1.848-1.938), redactor jefe de las Bayreuther Blätter (Chemnitz y después Bayreuth, 1.878-1.938).
(2) Jacob Grimm (Hanau, 1785-Berlín, 1863). Conocido principalmente por todo el mundo como el compilador junto a su hermano Wilhelm (Hanau, 1786-Berlín, 1859) de los famosos Cuentos infantiles y del hogar (1812), este pionero de la filología alemana es autor, en solitario o también en colaboración con su hermano, de otras importantes obras eruditas, entre ellas las siguientes: Poesía de los maestros cantores (1811), de la que Wagner sacaría mucha información para la redacción del libreto de sus Maestros cantores de Nuremberg; un importantísimo y fundamental Diccionario alemán (1852-1858); y la Historia de la lengua alemana (1848). Se le debe también la formulación en 1.822 de una importante ley sobre la mutación consonántica en la evolución de las lenguas germánicas, según la cual, por citar algunos ejemplos, las oclusivas sonoras se hicieron sordas, las oclusivas sordas, fricativas, y las oclusivas sonoras aspiradas, fricativas sonoras.
(3) Johann Joachim Winckelmann (Stendal, Brandeburgo, 1717-Trieste, 1768) Historiador del arte alemán, tenido por el fundador de la arqueología clásica moderna. El desempeño en Roma de los cargos de bibliotecario y conservador de las colecciones de antigüedades griegas y romanas del Vaticano, junto a los viajes realizados a Pompeya, Herculano y Nápoles - las excavaciones más tempranas que desenterraron las dos primeras ciudades, sepultadas en el siglo I de nuestra era por el Vesubio, databan de poco tiempo antes de que Winckelmann las visitara - le permitieron profundizar en el conocimiento del arte grecorromano, para luego verterlo en obras tan significativas como Historia del arte en la Antigüedad (1764), Reflexiones sobre la imitación de los griegos en la escultura y la pintura (1755) y Monumentos antiguos inéditos explicados e ilustrados (2 vols., 1767). Evidentemente sus trabajos se han visto superados con el tiempo, entre otras cosas gracias a las excavaciones emprendidas en suelo griego a partir del siglo posterior, pero aún resulta sorprendente la manera en que este investigador, sirviéndose de pocos originales, ya que trabajó principalmente con copias romanas, pudo relacionar todo el material a su alcance con la información sobre esculturas y monumentos que le llegaba de las fuentes escritas del pasado clásico, y así determinar las características de cada escuela e incluso identificar el artista griego a que correspondían muchas obras. Se convirtió también en uno de los más importantes teóricos del gusto neoclásico, haciéndose muy famosa la máxima en que compendiaba su concepción de la “belleza ideal”: "edel Einfelt und stiller Grösse" (“noble simplicidad y quieta grandeza”). Este paradigma teórico explica la imagen que se hizo de la Grecia Antigua y que hemos heredado todavía hoy de él, un mundo habitado por jóvenes atléticos de torso desnudo moviéndose entre arquitecturas y esculturas de equilibrada concepción y blancura marmórea, que vamos sabiendo que tenía poco que ver con la realidad, empezando por el detalle de que edificios y estatuas se decoraban policromamente, y el blanco que ostentan en la actualidad se debe sólo a que han perdido sus colores como consecuencia de la acción del tiempo. A este campeón del neoclasicismo se le colaron en sus escritos algunas gotas del prerromanticismo que estaba en el ambiente, y quizás en donde más se evidencia esto es en su constante denigración del arte romano frente al arte griego, que para él constituía el ideal de perfección; una fobia antilatina que seguramente se fundamentaba en su condición de alemán. El arte romano no sería así otra cosa que una imitación servil y sin espíritu del arte helénico, es decir pura forma sin verdadero contenido. A partir de ahí autores como por ejemplo Wilhelm von Humboldt (Potsdam, 1767-Tegel, 1835), forzando la interpretación de lo manifestado por Winckelmann, llegaron a desarrollar la idea de que la “forma románica”, herencia del arte romano antiguo, había suprimido lo “puramente humano”, contenido último de la “forma griega”, quedando para los alemanes la misión de lograr la restitución de lo supuestamente abolido por las naciones latinas, y ello gracias a la “informidad” de las manifestaciones del espíritu alemán, una evidente desventaja hasta ahora frente al mundo mediterráneo, italiano y francés, pero que ahora, merced al estudio apropiado y auténtico de la Antigüedad clásica helénica, se iba a convertir en una ventaja. No es cometido de esta nota ahondar en lo que tal galimatías tenga de cierto, pero sí la de poner de manifiesto que esta era la creencia de Wagner, expuesta en el mismo texto que apostillamos y en otros.
(4) Gotthold Ephraim Lessing (Kamenz, 1729-Brunswick, 1781). Este escritor alemán ha sido considerado la figura más importante de la Ilustración de su país en el campo de las letras, junto a Lichtenberg, un inteligente coleccionista de aforismos. Ello antes de que con Herder y los otros autores del Sturm und Drang tuviera lugar una reacción antiilustrada y de marcado sesgo nacionalista, la cual tiño la literatura alemana posterior casi sin excepción de una coloración irracionalista. Tuvo una existencia errante, después de haber abandonado sus estudios teológicos y desechado la profesión de clérigo luterano, la natural para un hijo de pastor como era él; desempeñó varias ocupaciones, entre ellas las de secretario del general Tauentzien en Breslau (1760-1765), consejero en el teatro nacional de Hamburgo (1767-1770) y bibliotecario en Wolfenbüttel a partir de 1770. Cultivó muchos géneros, descollando en el dramá tico, al que brindó producciones tan significativas como Minna von Barnhelm (1767) y Emilia Galotti (1772), ambas pertenecientes al alborear del teatro burgués, donde recogiendo la lección de la novela sentimental se elevaban a personajes de extracción burguesa al rango trágico, pues hasta el momento la tragedia había sido coto exclusivo de personajes nobiliarios. Precisamente en estas tragedias burguesas los nobles aparecen retratados como antagonistas de las virtudes de la clase emergente, a cuya apología sirven las obras de esta tendencia. Otra obra dramática muy importante de Lessing es Nathan el Sabio (1779), representativa en grado sumo de los ideales ilustrados en su exposición del valor y necesidad de la tolerancia religiosa y en su formulación de un deísmo panteísta claramente derivado de Spinoza. Es autor también de unas Fábulas (1759); y en el campo teórico de unas Cartas sobre la literatura (1759-1765), de los artículos críticos reunidos en Dramaturgia de Hamburgo (1767 -1769), y del notable tratado de estética Laocoonte (1766-1768). La Dramaturgia hamburguesa es importante por el ataque que se hace en ella de las convenciones del teatro clásico francés, tradición dramática a la que acusaba de haber esquematizado en demasía las reglas propuestas por Aristóteles en su Poética, y también por la consideración privilegiada que le da a Shakespeare por vez primera como modelo fundamental para el teatro moderno, con lo que sienta el precedente para la labor de la posterior crítica literaria de cuño romántico, y dirige también a los autores alemanes por un camino que Goethe con su Goetz von Berlichingen sería el primero en transitar. En el Laocoonte, cuyo título hace referencia a la famosa escultura helenística que representaba al sacerdote troyano y a sus hijos ahogados por serpientes como castigo de los dioses por haber advertido a sus conciudadanos del peligro que encerraba el Caballo de Troya, Lessing plantea una polémica precisamente en oposición a Winckelmann, quien en una de sus obras había hecho una comparación entre Homero y Virgilio por su diferente manera de relatar el acontecimiento representado por esa escultura, como es natural para ensalzar al autor griego en detrimento del romano, y había traído a colación también la escultura, la cual era para el arqueólogo alemán un ejemplo de clasicismo cuando nosotros sabemos que es una muestra ejemplar de ese patetismo barroquizante que es una de las tendencias del arte griego en época helenística. La crítica de Lessing se fundaba en la imposibilidad de considerar en paralelo obras plásticas y literarias, pues las producciones de cada ámbito tenían una especificidad que obstaculizaba la equiparación. Así rompía Lessing con el famoso dicho de Horacio "ut pictura poesis", le daba a cada arte su carta de naturaleza sin depender del paradigma que tradicionalmente había proporcionado la retórica, y preparaba, aunque en su texto no quede eso explícito ya que las consideraciones se circunscriben a las bellas artes y a la literatura, la reivindicación romántica de la música instrumental como arte de jerarquía superior, no pese a su desvinculación respecto a la palabra sino precisamente gracias a ello. No obstante, la teoría de Wagner que gira en torno al concepto de Gesamtkunstwerk (obra de arte total, reunión de todas las artes) vendría a quedar desautorizada sin remisión posible por los postulados críticos de Lessing.
(5) Enrique VII de Luxemburgo (Valenciennes, c. 1274-Buonconvento, cerca de Siena, 1313). Hijo de Enrique VI, conde de Luxemburgo. Emperador germánico (1312-1313). Elegido en 1308 por los príncipes del Imperio como soberano - recuérdese que la corona imperial era electiva -, logró poner Alemania en orden. No se sabe muy bien porqué Wagner lo considera un emperador patriota, contraponiéndolo al más tardío Carlos V, cuando era como él un príncipe de mentalidad, cultura y lengua francesas, y sin más miras que engrandecer a su familia, a la que consiguió instalar en el reino de Bohemia mediante el matrimonio de su hijo Juan con la última descendiente de la dinastía nacional checa de los Premyslidos en 1.310, un éxito familiar que hubo de ser compensado con amplias concesiones a los príncipes alemanes, por lo que la autoridad imperial se vio comprometida. Por otra parte, este soberano también andó empeñado en correrías en Italia, algo a lo que Wagner considera como fuente de todas las desdichas nacionales para la Alemania medieval, entendiéndose aún menos por ello la razón de sus elogios a este emperador. Logró hacerse coronar en Roma (1312), e intentó restablecer la autoridad imperial en tierras del Mediodía aliándose con el declinante gibelinismo local, el partido de la nobleza agraria frente al de los burgueses comerciantes y artesanos llamados güelfos, y recibiendo el apoyo también de algunos desengañados del güelfismo como Dante, que lo saludó en su obra De Monarchia como el restaurador de la paz y la justicia. Fracasó finalmente en su objetivo pues perjudicando los intereses mercantiles y financieros de la burguesía güelfa reveló su miopía y falta de entendimiento de la situación italiana. Enfrentado al Papa Clemente V, el primer pontífice aviñonense, que lo amenazó con sanciones espirituales si no abandonaba Roma y a los Anjou de Nápoles, protectores de los güelfos del norte y centro de Italia, hubo de retirarse a Siena, donde murió súbitamente. Su ejército retirose entonces de Italia, no antes de llevar a cabo toda serie de atrocidades. En definitiva, no hay ninguna diferencia entre Enrique VII y Carlos V, sólo que éste fue más afortunado en sus empresas italianas.
(6) Alusión evidente al principe von Bismarck (1.815-1.898), canciller prusiano y forjador de la unificación de Alemania, quien pese a los elogios de Wagner lo cierto es que llevó a cabo la tarea de la unidad por procedimientos muy dudosos, nada menos que sirviéndose de tres guerras, con lo que el nuevo Reich alemán nació bajo el signo de Marte y se prefiguraron así catástrofes nacionales posteriores. Es curioso además que Wagner condene a Metternich por su política de gabinete y luego salude la de Bismarck, no muy diferente en este sentido. Que uno obstaculizara la unidad alemana como opuesta al statu quo dinástico y el otro la hiciera conciliable con la perpetuación del viejo estado prusiano, no puede hacer olvidar ciertas semejanzas en el proceder de ambos personajes. No obstante, Wagner se redime en muchos de los escritos de estos años, y en muchos parrafos de este mismo que glosamos, cuando condena el militarismo, la carrera de armamentos y la prefiguración de la Weltpolitik, desarrollada luego por los gobiernos menos prudentes del emperador Guillermo II y de consecuencias desastrosas para Alemania y Europa.
(7) Canción que se hizo muy popular entre las tropas alemanas que tomaron parte en la Guerra franco-prusinana, y cuyo nombre deriva de su supuesto autor, un fusilero de nombre Kutschke, aunque más tarde se supo que había sido escrita por el capellán castrense Alexander Pistorius (1811-1877).
(8) No sé cuál sera la impresión que otros wagnerianos se llevaran de la lectura de los escritos políticos salidos de la pluma del objeto de nuestra veneración, pero de mí tengo que decir que me parece que a ninguno de ellos los define la presencia de mucha clarividencia ni tino. En este párrafo del escrito que nos ocupa, en líneas generales erudito y noble pero alejado de la realidad y peligrosamente idealista, hay un claro rechazo de la política económica liberal del Reich alemán en su primera andadura, cuando Bismarck se apoyaba principalmente en el partido nacional-liberal, la cual iba a ser abandonada más tarde, cumpliéndose los designios de Wagner, en un momento que acuciaban las consecuencias de la crisis económica mundial de ciclo largo que se extendió entre 1.873 y 1.896. El retorno al proteccionismo, de efectos nefastos para el mantenimiento del nivel de vida del obrero alemán y propiciador de una politica exterior agresiva, fue además producto de una concomitancia fatal de intereses entre el Junker poseedor de extensos latifundios y el industrial monopolista, la célebre alianza del "grano y el acero". Wagner se equivocaba en esto como en tantas otras cosas por su desconocimiento de los mecanismos de la economía moderna.
(9) Wagner debe hacer alusión aquí al enlace matrimonial del hijo del kronprinz - príncipe heredero en nuestra terminología - de Prusia y por ende del recién fundado Imperio alemán, el futuro emperador Guillermo II.
(10) Escritor alemán que vivió entre 1.817 y 1.891. Su pensamiento político le sitúa claramente dentro de coordenadas muy conservadoras si atendemos a su defensa del asociacionismo corporativo y a su rechazo de los principios de la economía moderna de tipo capitalista. Sus ideas habrían inspirado la reivindicación que hace Wagner en Los maestros cantores del mundo supuestamente idílico de las ciudades libres alemanas y su orden gremial. De acuerdo con el tradicionalismo pequeño-burgués que le caracterizaba, rechazó la idea del Estado alemán de cuño bismarckiano, abogando por un imperio constituido por territorios autónomos. Cuando Wagner en este escrito habla del estado centralizado como el producto de una concepción de la política no alemana sino más bien latina o románica, como queramos decirlo, está abonando las tesis del conservadurismo federalizante de Frantz.
(11) Las ideas de Paul de Lagarde (1.827-1.891) eran hasta cierto punto coincidentes con las de Frantz, pero algo más extremadas. Sus apelaciones místicas al concepto de Volk (pueblo) siguen una línea de pensamiento que arranca de Herder y en esto Wagner, como lo hemos podido comprobar a lo largo y lo ancho de este texto, no le iba a llevar precisamente la contraria. Además los tres, tanto Frantz como Lagarde y Wagner, mostraban un desprecio semejante por la sociedad industrial al considerar que con su materialismo destruía la nación alemana. Las propuestas políticas de Lagarde pasaban por un retorno al modelo medieval de estado orgánico y corporativo, en lo que no se separaba demasiado de Frantz. Pero éste seguía siendo un buen protestante y no podía comulgar con las ideas religiosas de Lagarde, las cuales lograron amplia aceptación en la Alemania de entonces. Defendía una fe sin dogmas y sin iglesia. Su objetivo era la erección de una religión nacional para todos los alemanes, aunque no rechazaba el cristianismo. Sin embargo, Cristo no debía quedar confinado en los límites del dogma ni en una historia fosilizada en la Biblia. La historia no se mantenía inmóvil, y el cristianismo significaba, por tanto, la realización plena y constante de cada hombre mediante la fidelidad a su naturaleza interior. Esta realización plena significaba, a su vez, la integración individual tanto en una religión nacional como en el Volk. El cristianismo, despojado del "veneno judío" del dogmatismo y el historicismo, se generalizaría con una inspiración alemana y aria. Quien haya leído Heroísmo y cristianismo o Religión y arte de Wagner encontrara mucho de equivalente con estas tesis, pero creo que nuestro compositor se muestra mucho más espiritual, y se le ve mucho menos tentado de poner la religión al servicio de un estrecho y peligroso ideal nacional. Tambien aquí, en ¿Qué es alemán?, encontramos el rechazo esplícito por parte de Wagner de este tipo de religión nacionalista y al servicio del poder mundano: "La religión cristiana no pertenece a ningún grupo nacional específico: el dogma cristiano interpela a la naturaleza puramente humana. Sólo cuando se ha aprehendido en toda su pureza ese contenido común a todos los hombres, puede un pueblo llamarse en verdad cristiano."
FUENTE:Publicado en: "Bayreuther Blätter", febrero 1878Tradución y notas de Abel Alamillo para Archivo Richard Wagner
http://archivowagner.info/2005rw_3.html
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