GRAN FESTIVAL Y ESTRENO DE BAYREUTH EN 1882
Por Richard Wagner1
Si hoy día nuestras fiestas celebradas con motivo del aniversario de la consagración de una iglesia no han caído en desuso y conservan aún su atractivo, merced principalmente á los banquetes, llamados Kirmess-Schmause2, celebrados en aquella ocasión, de la que reciben su nombre, me figuré yo también que no debía presentar al público de la ópera la agapa de mis caballeros del Gral con su significación mística de otro modo que imaginándome como si el teatro de las fiestas escénicas estuviera esta vez especialmente consagrado para la representación de tan sublime suceso. Puede que á estos la diesen por escandalizarse algunos de esos judíos convertidos, de los cuales, según cristianos me han asegurado, resultan los católicos más intolerantes; no por eso en el verano de este año creí necesario de dar otras explicaciones sobre el particular á los que se reunieron á mi alrededor para asistir á la representación de mi obra. Quien con claro entendimiento y mirada serena pudo abrazar lo que durante aquellos dos meses tuvo lugar en el recinto del teatro del festival y comprenderlo conforme al carácter de la actividad tanto productiva como susceptiva, no pudo menos de tenerlo por el efecto de una bendición que, sin partir de disposición prefijada, se derramó libremente sobre todo. Directores de teatro muy expertos me preguntaban acerca del poder directivo, organizado, es verdad, del modo más minucioso á todo evento y para llenar las más ínfimas exigencias, que presidía á la ejecución tan admirablemente segura de todos los pasajes escénicos, así musicales como dramáticos, ora en las tablas, ora arriba, debajo, detrás y delante de la misma; á cuyas preguntas me era dado contestar con la mayor satisfacción y buen humor que fué á la anarquía á la que todo era debido, haciendo cada uno lo que quería, á saber, lo acertado, lo que correspondía. Y en efecto, así aconteció. Cada uno lo comprendía todo y el fin del efecto deseado del todo. Nadie creía que se esperaba demasiado de sus facultades, nadie se figuraba que demasiado poco se le hubiese ofrecido. A cada uno era de más valor que saliese bien su parte que los aplausos, los cuales, dispensados por el público del modo ordinario y abusivo, siendo para nosotros verdadera causa de estorbo y de perturbación, al paso que el interés con que nos seguía perennemente el auditorio nos regocijaba, como testimonio de la verdadera idea que nos habíamos formado del verdadero valor de nuestros esfuerzos. No conocíamos el cansancio; y todos nos sentíamos libres de la influencia entristecedora de un tiempo casi siempre nublado y lluvioso así que poníamos manos á la obra en el teatro. Y si el autor de todos los trabajos, de los cuales había encargado á sus estimables compañeros de arte, se sentía á veces desfallecer, temiendo un cansancio inevitable, pronto se le desvanecían aquella congoja y desaliento al oir á los artistas asegurarle con el mayor júbilo y buen temple que se hallaban en plena posesión de sus facultades, libres de toda fatiga, con inmejorable ánimo y libres de toda pasión deprimente.
Era imposible que naciesen disputas de rango, cuando seis cantatrices de primer orden se habían encargado de los papeles de directoras anónimas de las doncellas-flores de Klingsor, las cuales fueron desempeñadas con la mayor condescendencia por artistas de todos los registros. Y, ciertamente, si necesario hubiese sido un ejemplo para los encargados de los primeros papeles, les habría servido como tal la unanimidad artística de aquellas doncellas-flores mágicas. Fueron ellas también las que realizaron una de mis más importantes exigencias, la cual forma la base del buen éxito de su recitación. Exigí que no se percibiese más aquel acento apasionado, ahora tan en boga entre los cantores de ópera de nuestros tiempos, y el cual, implacable é indistintamente, suele interrumpir toda línea melódica. Al momento me comprendieron nuestras amigas y su canto adquirió las melodías encantadoras de la ingenuidad infantil, las cuales, lejos de incluir un elemento atizador de seducción sensual, como de ciertas partes se le atribuye al compositor, conmovían por sus armonías incomparables. No creo que jamás y en ninguna otra ocasión se haya efectuado por medio de canto una representación, embeleso igual al de la gracia juvenil con que lo ejercieron nuestras amigas en la escena referida del Parsifal.
Lo que obró como hechizo, lo que penetró toda la representación de la fiesta escénica como una sublime consagración, se hizo en el curso de los ensayos y las representaciones, la mira principal, el empeño de todos; y considerando las exigencias inusitadas del estilo, la extrema pasión, lo áspero, hasta lo salvaje que en algunas partes del drama conforme á su carácter debía expresarse, hemos de confesar que los encargados de los papeles principales de la acción tenían que llenar una tarea en extremo difícil. Ante todo tuvieron que atender á la mayor claridad de la pronunciación; una frase apasionada produce un efecto chocante y confuso, si no se entiende su contenido lógico; para hacerla, empero, comprensible sin dificultad, preciso es pronunciar bien la menor partícula de la serie de palabras; caída una sílaba de una apoyatura, tragada una terminal, ó descuidada otra de un ligado, pronto quedará destruído el sentido ó esa comprensibilidad en cuestión. En seguida se trasfiera este descuido á la melodía, de la cual, perdiéndose las partículas musicales, no quedan más que unos acordes, que cuanto más apasionada sea la frase, tanto más se perciben como sonidos emitidos a sacudidas, los cuales producen en nosotros un efecto extraño, hasta ridículo, como si llegasen a nuestro oído de cierta distancia á la que no se percibieran ya las partículas de conexión. Seis años há, durante los estudios que precedieron á la representación de los Nibelungos, recomendé ya dar la preferencia á las notas pequeñas, respecto de las grandes, con la intención de que resultase la mayor claridad, sin la cual tanto el drama como la música, así el recitado como la melodía se quedan enteramente incomprensibles y sacrificada ésta á la trivial emoción dramático-musical, cuyo empleo en mi melodía dramática, ó sea en la verdadera ópera, es precisamente lo que provoca la confusión en los juicios de nuestra así llamada opinión pública musical, que no nos podemos explicar de otro modo que por la tan deseada é indispensable claridad. Preciso es deshechar todo afecto falso, resultado natural de la manera de recitar antes vituperada.
La ilimitada violencia con que la pasión dolorosa se extiende y desahoga rompiendo por todo, que es tan propia así de un asunto profundamente trágico como de su natural desenlace, puede solamente producir un efecto conmovedor que llegue al alma, si se la somete cabalmente á esas leyes ó límites que traspasa, al tratar de manifestarse. Nos parece que como primera ley tenemos que observar una sabia economía en el empleo tanto de la respiración como del movimiento plástico. Tuvimos que persuadirnos en nuestros ensayos cuán absurdo es ese despilfarro de aliento, defecto muy general entre los cantantes de ópera, y cuánto puede contribuir la respiración bien distribuída al buen éxito de un pasaje musical, guardando su conexión y su acepción justa, tanto melódica como lógica. Ya simplemente por esa retención y distribución bien calculadas de las fuerzas respiratorias sentimos, como la cosa más natural, un gran alivio y pudimos hacer justicia á las notas que yo llamé pequeñas, generalmente más bajas, y que sirven de partículas importantes de enlace tanto del recitado como de la melodía; porque debimos abstenernos de un gasto inútil de aliento en las notas más altas, sobre las cuales ya de sí naturalmente se acentúan más, á fin de tener siempre más presente las ventajas que nos ofrece una respiración uniforme para la unidad de toda la frase. De este modo logramos sostener largas series melódicas seguidas, aunque en ellas alternasen los acentos más sentimentales de colorido más variado. Sirva á nuestros espectadores de ejemplo el recuerdo de la narración de Kundry de la suerte de Herzeleid3 en el segundo acto, como también la descripción del encanto del Viernes Santo de Gurnemanz en el tercer acto.
En relación íntima con la ventaja que ofrece á la comprensión de la melodía dramática el aprovechar una bien entendida economía en la emisión del aliento consideramos la necesidad de ennoblecer los movimientos plásticos con la moderación más concienzuda. Aquellos gritos sentimentales que hasta hoy en el estilo teatral ordinario se daban, destacándose casi aislados de la melodía, iban también siempre acompañados de ciertos movimientos violentos de los brazos, de los cuales se servían los representantes por costumbre con tanta insistencia y repetición tan regular que perdían toda significación y no podían menos de hacer al espectador el efecto ridículo de autómatas. Cierto es que una representación dramática, principalmente si se eleva por la música á las regiones de lo patético é ideal, debe apartarse de la gesticulación convencional de nuestra buena sociedad; sin embargo, vale más aquí la gracia de una naturalidad sublime que las buenas maneras establecidas por la urbanidad. Que no espere el actor un efecto decisivo sólo del juego de la fisonomía, pues hallándose á menudo demasiado lejos del espectador en nuestros teatros modernos, necesariamente muy grandes, pasa, cuanto en este punto haga, casi del todo desapercibido. Además, la máscara artificial necesitada á causa de la luz blanqueadora del alumbrado de la escena, le permite todo lo más demostrar el efecto de su carácter, pero nigún movimiento de las ocultas fuerzas íntimas del alma. Pues para esto está el drama musical con la elocuente expresión de sus melodías armoniosas, que todo lo interpreta fielmente de una manera más segura, más directa y comunicativa que los medios que tiene á su disposición el mimo, y la melodía dramática como nosotros pretendemos, y como nosotros recitamos del modo más comprensible, tiene un efecto tanto más claro y noble que el discurso más estudiado del mimo más hábil, y tanto más cuanto menos alterada sea por los recursos artísticos propios del último.
Parece, pues, por el contrario, el cantor más que al mimo, obligado á recurrir á los movimientos plásticos del cuerpo mismo, especialmente los de los brazos, tan expresivos; pero en su empleo teníamos siempre que observar la misma ley que instituye la uniformidad entre los acentos más fuertes de la melodía con las partículas dela misma. Donde estábamos acostumbrados, en los pasajes más dramáticos de la ópera, á extender y abrir totalmente ambos brazos como pidiendo socorro, observamos que una media elevación del brazo, y hasta un simple movimiento característico de la mano, de la cabeza, bastaban perfectamente para realizar la fuerza de expresión de un sentimiento más acentuado en uno ú otro sentido, no produciendo este sentimiento en su más poderosa agitación el efecto de la verdad sinó cuando parece que estalla después de contenida por natural violencia.
Si bien, en general, el andar y el pararse el cantor sigue obedeciendo á una rutinaria é irreflexiva práctica, por dedicar éste toda su atención y esfuerzo al vencimiento de las dificultades á veces enormes de su tarea puramente musical, pronto apreciamos, sin embargo, cuánto una ordenada y lógica ordenación de andar y de pararse contribuye al incomparable realce de nuestra representación dramática sobre la ópera ordinaria. Como la pieza de resistencia de la ópera antigua era la monóloga aria, y el cantor, como podía menos, se había acostumbrado á cantarla, por decirlo así, á la cara del público, resultó de eso que se adoptaba la misma actitud en los dúos, tercetos y hasta en las partes así llamadaas concertantes y tutti, apresurándose cada uno á ganar la delantera en el escenario. Y como á todo esto era ya imposible dar un paso más, de aquí que recurrían en cambio al desaforado movimiento de los brazos, cuyo defecto y ridiculez no han dejado de chocar interiormente á todos, áun sin darse cuenta de ello. Ahora bien, dado que el verdadero drama musical se ha erigido el diálogo con todas sus ampliaciones en única base de toda vida dramática, y el cantor no tiene que cantar al público, sinó á su interlocutor, echa de ver que la posición respectiva de las personas del dúo, una al lado de otra, quitaba toda verdad á su lenguaje apasionado; porque, ó los que usaban de la palabra tenían que dirigirse, en vez de su interlocutor, al público, ó bien tenían que adoptar una posición de perfil que los sustraía por mitad al espectador y perjudicando la claridad del diálogo y de la acción. Para dar variedad á esta posición de uno al lado del otro, durante un intermedio de la orquesta, cruzaron los artistas la escena, cambiando así simplemente los puestos respectivos, ocupando el uno el que antes tenía el otro. Pero nosotros hallamos como consecuencia de la vivacidad misma del diálogo el cambio más oportuno de las posiciones, porque resultaba del acento más excitado el finalizar una frase una impulsión espontánea del cantor hacia delante, al cual bastaba dar un solo paso en dicho sentido para lograr de este modo una posición en que, volviendo la mitad de la espalda al público, aparentando fijarse directamente en el otro, que permanece en quietud, y queda enteramente descubierto de cara al espectador, y sin más que retroceder el último interlocutor un paso al ir á contestar, queda el primero fácilmente en una situación natural, sin volver la espalda al público, sin violencia, sin cesar de dirigirse á su interlocutor, que está parado enfrente, un poco á un lado.
De igual ó análoga manera logramos sostener, por una serie de evoluciones que conservan al drama su importancia conveniente como verdadera acción, un movimiento escénico no interrumpido de vivacidad encantadora, para lo cual nos ofrecieron motivos siempre variados, ya lo más grave y solemne, ya lo alegre y gracioso.
Estos bellos resultados sólo pudieron conseguirse por el talento y disposición especial de cada artista; con todo, no habrían sido bastante poderosos los arreglos técnicos y el estar bien avenidos, si de todos lados no hubiera concurrido en ello el elemento escénico-musical con igual participación activa. En cuanto á la dirección escénica, en la acepción más basta de la palabra, tomamos á nuestro cuidado en primer lugar la acertada composición de los vestidos y de las decoraciones. Aquí tuvimos mucho que inventar en lo tocante á eso que no parece necesario á los que están acostumbrados á valerse de todos los efectos hasta entonces adoptados y reconocidos por eficaces en la ópera y que responden á su deseo de distraerse con lujosas ostentaciones. Tratándose de la invención de un traje conveniente para las doncellas-flores mágicas de Klingsor, no encontrábamos más que figurines de baile ó de máscara; siendo principalmente las fiestas de máscaras de la corte, tan en boga ahora, lo que ha introducido el vicio en nuestras artistas de más talento de idear sólo trajes de un lujo excesivo y convencional, y que no nos servían para nuestro objeto, es á saber, un traje de una ideal naturalidad. Se tuvieron que inventar estos trajes en armonía con el jardín mágico de Klingsor mismo, y después de muchos ensayos logramos hallar el justo motivo para la producción de esas flores, que no podían ser de las que existen real y positivamente y que debían hacer posible la apariencia de seres femeniles vivos, sin dejar, no obstante, de producir en nosotros el efecto de haber nacido muy naturalmente en aquella flora infiltradora del mágico hechizo. De dos de aquellos cálices de exuberante tamaño que ornaban el jardín combinamos el traje de las hechiceras flores-doncellas, las cuales, para completar su traje, sólo tuvieron que prenderse, como abollado por infantil precipitación, en la cabeza una de estas flores de muchos abigarrados colores, como se encontraban dispersas á su alrededor por todas partes, para cumplir, desligándonos de toda convencionalidad de baile de ópera, con todo lo que y nada más que lo que debía presentarse. Al esforzarnos en dar la más solemne dignidad al ideal templo del Gral, y sirviéndonos para ello de muestra los monumentos más nobles de la arquitectura cristiana, nos tocó otra vez y esplendor de santuario de la salud divina, no con los trajes mismos de los caballeros del Gral, antes bien una noble sencillez, monacal y caballeresca á la par, revestía á los rostros, á los cuerpos de solemnidad pintoresca, pero placentera y humana. La importancia del rey de esta orden de caballeros la buscamos en la acepción primitiva de la palabra König4, como cabeza de la familia escogida para la guardia del Gral: no debía, pues, distinguirse en nada de los demás caballeros, más que en la importancia mística de la función sublime á él reservada, como por la extensión de sus sufrimientos no comprendida, inconmesurable.
Para los funerales del primer rey Titurel se nos había propuesto un catafalco pomposo con unas largas colgaduras de terciopelo negro, el cadáver mismo en precioso traje de gran ceremonial, con corona y cetro, así poco más ó menos como se nos ha presentado varias veces el rey de Thule en su última libación. Efecto tan grandioso lo dejamos para una futura ópera y nos contentamos con seguir fieles á nuestro principio de una sencillez solemne y digna.
Sólo en un punto tuvimos por esta vez que hacer una penosa concesión. Por un error de cálculo que hasta ahora ninguno de nosotros ha podido explicarse del hombre de alto talento á quien debo tanto todo el aparejo escénico del Parsifal como el de los Nibelungos, y á quien una muerte repentina arrebató antes de la conclusión de su obra, se había evaluado en que duraría la sucesiva presentación de las llamadas decoraciones migratorias del primero y tercer acto menos de la mitad de lo que estaba prescrito por el interés de la acción dramática. En este interés no debía el paso de una á otra de esas escenas que se sucedían insensiblemente como continuación la una del lugar á que trasladaban los personajes de la primera, producir un efecto puramente decorativo-intoresco, aunque fuera lo más artístico que imaginarse pueda, sinó que bajo la influencia de la música que acompañaba esta transición, y como en un arrebatamiento soñador, debíamos ser conducidos imperceptiblemente por el camino sin sendero hacia el castillo-palacio del Gral, simbolizando de este modo la mítica imposibilidad para los profanos de hallarlo. Cuando descubrimos esto, era demasiado tarde para cambiar el mecanismo muy complicado y necesario para ello al punto de acortar á la mitad la serie sucesiva de decoraciones; por esta vez tuve que acomodarme á que el intermedio de la orquesta no sólo se repitiese enteramente, sinó que se retardase también mucho el compás. Verdad que todos nosotros sentimos el efecto penoso de eso; sin embargo, la pintura decorativa era tan perfecta, que hasta el mismo espectador, embelesado, se le pasaba por alto. Si nosotros, empero, reconocimos en seguida la necesidad de evitar para el tercer acto el peligro del mal efecto, de igual procedimiento ó representación, omitiéndola enteramente, por más que fué ejecutado por los artistas de una manera muy distinta, y en cuanto á sus decoraciones, áun más encantadoras que en el primer acto, pues tampoco podía introducirse reducción alguna; tuvimos así ocasión de admirar el efecto de lo sublime de la solemnidad, que se supieron penetrar todos los que tomaron parte en el desempeño de nuestra tarea artística. Hasta los insignes artistas mismos á quienes se debían estas decoraciones, las cuales hubieran sido de mayor ornamento para cualquier otra representación teatral, convinieron sin resistirse en el arreglo, según el cual no emplearían por esta vez la segunda decoración migratoria, y en hacer cubrir por algún tiempo el cuadro escénico por el telón, aceptando, en cambio, gustosos y de buena gana, para las representaciones del año próximo, el reducir la primera decoración transitoria á la mitad y de cambiar la del tercer acto, de manera que nosotros, sin cansarnos ni distraernos por un cambio continuo de escena, no necesitasemos interrumpir la escena bajando el telón.
Mas, tuve á todo eso la gran fortuna de que me asistiese con su cooperación el excelente hijo del amigo que tan rápidamente me fué arrebatado y á quien debo casi exclusivamente la instalación del teatro de nuestros festivales y su aparejo escénico; y aquél entendió casi por intuición todos mis deseos é indicaciones á cuanto se refiere á lo que pudiera llamar dramaturgia escénica.
En la actividad de aquel joven se unía la vasta experiencia de su padre á una íntima concepción perfecta de las miras ideales, de los conocimientos teóricos y destreza práctica adquiridos por aquellas experiencias, y tanto que deseara solamente encontrar en el campo de la propia dramaturgia musical su semejante, á quien pudiera yo un día entregar mi empleo, que tan penosamente hasta ahora administré solo. Pero en este ramo desgraciadamente todo es aún tan reciente, y para mi objeto tan encubierto por una rutina tan mala como extendida, que experiencias como las hechas por nosotros en el estudio en común del Parsifal pueden compararse al resultado que sentimos al respirar en una atmósfera corrompida y al encender luz en la oscuridad. Aquí no era aún la experiencia precisamente la que ahora pudo servirnos para una rápida comprensión, sinó el entusiasmo -la consagración- que como creadora nos enseñó el camino de la verdad y el acierto.
Esto se demostró principalmente en las repeticiones de las representaciones, cuya excelencia no disminuía, como sucede con las funciones ordinarias teatrales, por enfriarse el primer entusiasmo, sinó que se le veía aumentar sensiblemente. No tan sólo se notó eso en la ejecución escénico-musical, sinó tambien en el desempeño decididamente tan importante y trascendente de la parte que le cupo en la tarea á la orquesta. Si el buen éxito de la ejecución, debido á la ayuda de amigos de tanto talento como adictos hasta la abnegación, encargándose de papeles que generalmente se confían á partes inferiores, así se vió de cuánta delicadeza y sentimiento de lo bello es capaz la ejecución de los músicos de orquesta alemanes, si éstos se sienten libres de la desigual y caprichosa mutación en utilizar sus facultades, para poderse dedicar á la solución de tareas superiores que antes pasaban apresuradas. Ayudada por la feliz acústica de su posición en proporciones bien calculadas para la claridad sonora y el efecto de conjunto con los cantores de la escena, alcanzó nuestra orquesta una belleza y espiritualidad, por decirlo así, de ejecución, que el auditorio de nuestras representaciones no encuentra en las grandes óperas pomposas de nuestras grandes ciudades.
De este modo nos sentimos trasportados del mundo á que nos habíamos acostumbrado con los efectos del ambiente acústico y óptico que reinaba sobre nuestra sensibilidad, y claro se veía que todos teníamos conciencia de ello, al volver forzosamente á este mismo mundo de la realidad. A no otra cosa debía también el Parsifal su creación y composición, sinó á esta huída ante este mismo mundo. ¿Quién durante toda su vida puede con sentidos abiertos y corazón libre dirigir sus miradas á este mundo lleno del robo y del asesinato organizado y legalizado por la mentira, el embuste y la hipocresía, sin desviarlos de él de tiempo en tiempo, con horrible repugnancia? ¿Sobre qué objeto recae entonces la mirada? Muy á menudo en la profundidad de la muerte. Al que tiene otra vocación y á ella es destinado por la suerte, parece la imagen del verdadero mundo redención del presentimiento de nuestra alma que nos oprime el corazón. Poder aliviar este mundo verdadero de engaño mismo por la imagen soñada parece, pues, la recompensa de la verdad dolorosa, por la cual acaba de reconocerle como lleno de miserias. Al forjarse, pues, aquella imagen ¿debería él servirse de nuevo de la mentira y del engaño? Vosotros todos, amigos míos, habéis reconocido que tal es imposible y la verdad del tipo que el Parsifal os ofreció para imitar era cabalmente lo que os dió la sagrada unción para elevaros del mundo; porque sólo en aquella verdad superior podíais buscar vuestra propia satisfacción. Que la habéis encontrado me lo probó la melancólica solemnidad de nuestra despedida después de aquellos nobles días. A todos nosotros nos infundió la seguridad y se constituyó en garantía de que nos volveremos á ver contentos y alegres.
¡Hasta la vista!
Venecia, 1.º de Noviembre 1882.(De la Revista Germánica).
NOTAS
1. Hemos tratado en la traducción de este artículo de darle todo el carácter que tiene el original. (N. del T.).
2. Comida ó festín de después de la gran misa de fiesta mayor. (N. del T.).
3. Nombre propio que da Wagner á un personaje, y que significa pena del corazón, angustia.
4. Rey.
FUENTE:NOTAS MUSICALES Y LITERARIASAño II, n.º 35, 1.5.1883, p. 3-8Traducido por Max Huhle.
Era imposible que naciesen disputas de rango, cuando seis cantatrices de primer orden se habían encargado de los papeles de directoras anónimas de las doncellas-flores de Klingsor, las cuales fueron desempeñadas con la mayor condescendencia por artistas de todos los registros. Y, ciertamente, si necesario hubiese sido un ejemplo para los encargados de los primeros papeles, les habría servido como tal la unanimidad artística de aquellas doncellas-flores mágicas. Fueron ellas también las que realizaron una de mis más importantes exigencias, la cual forma la base del buen éxito de su recitación. Exigí que no se percibiese más aquel acento apasionado, ahora tan en boga entre los cantores de ópera de nuestros tiempos, y el cual, implacable é indistintamente, suele interrumpir toda línea melódica. Al momento me comprendieron nuestras amigas y su canto adquirió las melodías encantadoras de la ingenuidad infantil, las cuales, lejos de incluir un elemento atizador de seducción sensual, como de ciertas partes se le atribuye al compositor, conmovían por sus armonías incomparables. No creo que jamás y en ninguna otra ocasión se haya efectuado por medio de canto una representación, embeleso igual al de la gracia juvenil con que lo ejercieron nuestras amigas en la escena referida del Parsifal.
Lo que obró como hechizo, lo que penetró toda la representación de la fiesta escénica como una sublime consagración, se hizo en el curso de los ensayos y las representaciones, la mira principal, el empeño de todos; y considerando las exigencias inusitadas del estilo, la extrema pasión, lo áspero, hasta lo salvaje que en algunas partes del drama conforme á su carácter debía expresarse, hemos de confesar que los encargados de los papeles principales de la acción tenían que llenar una tarea en extremo difícil. Ante todo tuvieron que atender á la mayor claridad de la pronunciación; una frase apasionada produce un efecto chocante y confuso, si no se entiende su contenido lógico; para hacerla, empero, comprensible sin dificultad, preciso es pronunciar bien la menor partícula de la serie de palabras; caída una sílaba de una apoyatura, tragada una terminal, ó descuidada otra de un ligado, pronto quedará destruído el sentido ó esa comprensibilidad en cuestión. En seguida se trasfiera este descuido á la melodía, de la cual, perdiéndose las partículas musicales, no quedan más que unos acordes, que cuanto más apasionada sea la frase, tanto más se perciben como sonidos emitidos a sacudidas, los cuales producen en nosotros un efecto extraño, hasta ridículo, como si llegasen a nuestro oído de cierta distancia á la que no se percibieran ya las partículas de conexión. Seis años há, durante los estudios que precedieron á la representación de los Nibelungos, recomendé ya dar la preferencia á las notas pequeñas, respecto de las grandes, con la intención de que resultase la mayor claridad, sin la cual tanto el drama como la música, así el recitado como la melodía se quedan enteramente incomprensibles y sacrificada ésta á la trivial emoción dramático-musical, cuyo empleo en mi melodía dramática, ó sea en la verdadera ópera, es precisamente lo que provoca la confusión en los juicios de nuestra así llamada opinión pública musical, que no nos podemos explicar de otro modo que por la tan deseada é indispensable claridad. Preciso es deshechar todo afecto falso, resultado natural de la manera de recitar antes vituperada.
La ilimitada violencia con que la pasión dolorosa se extiende y desahoga rompiendo por todo, que es tan propia así de un asunto profundamente trágico como de su natural desenlace, puede solamente producir un efecto conmovedor que llegue al alma, si se la somete cabalmente á esas leyes ó límites que traspasa, al tratar de manifestarse. Nos parece que como primera ley tenemos que observar una sabia economía en el empleo tanto de la respiración como del movimiento plástico. Tuvimos que persuadirnos en nuestros ensayos cuán absurdo es ese despilfarro de aliento, defecto muy general entre los cantantes de ópera, y cuánto puede contribuir la respiración bien distribuída al buen éxito de un pasaje musical, guardando su conexión y su acepción justa, tanto melódica como lógica. Ya simplemente por esa retención y distribución bien calculadas de las fuerzas respiratorias sentimos, como la cosa más natural, un gran alivio y pudimos hacer justicia á las notas que yo llamé pequeñas, generalmente más bajas, y que sirven de partículas importantes de enlace tanto del recitado como de la melodía; porque debimos abstenernos de un gasto inútil de aliento en las notas más altas, sobre las cuales ya de sí naturalmente se acentúan más, á fin de tener siempre más presente las ventajas que nos ofrece una respiración uniforme para la unidad de toda la frase. De este modo logramos sostener largas series melódicas seguidas, aunque en ellas alternasen los acentos más sentimentales de colorido más variado. Sirva á nuestros espectadores de ejemplo el recuerdo de la narración de Kundry de la suerte de Herzeleid3 en el segundo acto, como también la descripción del encanto del Viernes Santo de Gurnemanz en el tercer acto.
En relación íntima con la ventaja que ofrece á la comprensión de la melodía dramática el aprovechar una bien entendida economía en la emisión del aliento consideramos la necesidad de ennoblecer los movimientos plásticos con la moderación más concienzuda. Aquellos gritos sentimentales que hasta hoy en el estilo teatral ordinario se daban, destacándose casi aislados de la melodía, iban también siempre acompañados de ciertos movimientos violentos de los brazos, de los cuales se servían los representantes por costumbre con tanta insistencia y repetición tan regular que perdían toda significación y no podían menos de hacer al espectador el efecto ridículo de autómatas. Cierto es que una representación dramática, principalmente si se eleva por la música á las regiones de lo patético é ideal, debe apartarse de la gesticulación convencional de nuestra buena sociedad; sin embargo, vale más aquí la gracia de una naturalidad sublime que las buenas maneras establecidas por la urbanidad. Que no espere el actor un efecto decisivo sólo del juego de la fisonomía, pues hallándose á menudo demasiado lejos del espectador en nuestros teatros modernos, necesariamente muy grandes, pasa, cuanto en este punto haga, casi del todo desapercibido. Además, la máscara artificial necesitada á causa de la luz blanqueadora del alumbrado de la escena, le permite todo lo más demostrar el efecto de su carácter, pero nigún movimiento de las ocultas fuerzas íntimas del alma. Pues para esto está el drama musical con la elocuente expresión de sus melodías armoniosas, que todo lo interpreta fielmente de una manera más segura, más directa y comunicativa que los medios que tiene á su disposición el mimo, y la melodía dramática como nosotros pretendemos, y como nosotros recitamos del modo más comprensible, tiene un efecto tanto más claro y noble que el discurso más estudiado del mimo más hábil, y tanto más cuanto menos alterada sea por los recursos artísticos propios del último.
Parece, pues, por el contrario, el cantor más que al mimo, obligado á recurrir á los movimientos plásticos del cuerpo mismo, especialmente los de los brazos, tan expresivos; pero en su empleo teníamos siempre que observar la misma ley que instituye la uniformidad entre los acentos más fuertes de la melodía con las partículas dela misma. Donde estábamos acostumbrados, en los pasajes más dramáticos de la ópera, á extender y abrir totalmente ambos brazos como pidiendo socorro, observamos que una media elevación del brazo, y hasta un simple movimiento característico de la mano, de la cabeza, bastaban perfectamente para realizar la fuerza de expresión de un sentimiento más acentuado en uno ú otro sentido, no produciendo este sentimiento en su más poderosa agitación el efecto de la verdad sinó cuando parece que estalla después de contenida por natural violencia.
Si bien, en general, el andar y el pararse el cantor sigue obedeciendo á una rutinaria é irreflexiva práctica, por dedicar éste toda su atención y esfuerzo al vencimiento de las dificultades á veces enormes de su tarea puramente musical, pronto apreciamos, sin embargo, cuánto una ordenada y lógica ordenación de andar y de pararse contribuye al incomparable realce de nuestra representación dramática sobre la ópera ordinaria. Como la pieza de resistencia de la ópera antigua era la monóloga aria, y el cantor, como podía menos, se había acostumbrado á cantarla, por decirlo así, á la cara del público, resultó de eso que se adoptaba la misma actitud en los dúos, tercetos y hasta en las partes así llamadaas concertantes y tutti, apresurándose cada uno á ganar la delantera en el escenario. Y como á todo esto era ya imposible dar un paso más, de aquí que recurrían en cambio al desaforado movimiento de los brazos, cuyo defecto y ridiculez no han dejado de chocar interiormente á todos, áun sin darse cuenta de ello. Ahora bien, dado que el verdadero drama musical se ha erigido el diálogo con todas sus ampliaciones en única base de toda vida dramática, y el cantor no tiene que cantar al público, sinó á su interlocutor, echa de ver que la posición respectiva de las personas del dúo, una al lado de otra, quitaba toda verdad á su lenguaje apasionado; porque, ó los que usaban de la palabra tenían que dirigirse, en vez de su interlocutor, al público, ó bien tenían que adoptar una posición de perfil que los sustraía por mitad al espectador y perjudicando la claridad del diálogo y de la acción. Para dar variedad á esta posición de uno al lado del otro, durante un intermedio de la orquesta, cruzaron los artistas la escena, cambiando así simplemente los puestos respectivos, ocupando el uno el que antes tenía el otro. Pero nosotros hallamos como consecuencia de la vivacidad misma del diálogo el cambio más oportuno de las posiciones, porque resultaba del acento más excitado el finalizar una frase una impulsión espontánea del cantor hacia delante, al cual bastaba dar un solo paso en dicho sentido para lograr de este modo una posición en que, volviendo la mitad de la espalda al público, aparentando fijarse directamente en el otro, que permanece en quietud, y queda enteramente descubierto de cara al espectador, y sin más que retroceder el último interlocutor un paso al ir á contestar, queda el primero fácilmente en una situación natural, sin volver la espalda al público, sin violencia, sin cesar de dirigirse á su interlocutor, que está parado enfrente, un poco á un lado.
De igual ó análoga manera logramos sostener, por una serie de evoluciones que conservan al drama su importancia conveniente como verdadera acción, un movimiento escénico no interrumpido de vivacidad encantadora, para lo cual nos ofrecieron motivos siempre variados, ya lo más grave y solemne, ya lo alegre y gracioso.
Estos bellos resultados sólo pudieron conseguirse por el talento y disposición especial de cada artista; con todo, no habrían sido bastante poderosos los arreglos técnicos y el estar bien avenidos, si de todos lados no hubiera concurrido en ello el elemento escénico-musical con igual participación activa. En cuanto á la dirección escénica, en la acepción más basta de la palabra, tomamos á nuestro cuidado en primer lugar la acertada composición de los vestidos y de las decoraciones. Aquí tuvimos mucho que inventar en lo tocante á eso que no parece necesario á los que están acostumbrados á valerse de todos los efectos hasta entonces adoptados y reconocidos por eficaces en la ópera y que responden á su deseo de distraerse con lujosas ostentaciones. Tratándose de la invención de un traje conveniente para las doncellas-flores mágicas de Klingsor, no encontrábamos más que figurines de baile ó de máscara; siendo principalmente las fiestas de máscaras de la corte, tan en boga ahora, lo que ha introducido el vicio en nuestras artistas de más talento de idear sólo trajes de un lujo excesivo y convencional, y que no nos servían para nuestro objeto, es á saber, un traje de una ideal naturalidad. Se tuvieron que inventar estos trajes en armonía con el jardín mágico de Klingsor mismo, y después de muchos ensayos logramos hallar el justo motivo para la producción de esas flores, que no podían ser de las que existen real y positivamente y que debían hacer posible la apariencia de seres femeniles vivos, sin dejar, no obstante, de producir en nosotros el efecto de haber nacido muy naturalmente en aquella flora infiltradora del mágico hechizo. De dos de aquellos cálices de exuberante tamaño que ornaban el jardín combinamos el traje de las hechiceras flores-doncellas, las cuales, para completar su traje, sólo tuvieron que prenderse, como abollado por infantil precipitación, en la cabeza una de estas flores de muchos abigarrados colores, como se encontraban dispersas á su alrededor por todas partes, para cumplir, desligándonos de toda convencionalidad de baile de ópera, con todo lo que y nada más que lo que debía presentarse. Al esforzarnos en dar la más solemne dignidad al ideal templo del Gral, y sirviéndonos para ello de muestra los monumentos más nobles de la arquitectura cristiana, nos tocó otra vez y esplendor de santuario de la salud divina, no con los trajes mismos de los caballeros del Gral, antes bien una noble sencillez, monacal y caballeresca á la par, revestía á los rostros, á los cuerpos de solemnidad pintoresca, pero placentera y humana. La importancia del rey de esta orden de caballeros la buscamos en la acepción primitiva de la palabra König4, como cabeza de la familia escogida para la guardia del Gral: no debía, pues, distinguirse en nada de los demás caballeros, más que en la importancia mística de la función sublime á él reservada, como por la extensión de sus sufrimientos no comprendida, inconmesurable.
Para los funerales del primer rey Titurel se nos había propuesto un catafalco pomposo con unas largas colgaduras de terciopelo negro, el cadáver mismo en precioso traje de gran ceremonial, con corona y cetro, así poco más ó menos como se nos ha presentado varias veces el rey de Thule en su última libación. Efecto tan grandioso lo dejamos para una futura ópera y nos contentamos con seguir fieles á nuestro principio de una sencillez solemne y digna.
Sólo en un punto tuvimos por esta vez que hacer una penosa concesión. Por un error de cálculo que hasta ahora ninguno de nosotros ha podido explicarse del hombre de alto talento á quien debo tanto todo el aparejo escénico del Parsifal como el de los Nibelungos, y á quien una muerte repentina arrebató antes de la conclusión de su obra, se había evaluado en que duraría la sucesiva presentación de las llamadas decoraciones migratorias del primero y tercer acto menos de la mitad de lo que estaba prescrito por el interés de la acción dramática. En este interés no debía el paso de una á otra de esas escenas que se sucedían insensiblemente como continuación la una del lugar á que trasladaban los personajes de la primera, producir un efecto puramente decorativo-intoresco, aunque fuera lo más artístico que imaginarse pueda, sinó que bajo la influencia de la música que acompañaba esta transición, y como en un arrebatamiento soñador, debíamos ser conducidos imperceptiblemente por el camino sin sendero hacia el castillo-palacio del Gral, simbolizando de este modo la mítica imposibilidad para los profanos de hallarlo. Cuando descubrimos esto, era demasiado tarde para cambiar el mecanismo muy complicado y necesario para ello al punto de acortar á la mitad la serie sucesiva de decoraciones; por esta vez tuve que acomodarme á que el intermedio de la orquesta no sólo se repitiese enteramente, sinó que se retardase también mucho el compás. Verdad que todos nosotros sentimos el efecto penoso de eso; sin embargo, la pintura decorativa era tan perfecta, que hasta el mismo espectador, embelesado, se le pasaba por alto. Si nosotros, empero, reconocimos en seguida la necesidad de evitar para el tercer acto el peligro del mal efecto, de igual procedimiento ó representación, omitiéndola enteramente, por más que fué ejecutado por los artistas de una manera muy distinta, y en cuanto á sus decoraciones, áun más encantadoras que en el primer acto, pues tampoco podía introducirse reducción alguna; tuvimos así ocasión de admirar el efecto de lo sublime de la solemnidad, que se supieron penetrar todos los que tomaron parte en el desempeño de nuestra tarea artística. Hasta los insignes artistas mismos á quienes se debían estas decoraciones, las cuales hubieran sido de mayor ornamento para cualquier otra representación teatral, convinieron sin resistirse en el arreglo, según el cual no emplearían por esta vez la segunda decoración migratoria, y en hacer cubrir por algún tiempo el cuadro escénico por el telón, aceptando, en cambio, gustosos y de buena gana, para las representaciones del año próximo, el reducir la primera decoración transitoria á la mitad y de cambiar la del tercer acto, de manera que nosotros, sin cansarnos ni distraernos por un cambio continuo de escena, no necesitasemos interrumpir la escena bajando el telón.
Mas, tuve á todo eso la gran fortuna de que me asistiese con su cooperación el excelente hijo del amigo que tan rápidamente me fué arrebatado y á quien debo casi exclusivamente la instalación del teatro de nuestros festivales y su aparejo escénico; y aquél entendió casi por intuición todos mis deseos é indicaciones á cuanto se refiere á lo que pudiera llamar dramaturgia escénica.
En la actividad de aquel joven se unía la vasta experiencia de su padre á una íntima concepción perfecta de las miras ideales, de los conocimientos teóricos y destreza práctica adquiridos por aquellas experiencias, y tanto que deseara solamente encontrar en el campo de la propia dramaturgia musical su semejante, á quien pudiera yo un día entregar mi empleo, que tan penosamente hasta ahora administré solo. Pero en este ramo desgraciadamente todo es aún tan reciente, y para mi objeto tan encubierto por una rutina tan mala como extendida, que experiencias como las hechas por nosotros en el estudio en común del Parsifal pueden compararse al resultado que sentimos al respirar en una atmósfera corrompida y al encender luz en la oscuridad. Aquí no era aún la experiencia precisamente la que ahora pudo servirnos para una rápida comprensión, sinó el entusiasmo -la consagración- que como creadora nos enseñó el camino de la verdad y el acierto.
Esto se demostró principalmente en las repeticiones de las representaciones, cuya excelencia no disminuía, como sucede con las funciones ordinarias teatrales, por enfriarse el primer entusiasmo, sinó que se le veía aumentar sensiblemente. No tan sólo se notó eso en la ejecución escénico-musical, sinó tambien en el desempeño decididamente tan importante y trascendente de la parte que le cupo en la tarea á la orquesta. Si el buen éxito de la ejecución, debido á la ayuda de amigos de tanto talento como adictos hasta la abnegación, encargándose de papeles que generalmente se confían á partes inferiores, así se vió de cuánta delicadeza y sentimiento de lo bello es capaz la ejecución de los músicos de orquesta alemanes, si éstos se sienten libres de la desigual y caprichosa mutación en utilizar sus facultades, para poderse dedicar á la solución de tareas superiores que antes pasaban apresuradas. Ayudada por la feliz acústica de su posición en proporciones bien calculadas para la claridad sonora y el efecto de conjunto con los cantores de la escena, alcanzó nuestra orquesta una belleza y espiritualidad, por decirlo así, de ejecución, que el auditorio de nuestras representaciones no encuentra en las grandes óperas pomposas de nuestras grandes ciudades.
De este modo nos sentimos trasportados del mundo á que nos habíamos acostumbrado con los efectos del ambiente acústico y óptico que reinaba sobre nuestra sensibilidad, y claro se veía que todos teníamos conciencia de ello, al volver forzosamente á este mismo mundo de la realidad. A no otra cosa debía también el Parsifal su creación y composición, sinó á esta huída ante este mismo mundo. ¿Quién durante toda su vida puede con sentidos abiertos y corazón libre dirigir sus miradas á este mundo lleno del robo y del asesinato organizado y legalizado por la mentira, el embuste y la hipocresía, sin desviarlos de él de tiempo en tiempo, con horrible repugnancia? ¿Sobre qué objeto recae entonces la mirada? Muy á menudo en la profundidad de la muerte. Al que tiene otra vocación y á ella es destinado por la suerte, parece la imagen del verdadero mundo redención del presentimiento de nuestra alma que nos oprime el corazón. Poder aliviar este mundo verdadero de engaño mismo por la imagen soñada parece, pues, la recompensa de la verdad dolorosa, por la cual acaba de reconocerle como lleno de miserias. Al forjarse, pues, aquella imagen ¿debería él servirse de nuevo de la mentira y del engaño? Vosotros todos, amigos míos, habéis reconocido que tal es imposible y la verdad del tipo que el Parsifal os ofreció para imitar era cabalmente lo que os dió la sagrada unción para elevaros del mundo; porque sólo en aquella verdad superior podíais buscar vuestra propia satisfacción. Que la habéis encontrado me lo probó la melancólica solemnidad de nuestra despedida después de aquellos nobles días. A todos nosotros nos infundió la seguridad y se constituyó en garantía de que nos volveremos á ver contentos y alegres.
¡Hasta la vista!
Venecia, 1.º de Noviembre 1882.(De la Revista Germánica).
NOTAS
1. Hemos tratado en la traducción de este artículo de darle todo el carácter que tiene el original. (N. del T.).
2. Comida ó festín de después de la gran misa de fiesta mayor. (N. del T.).
3. Nombre propio que da Wagner á un personaje, y que significa pena del corazón, angustia.
4. Rey.
FUENTE:NOTAS MUSICALES Y LITERARIASAño II, n.º 35, 1.5.1883, p. 3-8Traducido por Max Huhle.
http://archivowagner.info/3501NMyL.html
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